En un entorno como el nuestro, en el que se está perdiendo de todo por todas partes a manos del gobierno que nos echamos encima en las últimas elecciones, hay muchas cosas que reclamar, que defender. Existen muchos motivos para protestar y por lo general unos terminan mezclándose con los otros hasta el punto de que resulta complicado separarlos.
Y hay ocasiones en que las reclamaciones parecen parejas, similares, idénticas. Pero no lo son y hay que acostumbrarse a hilar fino, muy fino, para captar la diferencia.
Desde que se inició la siega social que efectúa la corte genovesa con la afilada guadaña de los recortes hay un recorte en especial que parece tener preocupados a muchos: los recortes en todo lo relacionado con el maltrato dentro de la pareja.
La lucha contra la mal llamada violencia de género -hoy dejaremos esa disquisición eterna y perversa- corre riesgo por los recortes como otras muchas causas y facetas sociales. Y hay múltiples voces que alertan contra ello.
Lo hacen sobre todo las cabezas visibles del entramado de género que capitaliza o intenta capitalizar estas cuestiones, pero también lo hacen las asociaciones judiciales y otro tipo de entidades. Todo parece lo mismo pero no lo es. Hay una sutil diferencia -bueno, tan sutil como un portaaviones de tres cubiertas-, un pequeño matiz que distingue unas protestas de otras:
Una diferencia basada en el quién pide qué para quién. No, no es un trabalenguas.
Las que encabezan la protesta, las que reciben más atención mediática y más refuerzo comunicativo son aquellas que, desde asociaciones, observatorios y toda suerte de organizaciones careadas a tal efecto, muestran su preocupación por los recortes.
¿Por qué protestan? En eso no hay diferencia. Por los recortes en lo que ellas llaman políticas de género. Pero, ¿qué piden? Ahí ya hay que gastar tinta y teclado para explicarlo.
Se indignan, se arrebatan y se acongojan porque se rebajan las subvenciones a las asociaciones, se elimina dinero para las campañas de concienciación, se reducen las asignaciones para los organismos que ellas dirigen, para los estudios que ellas realizan.
En definitiva, protestan porque les quitan el dinero que están acostumbradas a gestionar, porque les reducen la capacidad económica, porque el Estado destina menos dinero a sus sueldos, a sus gastos, a sus campañas.
Porque les dan menos dinero a ellas. No porque se destine menos dinero y atención al problema del maltrato dentro del entorno afectivo -¡Uy, perdón!, se me fue la pinza, quise decir la Violencia de Género-.
Porque si realmente les preocupara la situación de las mujeres que experimentan malos tratos, que sufren en una vida de violencia y desesperación, no empezarían por reclamar más dinero para campañas mediáticas que a lo largo de los últimos diez años han conseguido un impacto mínimo gastando cientos de millones de euros; no empezarían por exigir dinero para informes y estudios que han sesgado la realidad a través de encuestas manipuladas, que han dado el resultado de que en España hay un millón de mujeres maltratadas porque las encuestadoras consideran maltrato que un hombre diga "me cago en la puta" en presencia de su pareja (es verídico, no hiperbólico).
Si fuera el caso que su principal preocupación hubiera sido la mujer maltratada hubieran empezado por protestar por otras cosas. Por denunciar lo que denuncia la Asociación en Defensa de la Sanidad Pública de Barcelona, por ejemplo.
Por hacer hincapié en que los recortes sanitarios afectan sobremanera a la posibilidad de detectar casos de violencia contra la mujer, de mujeres maltratadas reales, con nombre y apellidos -no proyecciones de una encuesta- en el sistema de atención primaria.
Hubieran encabezado las manifestaciones de las mareas blancas porque no hubieran querido que la privatización de nuestra salud y la venta de saldo de nuestra atención sanitaria ponga en riesgo la detección del 60% de los casos reales de maltrato que se detectan en el ámbito sanitario.
Pero no han encendido su indignación por ese motivo, ni por el hecho que denuncian los sindicatos y asociaciones judiciales, que alertan sobre el hecho de que el descenso de agentes judiciales y de personal en los juzgados dificulta la reacción judicial contra el maltrato en el entorno afectivo -¡Vaya, no aprendo!, la violencia de género- porque hay menos personas que puedan separar el trigo de la paja, que puedan buscar entre el centenar de miles de denuncias que alientan abogados divorcistas y asociaciones feministas, las que verdaderamente hacen referencia a una auténtica situación de maltrato y darlas prioridad.
No han hecho nada de eso, ni siquiera se han sumado solidariamente a esas protestas. Se han limitado a reclamar el dinero que recibían para sus actividades, aunque estas no sean, ni de lejos, prioritarias en el esquema de resolución de los problemas de las mujeres auténticamente maltratadas.
Unas, el radicalizado emporio feminista, pide para ellas y sus cosas y otros, los profesionales sanitarios o judiciales, piden para otras, para las mujeres que sufren violencia, aunque eso les suponga más trabajo y no les reporte beneficio alguno.
Dicho esto, poco más hay que decir sobre lo que diferencia a unas de todos los demás. Aunque escueza.
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