Son tres mil. Tal como están las cosas no son muchos.
Pero son los suficientes para que la partida de los Presupuestos Generales del Estado de la que salen sus sueldos signifique algo y lo simbolice todo.
Pero son los suficientes para que la partida de los Presupuestos Generales del Estado de la que salen sus sueldos signifique algo y lo simbolice todo.
Son exactamente 3.076 y son los profesores de religión que cobran un sueldo del Estado por impartir su asignatura.
Pese a su escaso número -o quizás a causa de él- simbolizan algo. Algo que bien podía convertirles en el remedo moderno de esos tres centenares que se apiñaron en las Thermopilas para hacer lo mismo que hacen ellos -o que el Gobierno hace con ellos, para ser más exactos-: defender lo indefendible.
Y antes de que los fieles de Rouco Varela -no los fieles católicos, que con el nuevo papa una cosa empieza a no ser sinónimo de la otra- se lancen sobre mi acusándome como el egregio purpurado de una persecución religiosa similar a la soviética, un solo matiz.
Los profesores de religión son los 300 modernos espartanos de lo indefendible no porque no sea defendible que se imparta religión en los colegios, sino porque no es defendible que lo costee el Estado.
Si se utilizaran las aulas y los recursos de los centros públicos para dar religión fuera del horario lectivo, previo pago de una cuota mínima -como se hace con el karate, el violonchelo, el senderismo o cualquier otra actividad extraescolar-, nadie diría ni pío al respecto; si, al igual que ocurre con la catequesis para la primera comunión o para la confirmación, esas enseñanzas se impartieran en los centros religiosos, podrían parecernos inútiles pero las respetaríamos.
Pero el problema es que las paga el Estado, es que el Gobierno se compromete a aportar recursos a la defensa numantina de una enseñanza que solamente tiene cabida en un sistema de educación pública decimonónico y confesional. El problema es que suponen un agravio.
Y aquí, los que piensan en términos religiosos, se defienden diciendo que hay también profesores evangélicos e islámicos. Como si eso minimizara el agravio. Puede que lo minimice entre ellos, pero no con todos los demás.
Porque si un ateo convencido quiere que el Estado eduque a su hijo en el ateísmo no tiene profesores para ello. Porque si unos padres quieren que en el colegio se le impartan a su hijo clases sobre la inexistencia de dios o las diferentes teorías filosóficas que defienden esa irrelevancia del ser divino no encontrarán profesores, espacios ni presupuestos del Estado para sufragar esas enseñanzas.
Y ese es el agravio. Porque el ateísmo, el agnosticismo, el antiteismo o cualquier otra postura contraria a la religión o a su manifestación social es una creencia tan respetable como cualquiera que incluya la existencia de un ser divino.
Y si este gobierno equipara el respeto por una creencia con el mantenimiento de los costes que supone hacer proselitismo de la misma dentro del sistema público de educación, entonces, por justicia y equidad, debería destinar presupuestos para que otros 3.076 profesores dieran clases de ateísmo a todos los alumnos de la enseñanza pública cuyos padres lo reclamaran.
Porque, en contra de los que jerarquía religiosa -cualquier jerarquía religiosa- ha intentado desde siempre vender a sus creyentes, el ateísmo no es el acto pasivo de "no creer en dios", es el pensamiento activo de "creer que dios no existe, es irrelevante o no tiene nada que ver con la humanidad".
Puede parecer lo mismo pero no lo es. Para lo primero basta con no aprender religión, para lo segundo es absolutamente necesario aprender ateísmo.
Como, por naturaleza y convicción, los ateos, agnósticos y antiteistas son enemigos de la implicación entre creencia y Estado, ninguno pide eso por pura coherencia y, amparados en la coherencia de otros, los gobernantes genoveses despliegan a toda vela su propia incoherencia y mantienen, en plena era de recortes forzados e intransigentes en la educación pública, el sueldo de unos profesores que están ahí para defender lo que el Estado no debería preocuparse por defender.
Y el enroque de rey de decir que se hace porque hay un acuerdo internacional que lo impone o porque la Constitución lo refleja indirectamente es tan insustancial como los dioses a los que se sufraga con ese dinero.
España denuncia acuerdos de pesca internacionales casi a diario, incumple tratados de reducción de emisión de gases, de protección del entorno natural o de cualquier otra cosa de forma casi sistemática y el cielo no se desploma sobre nuestras cabezas; se pretende enmendar la Constitución para introducir el perverso concepto del techo de deuda o el de equilibrio presupuestario o para algo tan baladí como que una infanta, infanzona, o lo que sea en estos momentos, alcance el rango de princesa heredera.
Así que los acuerdos internacionales y las constituciones pueden modificarse sin que tiemble el misterio y el velo del templo se rasgue por su centro.
Pero Wert y el gobierno sacro al que pretende representar -aunque el bueno de Francisco haya dejado claro que ni él ni dios son de derechas- se empeña en convertir a los 3.076 profesores de religión en la falange de los 300 hoplitas que defienden una posición irrelevante mientras el resto del ejercito persa se les cuela por los flancos y arrasa el Ática y todo lo que pilla a su paso.
Si los jerarcas episcopales españoles y las ordenes religiosas educativas quieren defender en las aulas lo que están perdiendo en la sociedad con sus modos, sus maneras y su incapacidad para evolucionar, transformándolas en las Thermopilas de su fe, están en su derecho de intentarlo.
Pero que, como Leónidas y sus chicos espartanos, se costeen ellos los hoplos, los venablos y los esclavos necesarios para esa defensa absurda e imposible.
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