Hay situaciones que se antojan absurdas e irreales desde que se conocen y que alcanzan el nivel de locura cuando te das cuenta que se llevan a la práctica.
Y hoy nos desayunamos con una de esas locuras sociales que han hecho de nosotros lo que somos. Sociedades encerradas en sí mismas sin capacidad alguna de reacción, de lucha, de resistencia, ni de mejora. Que nos han abocado a una lenta y centenaria decadencia.
Bélgica aprueba por fin algo que la humanidad no debería siquiera plantearse, ni siquiera discutir. Algo que no debería caber en nuestras mentes: Ayudar a los niños a morir si así lo eligen.
Lo podrán llamar suicidio asistido a menores, eutanasia activa, sedación paliativa -definitiva, supongo, porque de la sedación uno se despierta-, pero en realidad no es otra cosa que ayudar a los niños a morir si así lo eligen.
Y en estas endemoniadas líneas podría preguntar ¿cómo hemos llegado a esto? o ¿en qué estamos pensando? o utilizar cualquier otra fórmula más retórica y diplomática para hacer la pregunta. Pero en realidad no hay retórica que cubra lo que Bélgica aprueba.
¿Es que somos idiotas?
Arrastrados por el falso mito de la libertad personal de elección como valor absoluto, nos hemos convertido en diletantes en nuestras propias vidas y sobre todo de las vidas de los otros, en paseantes que se encogen de hombros ante el sufrimiento y la desesperación y que simplemente se escudan en ese malentendido respeto de la libertad individual para ignorarlo todo y decir: "Si quiere morir, que muera, es libre de elegir".
Pero es mentira. Es una mentira tan profunda que no nos atrevemos a pensar en ella, que la disfrazamos de progreso y de ideología de defensa de la libertad porque nos da un miedo atroz reconocer que es tan falsa como lo es todo lo que damos por sentado gracias a ese impenitente individualismo egoísta que nos ha llevado a donde estamos y que parece que nos va a llevar a lugares aún peores. Empezando por Bélgica.
¡Son niños, por aquello que sea en lo que creáis aunque creáis que no creéis en nada, son niños!
No tienen libertad de elegir en qué ciudad viven, con qué familia crecen, en qué colegio estudian. Nosotros no se la concedemos. Ni pueden elegir su menú diario, no les dejamos elegir la hora de regreso a casa, no tienen libertad de tránsito sin sus padres o de entrada en ciertos sitios, o de ver determinadas películas o de consumir ciertos productos pero ¿de repente, les damos la libertad de elegir que quieren morir?
Y para más inquina y absurdo se la damos en el momento en el que menos libres son. Lo sabemos o deberíamos saberlo, pero no nos importa.
Ya ha llegado el punto de no retorno en nuestro viaje hacia la decrepitud como sociedad, hacia la decadencia como civilización, en el que con tal de no responsabilizarnos del sufrimiento ajeno, con tal de no vernos abocados a esforzarnos en evitarlo, hemos decidido ignorar lo más obvio.
Ya ha llegado el punto de no retorno en nuestro viaje hacia la decrepitud como sociedad, hacia la decadencia como civilización, en el que con tal de no responsabilizarnos del sufrimiento ajeno, con tal de no vernos abocados a esforzarnos en evitarlo, hemos decidido ignorar lo más obvio.
El dolor, el sufrimiento, la falta de horizontes, mata la mente, mata la capacidad de raciocinio, mata la libertad.
Así que, por más que el legislador belga quiera cubrir sus vergüenzas y su conciencia con la manida frase de que demuestren "capacidad de discernimiento" y que el sufrimiento "sea solamente físico, no psicológico", no lo consigue.
Así que, por más que el legislador belga quiera cubrir sus vergüenzas y su conciencia con la manida frase de que demuestren "capacidad de discernimiento" y que el sufrimiento "sea solamente físico, no psicológico", no lo consigue.
Han dado en el clavo en todo. Desde el auxiliar sanitario más abnegado hasta el torturador más cruel saben que precisamente es el dolor físico, el sufrimiento físico continuado, el que más nubla el discernimiento humano. Por eso unos intentan evitarlo antes de comenzar a curar y otros pretenden provocarlo, acentuarlo y mantenerlo para que su víctima no pueda pensar con claridad o simplemente no pueda pensar.
Y en esas circunstancias, cuando solamente se desea que el dolor pare, que el sufrimiento se detenga a cualquier precio, es cuando nosotros, miembros de esa sociedad occidental atlántica que ya no es capaz de ver más allá de sus propias necesidades, les tendemos la mano a nuestros niños y les decimos: "muy bien deja de sufrir, mátate, nosotros te ayudamos".
Y lo más triste, lo mas incomprensible, es que esa forma de ver el mundo, ese recalcitrante egoísmo patológico que nos hace llegar a esas conclusiones, parte de gentes que tendrían que tener la mente vuelta hacia otras concepciones, hacia otra forma de ver el mundo, hacia la solidaridad, hacia la ayuda a los demás, y no hacia el encogimiento de hombros social.
“Nuestra responsabilidad es permitir a todo el mundo vivir y morir con dignidad”, afirma la diputada socialista francófona Karen Lalieux, cuyo partido ha promovido este cambio legal.
¡Y se queda tan ancha!
Y para lograr eso, en lugar de clamar porque se abran los horizontes de esos niños enfermos, porque se investigue para mitigarles o eliminarles el dolor, que la sociedad se vuelque con ellos y saque el sufrimiento de sus mentes para que sean realmente libres, lo que defiende es que se les ayude a morir.
Ella, que desciende ideológicamente de aquellos que prohibieron a los nobles franceses matar a niños que nacían con malformaciones con el mismo argumento que ahora utiliza para defender que se ayude a morir a los niños enfermos, antepone su falsa obligación de defender la libertad de los niños a morir a su real responsabilidad de dar dignidad a la vida de los que sufren y tiene dolor.
Desde Danton a Marat, desde Rosseau a Rosa Luxemburgo, desde Gandhi a Steiner se revolverían en sus tumbas si vieran lo que nuestro egoísmo y nuestra indolencia están haciendo con su concepto de libertad personal.
Porque en realidad esto va de eso. Va de que no queremos escuchar los llantos de un niño que sufre, que no estamos dispuestos a dedicar tiempo ni esfuerzo personal o social en cuidar de aquellos que requerirán nuestra ayuda durante toda su vida. Va de que es mejor que desaparezcan porque suponen una molestia para nosotros, porque nos dificultan dedicarnos a ese falso Carpe Diem en el que nos hemos arrojado como sociedad y como individuos.
En realidad, nos hemos inventado el derecho a la muerte digna porque no estamos dispuestos a esforzarnos en que los que peor lo tienen para ello tengan una vida digna pese a sus sufrimientos, dolores y enfermedades.
¡Enhorabuena, ya lo hemos empezado a conseguir! ¡Ya estamos muriendo, voluntariamente, pero muriendo! Empezando por nuestros niños. Hay que estar orgulloso.
Y a quien se le ocurra mentarme a dios, la iglesia o la moral cristiana solo puedo decirle que se vuelva a leer el post o que vuelva al colegio y repita sus clases de comprensión lectora. Somos precisamente los que creemos en esta vida y solo en esta vida los que tendríamos que poner mucho más énfasis en mantenerla y dignificarla que en librarnos de ella.
Y, por más que lo repitan como un mantra, no hay muerte, ningún tipo de muerte, que dignifique la vida
Ni la de los otros, ni la nuestra.
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