Una enfermera que a mi me pareció octogenaria -aunque probablemente era una cincuentona- apoyada en el quicio de la puerta con un paquete de caramelos y una cara de esas de "por aquí no pasas, chaval". Ese es el vago recuerdo que guardo de mi vacunación contra la polio.
Fue hace tanto tiempo que puede que fuera de otra manera. Pero lo cierto es que mi memoria no incorporó los AK 47, las guerreras azules, los pantalones caquis de bolsillos, los dobles cargadores curvos y las gorras ladeadas al acervo de mis recuerdos hasta mucho después.
Por desgracia para muchos, por desgracia para el mundo, por desgracia para nosotros. Hoy, sí hoy, hay niños que crecerán con la imagen militarizada de la vacuna contra la polio, que no sabrán si lo que les salvó la vida y el futuro fue la inyección o los militares que vigilaban y patrullaban armados hasta los dientes para que pudieran poneserla.
Mientras aquí los hay que se empeñan en desmantelar la salud universal, mientras en nuestras fronteras los hay que defienden a los que quieren e intentan hacer negocio con nuestra salud en el otro extremo del mundo, ese que no nos importa y en el que no nos queremos ver reflejados, los hay que tienen que jugarse la vida y las armas para salvar a un niño de una incapacitación de por vida.
En Pakistán, en ese país que es frontera de muchas cosas y residencia permanente del miedo y la intransigencia, los locos furiosos de la yihad, los perpetuos mentirosos de las falsas profecías han decidido atacar a los equipos de vacunación contra la polio. Han decidido dinamitar una vez más el futuro de aquellos a los que dicen defender, de aquellos a los que pretenden según ellos comunicar el paraíso islámico, su peculiar visión del mismo, claro.
¿Por qué?, ¿por qué han descubierto una escondida sura coránica que prohíbe arrojar líquidos en las gargantas infantiles?, ¿por qué algún ayatolah o mulah de tres al cuarto ha decidido reinterpretar a su antojo una carta del profeta a su suegro o un discurso de un santón de la Edad Media en Damasco?
No. Se esperaría que los talibanes, esos obsesos impenitentes de una religión mal entendida, mal interpretada y arcaica, dieran una explicación de ese tipo como ya dieron antes otros fanáticos religiosos. Como determinadas sectas cristianas se niegan a las transfusiones, como determinadas ramas del catolicismo ultramontano se niegan a las terapias génicas. Pero no.
Su única excusa para ametrallar a los que intentan salvar el futuro de sus niños es que creen que están espiándolos; que, en su paranoia imposible, ven el rostro de ese monstruo ubico y multicéfalo con el que sueñan en todas sus pesadillas de poder: los servicios secretos estadounidenses.
Y si alguien podía haber llegado a creer que los talibanes de Pakistán y Afganistán tenían una base religiosa con eso la pierden; si alguien había podido pensar que su locura y su bestialidad estaba basada en un concepto de la interpretación fanática de la religión con esto puede dejar de pensarlo.
La religión no es otra cosa que la excusa. Lo que quita el sueño a los talibanes es el poder, lo que los excita y los mueve es el control.
Porque saben perfectamente que en los dos únicos países del mundo donde la polio es una mal endémico -Afganistán y Pakistán- atacar a los que intentan erradicarlo es escupir directamente sobre las tapas de El Corán.
Porque saben que Allah, si existiera, les fulminaría con un rayo por poner en riesgo a aquellos que junto con los locos son intocables en sus ordenes divinas: los niños; porque saben que Mahoma si volviera de entre los muertos los pasaría por el afilado y curvo acero de su cimitarra por anteponer sus intereses bélicos al bien colectivo de los musulmanes.
Lo saben y no les importa porque hace tiempo que utilizan la guerra santa, la falsa yihad, como cobertura de su lucha por el poder, porque hace tiempo que utilizan a su dios de excusa, a su profeta de pretexto y a su religión de vacía justificación.
Les da igual que los predicadores musulmanes se desgañiten en sus púlpitos diciendo que su dios quiere que los niños crezcan fuertes y sanos. Les importa un carajo que los clérigos, santones y estudiosos de la religión de el Corán recorran el país participando en las vacunaciones para demostrar a todos que su religión y sus preceptos no tienen nada que ver con evitar salvar la vida de los niños.
Los talibanes han decidido que dios y el paraíso anteponen la seguridad de sus operaciones terroristas a cualquier otra consideración. Que su acceso al poder es lo único que importa a ángeles y ghuls.
En realidad es lo que llevan haciendo desde el principio.
Esconden, golpean y humillan a las mujeres que tienen la desgracia de nacer en esas tierras para mantener el poder sobre ellas; lapidan a hombres y mujeres por amarse -lo han hecho hoy mismo en el vecino Afganistán- para conservar el poder sobre la sociedad; dejan morir de una enfermedad dolorosa o condenan a sus niños a secuelas de por vida por intentar ganar una guerra que les asegure el poder sobre las generaciones futuras.
No anteponen su dios a cualquier cosa, se anteponen a si mismos, sus escondites, sus objetivos políticos, sus estrategias bélicas. Ningún dios está ni ha estado nunca en la mente de los talibanes aunque lo tengan siempre en los labios y las armas.
Su único dios son ellos mismos, su poder y su victoria.
Y nosotros, los indolentes miembros del Occidente Atlántico, les hacemos constantemente el caldo gordo. Se lo hacemos porque nos empeñamos en definirles por lo que no les define. En llamarlos islamistas cuando no tienen nada que ver con el Islam, en meter a toda la religión musulmana -que es tan absurda como todas las demás, no nos engañemos- en el saco que ellos han cosido y atado para ella, porque, en nuestro gusto por la simplificación de barra de bar y comentario durante el telediario, seguimos considerándoles parte de algo a lo que nunca han pertenecido.
En nuestro miedo a todo lo que no somos nosotros ampliamos el círculo de rechazo y de repugnancia que solamente debería contener a los talibanes -y a Hamas y Hezbollah, no nos olvidemos de ellos- a todo lo que llega del mundo musulmán, a todas sus tradiciones, su cultura, sus pensamientos.
Y ese error de tomar el todo por una parte que ni siquiera es una parte les engrandece como pasa con todos los que usan una religión o una ideología como cortina de humo para se acceso y mantenimiento en el poder. Como el reproche general a los católicos romanos engrandeció a La Inquisición y los Cruzados, como el odio a lo judíos hizo fuerte al sionismo más sangriento, autoritario y radical.
Si de verdad queremos que la locura intransigente y furiosa de los talibanes no arrase el futuro de todos los que han caído bajo su férula solamente podemos tratarles como lo que son. No como fanáticos religiosos, no como miembros del mundo musulmán: simplemente como buscadores del poder a cualquier precio, incluso al precio de la salud y el futuro de sus niños.
A estas alturas han aprendido de sus seculares enemigos y actúan como los servicios secretos del gigante estadounidense. Para ellos el Allah y Mahoma son una historia preparada de la que tiran como cobertura.
Para los talibanes el Islam no es otra cosa que una Black Op, una operación encubierta.
En nosotros está disipar la cortina de humo que la cubre.
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