Acuciados como estamos por los constantes frentes que nos imponen aquellos que han decidido cambiar todo lo que somos en su propio beneficio, corremos el riesgo de dejar de prestar atención al verdadero motivo que nos ha llevado a la situación que padecemos.
No estamos como estamos -y barruntamos que vamos a estar peor- por causa de la corrupción política, la indolencia gubernamental, la avaricia financiera, la incoherencia en la administración del Estado, la irresponsabilidad en el ejercicio del poder y la intransigencia ideológica. Esos no son los motivos que nos están matando por dentro y por fuera como individuos y como sociedad.
Sin duda, son los síntomas más preocupantes, virulentos y onerosos de la enfermedad que nos aqueja y nos destruye, pero no son las causas.
La principal causa de nuestros dolores y pesares somos nosotros mismos y aún no lo hemos comprendido. Sé que esto no gusta oírlo pero es así. Llamar a la lucha contra lo que nos imponen no tiene sentido si no se llama también a la lucha contra lo que nosotros nos hemos impuesto a nosotros mismos. No se puede ganar la batalla en el primer frente si no se hace la guerra en el segundo. Aunque no nos guste reconocer nuestros errores.
Si hubiéramos hecho la travesía del desierto ético al que nos han arrojado generaciones de civilización occidental atlántica anclada y enrocada en su individualismo egoísta, en su voluntaria y malhadada confusión entre deseos y derechos, en su constante y completa elusión de la responsabilidad hacia los demás, tanto los presentes como los futuros, no nos arrojaríamos ahora a un nuevo debate, a una nueva exigencia que ahonda más en todos esos elementos.
Parece que ahora hay que debatir sobre la posibilidad de elegir a la carta el sexo de nuestros hijos. Parece que alguien ha decidido que esa es nuestra última frontera, el último obstáculo de nuestra libertad, de nuestro derecho a decidir.
Y aparte de ignorar el hecho de que ese debate lo alimentan y lo promueven las clínicas de fertilidad -la técnica genera una factura por la nada despreciable cifra de 200.000 euros-, ignoramos la parte más esencial de ese debate.
Argumentamos que tiene que ver con la libertad pero no, no tiene nada que ver con la libertad. Tiene que ver con el control. Aquellos y aquellas que defienden la necesidad de legalizar esa libre elección del sexo -o, a posteriori, de cualquier otra característica física de sus hijos e hijas- no están exigiendo que se les conceda libertad, están reclamando que se les garantice el control.
Ninguna necesidad de nuestros hijos, ninguna necesidad social, ninguna necesidad ética, queda cubierta por la elección de sexo de un vástago. Todas las necesidades que cubre ese supuesto derecho están en la mente y solo en la mente de los padres y las madres.
Y como ahora parece muy de moda escudarse en las excepciones para argumentar en los debates éticos, vaya por delante que de toda esta reflexión están excluidas de antemano las elecciones de sexo que tienen como objetivo evitar una enfermedad o un defecto congénito al niño que nace.
Hecha la salvedad, sigamos. Todo esto no tiene nada que ver libertad. Tiene que ver con la imposibilidad de aceptar la existencia del azar en nuestras vidas, es decir con el control; con la incapacidad para tolerar las frustraciones a nuestros deseos, con la creencia de que tenemos derecho a que nuestros cuentos de la lechera soñados sin tener en cuenta el azar se cumplan como oráculos necesarios del destino, es decir con la inmadurez.
Tiene que ver con ese derecho que nos hemos inventado de que los demás cubran nuestras necesidades, de usar al resto de la humanidad como peones sacrificables y utilizables en una partida de ajedrez de la que solo nosotros somos reinas y reyes y que solamente está encaminada a satisfacer nuestras necesidades por absurdas y enfermizas que estas sean. Es decir con nuestro más ancestral egoísmo.
Si defendemos esa elección del sexo como un derecho estamos defendiendo que nuestro egoísmo, nuestra inmadurez y nuestra necesidad de control son un derecho inalienable, que nuestros defectos son una marca de fábrica humana de la que no tenemos que desprendernos y que no tenemos que hacer nada para librarnos de ellos. Estamos diciendo que tenemos el derecho a ser egoístas y anteponernos a cualquier otra cosa. Justo el error que nos hacho quebrar como sociedad y como sistema y que ahora estamos padeciendo.
Y, aunque lo rechacemos de boca para afuera, sabemos que eso no es verdad. Que esa forma de pensar nos ha llevado a donde estamos. Que ese es el origen primigenio de nuestros problemas.
La defensa de esa elección nos coloca en la misma posición -menos cruenta, pero la misma al fin y a la postre- que aquellos que abandonan a las niñas en orfanatos en la lejana China porque quieren hijos varones, que aquellas matriarcas que, en los albores de la edad de hierro, sacrificaban al excedente de bebés varones, regando con su sangre las raíces de los árboles druídicos de la vida, para mantener el equilibrio, según ellas; que los nobles y reyes medievales, que se desentendían de sus hijas y las encerraban en conventos o las vendían en matrimonio para centrarse en la consecución de un heredero varón para su título y sus posesiones.
Elegir el sexo de nuestros hijos es solamente un derecho inventado para cubrir unas necesidades que son solamente nuestras y que no tienen justificación alguna en lo social, en lo ético ni en lo esencialmente humano.
Si una madre no es capaz de ser feliz con sus cinco hijos porque son todos varones y centra su felicidad en poder acunar en sus brazos una niña sencillamente tiene un problema. Un problema que se solucionará con terapia, un problema que podrá solucionarse enseñándola a aceptar el azar en su vida y demostrándole que sus cinco hijos le pueden aportar -y de hecho le estarán aportando ya, probablemente- lo mismo que la mítica niña que ha creado en su imaginación.
Si un padre es incapaz de ser feliz porque no tiene un niño al que llevar al fútbol, al que llevar al cine para ver películas de acción, lo que hay que hacer es intentar curarle de su incapacidad para soportar la frustración y enseñarle que madurar es integrar el azar en su existencia.
Si una mujer quiere tener una niña porque su androfobia no soporta la vista en su bañera de unas gónadas externas o un hombre quiere un varón porque su misoginia le hace imposible tratar con una niña, la sociedad no puede permitirse el lujo autodestructivo de reconocerle el derecho a mantenerse en sus defectos, permitiéndoles ocultarse a si mismos sus problemas de relación seleccionando el sexo de su retoños para sentirse cómodos y realizados.
¿Nos parecería lógico que no fuesen felices si su hijo no es una belleza al estilo Calvin Klein?, ¿nos parecería comprensible que fueran infelices si su hija no es un genio de la física cuántica?
La incapacidad para aceptar a tus hijos tal y como son y lo que la genética y el azar han hecho de ellos es un problema psicológico de los padres, no una imposición social. No se soluciona convirtiendo en derecho algo que no puede serlo. Se solventa con terapia, tratamiento y unas altas dosis de madurez.
¿Hemos luchado durante generaciones para sacar a los hijos de las garras del poder sus padres para esto?
¿Para esto hemos derogado los matrimonios acordados, la patria potestad absoluta que permitía golpear, violar, maltratar o humillar a los hijos sin castigo alguno, las leyes de clan que fijaban al individuo a las necesidades de sus progenitores, la sociedad estamental que te obligaba a seguir los pasos de tu familia, la obligatoriedad de obediencia a la autoridad paterna por encima de las leyes y las preferencias de los individuos?
¿Para esto hemos redactado los derechos de la infancia en oposición a los deseos ilegales de sus propios progenitores?
¿Como hemos llegado a esto, a la exigencia del control del sexo de nuestros hijos y su elección en virtud exclusiva de nuestros propios gustos y necesidades, después de recorrer todo este camino?
La respuesta es triste y sencilla. Tan triste que hace llorar, tan sencilla que enfurece cuando se comprende que siempre ha estado ahí, que siempre la hemos tenido delante de nuestras narices.
Hemos olvidado que los vástagos no pertenecen a sus progenitores, que no vienen al mundo para cumplir las expectativas y deseos de sus padres, para rellenar los espacios vacíos que su afectividad o sus carencias vitales han dejado.
Hemos olvidado que nuestros hijos no nos pertenecen, se pertenecen a sí mismos y al futuro de esa especie animal y social llamada humanidad.
Hemos olvidado de nuevo que nuestro egoísmo y nuestras necesidades no son la medida de todas las cosas, no están garantizados por Constitución alguna.
Podemos soñar y fantasear con tener una niña y ponerla un nombre sonoro y cintas y lazos, podemos soñar con tener un niño y ponerle de nombre el apellido de nuestro astro favorito del deporte y vestirle con los colores de nuestro equipo de fútbol en la cuna. A eso tenemos derecho.
Pero lo que no tenemos derecho es a ser tan inmaduros, tan infantiles, como para colocar todos los huevos de nuestra felicidad en esa cesta, como para obviar todo el resto de nuestra felicidad y no sentirnos plenamente realizados si el azar hace que el sexo de nuestro bebé frustre esas expectativas. A lo que no tenemos derecho es a exigirle, incluso antes de nacer ,que cumpla nuestras esperanzas y ensoñaciones irreales para quererle y mucho menos para tenerle. Empezando por el sexo.
Tenemos que obligarnos a crecer antes de ser padres en lugar de exigirle a la sociedad y a la ciencia que nos permitan seguir siendo niños malcriados que no están contentos si no se cumplen todos sus sueños que, en realidad, dependen de un azar que ni siquiera deberíamos plantearnos controlar porque no es necesario que lo hagamos.
No es una cuestión de ética medica, no es una cuestión de moral religiosa -de la que siempre se tira a favor y en contra en estos casos-. Es una cuestión de pura y simple madurez. Y si no lo vemos quizás seamos nosotros los que tengamos que llevar chupete.
Ningún padre y ninguna madre debería precisar controlar el sexo de sus hijos para quererles y responsabilizarse de ellos. Y aquellos que lo necesitan no es que no sean padres o madres, es que ni siquiera se comportan como adultos.
Puede que no nos guste escucharlo pero, tampoco en esto, tenemos derecho al egoísmo.
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