Hay que reconocer que este gobierno nuestro que nos arrojamos encima en la última visita que realizamos a las urnas ha conseguido algo que parecía imposible. Tras siglos de progreso en el pensamiento occidental atlántico, la corte genovesa que habita en Moncloa ha logrado un cambio de tendencia.
La incoherencia ya no es un vicio como decían los antiguos manuales de buenos comportamientos, no es un defecto del carácter como defendían los expertos en análisis de otros y divanes, ni siquiera es un escudo defensivo aceptable como justifican los múltiples libros de auto ayuda que pueblan las estanterías de nuestras librerías.
El Gobierno de Mariano Rajoy Bey ha transformado la incoherencia en un arte, un arte efímero y circense, pero un arte a la postre. La ha convertido en una suerte de funambulismo de altos vuelos que le permite hacer equilibrios sobre el abismo al que quiere arrojarnos.
Y el mejor ejemplo es como intenta aunar dos términos completamente imposibles de unificar, como son el españolismo y el liberalismo, en un ámbito que es su principal caballo de batalla: la sanidad pública o, para ser más exactos, el desmantelamiento de la sanidad pública.
Tira de españolismo de charango y pandereta para privar a los inmigrantes de la atención sanitaria básica con el argumento de impedir el turismo sanitario. Tremola la bandera roja y gualda contra ellos, como si los que vienen aquí a recoger la fresa, a vender DVDs en una manta o a cobrar en negro en cualquier trabajo que nosotros no queremos hacer -o no queríamos hasta hace unos años- vinieran a hacer turismo.
Pero luego no tiene problemas para aceptar a concurso a su privatización -externalización la llaman ellos- de la sanidad pública a una empresa puertorriqueña que prácticamente está en búsqueda y captura por el Departamento del Tesoro estadounidense y a cuyo máximo representante no le duele en prendas afirmar que "quiere entrar en este negocio porque le interesa el campo del turismo sanitario".
Se agarra la españolismo de rado y sacristía -por seguir con el poema de Machado- para justificar el mantenimiento de los capellanes hospitalarios en plenos recortes, argumentando la necesidad para todo español "del apoyo y la dignidad de aquellos que se encuentran en momentos de sufrimiento", pero se le olvida la condición de orgullosos españoles de aquellos enfermos crónicos a los que niega o reduce la medicación para ahorrar, de aquellos dependientes a los que priva de ayudas o de aquellos pensionistas a los que hace pagar por las recetas. Esos no deben necesitar apoyo y dignidad en su sufrimiento o bien no deben ser españoles.
Se mantiene en un ejercicio de equilibrio sobre el alambre de su incoherente españolismo que le sirve para justificar algunas decisiones, pero que oculta convenientemente cuando no le resulta útil sacarlo a colación. Es entonces cuando la larga vara que equilibra su caminar por el alambre de su propia falta de criterio recurre al otro concepto: al liberalismo.
Pero en eso también tropieza.
Tira de liberalismo para justificar la demolición del sistema público de salud pero luego permite apaños para evitar la concurrencia en un concurso público en el que misteriosamente cada empresa opta a la gestión de unos hospitales diferentes, algo que atenta contra los fundamentos más básicos del liberalismo económico.
Tira de viejo manual de ese liberalismo, de los beneficios de la libre competencia y de las bondades de la iniciativa privada en todo campo y sector para justificar sus privatizaciones, desde Valencia a Castilla La Mancha, desde Madrid a Galicia, pero luego utiliza cantidades ingentes de dinero público para reflotar hospitales como el del Proyecto Alzira, al que la gestión privada ha transformado en un erial, utiliza presupuestos públicos para realizar hospitales inmensos como el de Lugo -ahora paralizado- que luego serán cedidos a empresas privadas para su gestión; gasta el dinero que no tiene en remodelar centros universitarios -como el de Valencia- ahorrándole así la inversión a la Universidad Católica que luego lo gestionará como hospital psiquiátrico si es que decide hacerlo y no transformarlo en un seminario o cualquier otra cosa.
En fin que se pasa el liberalismo cuando le viene en gana por el arco de su gubernamental y genovesa entrepierna mientras lo utiliza para justificar otro tipo de acciones.
Tira del liberalismo más arcaico, superado hace casi un siglo cuando desembocó en el famoso crack del 29 en Estados Unidos y del 31 en Europa, para explicar porqué deja sin prestaciones -o las reduce drásticamente- a colectivos "no productivos" como los dependientes o los reclusos, pero lo olvida cuando se trata de crear pliegos de condiciones ad hoc para sus empresas afines, controladas por sus antiguos consejeros o sus maridos, ignorando el sacrosanto principio liberal capitalista de libre competencia y libre concurrencia y escupiendo con ello sobre las tumbas de Mill, Keynes, Friedman o cualquier liberal que se precie.
Políticos que llevan trajes de moda francesa, lucen zapatos de diseño italiano fabricados en Tailandia, viajan en coches alemanes, utilizan móviles con tecnología estadounidense fabricados en China, proyectan su imagen en pantallas de plasma coreanas, veranean en yates de fibra de vidrio fabricados en Gran Bretaña, compran a sus vástagos ropa y deportivas de marcas extrajeras confeccionadas en Bangladesh o Taiwan, se excitan con prostitutas de lujo brasileñas y rusas que lucen ropa interior diseñada en Holanda, fabricada en la India y sembrada y recogida en los algodonales africanos -esto es solamente un suponer- y guardan sus capitales de seguridad en cuentas en Suiza -esto está camino de ser mucho más que un suponer- se atreven a utilizar el rancio españolismo del imperio perdido y los tercios gloriosos para negar la condición de universal de la sanidad pública española.
Desde luego han convertido la incoherencia en un arte. Un arte que nos está costando la vida y el futuro y que les permite mantenerse en el alambre del poder como funambulistas circenses. Por lo menos hasta que decidamos por fin empujarles al abismo para evitar que ellos nos arrastren a él con su incoherencia.
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