Desde que nuestra última visita a las urnas llevara a Moncloa a sus actuales inquilinos nos llevan vendiendo una visión muy curiosa de lo que es el futuro de nuestro país.
Intentan colarnos la visión de que las generaciones jóvenes son el resultado de un precipitado químico entre el botellón y la falta de disciplina, entre la generación Nini y la acracia anti sistema más absoluta. Nos bombardean constantemente con mensajes sobre que están adoctrinados por las pérfidas huestes ideológicas de la izquierda, que no saben lo que quieren y que, por supuesto, no tienen por su juventud derecho a decidir sobre su futuro ni a cuestionar en lo más mínimo la voluntad de sus mayores que, por ende, no deber oponerse bajo ningún concepto a la voluntad de los gobernantes o sea, ellos.
Y eso se destila en todos sus mensajes. En las críticas de falta de respeto de Wert por ser abucheado -como si él hubiera respetado a los estudiantes negándose hasta en once ocasiones reunirse con diferentes colectivos de ellos-, en las veladas alusiones del ministro del Interior, que transforman al joven Alfon en un remedo moderno de Juan Oliva Mocansi, arrojando ramos bomba anarquistas ante la carroza del rey, en la lectura de panfletos por parte del director del bachillerato de Excelencia madrileño en los que se asegura que el único futuro que espera a las jóvenes españolas es quedarse embarazadas y abortar si enseñan el ombligo con sus vestimentas veraniegas.
Así que ahora José Ignacio Wert, el buque insignia de este asedio constante a la credibilidad de nuestra juventud con el único objetivo de arrojarla fuera del sistema educativo y convertirla en mano de obra semi sierva, se tiene que tragar un sapo de unas proporciones que amenazan con obstruirle el gaznate.
Su soberbia, los intereses económicos que defiende y su visión maniquea del mundo le hacen presentar un sistema de becas públicas -sobre todo universitarias- que vaciarán la universidad de pobres a menos que sean absolutamente brillantes y convertirá el derecho a una educación de calidad en un acto de caridad arbitraria por parte del Gobierno.
El hombre, con la autoestima por las nubes después de colarnos la LOCME como un hierro al rojo por salva sea la parte a fuerza de empujar con la mayoría absoluta que exhibe su partido, la presenta -por mero trámite, eso sí- ante el consejo Escolar del Estado y claro recibe el bofetón inesperado que todo individuo instalado en la superioridad suele recibir en esas circunstancias: el consejo escolar del Estado lo rechaza en su integridad.
Eso ya es malo. Pero lo hace por unanimidad. Todos, desde los estudiantes hasta los empresarios, desde los padres de la enseñanza pública hasta la patronal de los centros católicos, desde los padres católicos hasta los rectores y los profesores. Veinte de veinte le dicen que no. Aunque saben que él no les hará caso, le dicen que no. Que sus becas no valen, que no son justas, que no les sirven.
Y ya sería grave solamente eso porque es algo que no se recuerda en este país condenado a la falta de frente común en los aspectos educativos entre lo concertado y lo público, entre lo confesional y lo laico, entre lo estudiantil y lo docente -aunque esta última dicotomía es más lógica, más natural-.
Pero lo que supone un manotazo en el rostro con un guante de hierro es que la propuesta que se aprueba no parte de empresarios, de profesores o de nadie a los que Wert y su concepción de vara de avellano y revalida de la educación les confiere opinión por edad, saber y gobierno.
La propuesta que se aprueba parte de aquellos a los que el se niega a dar crédito, de aquellos a los que él ha rechazado una y otra vez como interlocutores, de aquellos a los que desprecia y caricaturiza con el botellón y los polvos fugaces en los baños de los garitos de moda: la propuesta de CANAE, de los alumnos.
La comunidad educativa, o sea la sociedad, o sea el Estado, o sea España confía en sus jóvenes hasta el punto de estar de acuerdo con el futuro que ellos quieren diseñar para este país.
Los padres católicos y laicos confían en sus vástagos, los rectores y profesores confían en sus alumnos, los empresarios confían en sus clientes. Toda España confía en sus jóvenes, en su futuro, les da voz y les apoya mientras él los despacha con una sonrisa socarrona de suficiencia y un gesto displicente de la mano.
La sociedad española reconoce el derecho de sus jóvenes a crear un futuro que no nos pertenece porque no estaremos en él. Aunque se equivoquen como pudimos equivocamos nosotros eligiendo una Transición incompleta pero pacífica en lugar de una completa pero furiosa; como se pudieron equivocar nuestros padres al lanzarse a una revolución del amor más allá de nuestras fronteras en lugar de a una menos pacifista contra el dictador que devoraba las entrañas de este país; como pudieron equivocarse nuestros abuelos al elegir un bando u otro en una guerra fratricida que nunca debió producirse.
España -que es su sociedad, no su gobierno- le da voz y voto a su juventud porque el futuro es suyo y les reconoce el derecho a construirlo antes de vivirlo. Aunque a Wert esas cosas no le gusten, aunque a sus amigos en la sombra eso le suponga tener que pagar sueldos dignos, soportar sindicatos fuertes y perder beneficios empresariales.
Por desgracia para nosotros el dictamen del Consejo Escolar del Estado no es vinculante, por desgracia para Wert eso a todos los demás, incluidos los estudiantes, nos importa un carajo. Sabemos lo que queremos y como podemos lograrlo.
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