jueves, junio 05, 2014

Cuando el PSOE cerró la tapa de su propio catafalco

Hay ocasiones en que la realidad, ese monstruo multicéfalo que se niega a plegarse a nuestras necesidades y devora una por una todas nuestras mentiras, nos obliga a recordar que somos lo que hemos decidido ser. Y sobre todo que eso coincide muy pocas veces con lo que decimos que somos.
Y eso es lo que le está pasando al Partido Socialista Obrero Español en estos días.
En pleno desastre electoral de unas proporciones mayúsculas, en plena danza de cuchillos y espaldas contra la pared apenas contenida como es en todo partido político tradicional un cambio de liderazgo, les llega la peor noticia que podía llegarles: la abdicación de un rey.
Y tienen que reaccionar de la manera en la que ningún mastodonte político que se ha acostumbrado a la inercia de un sistema casi decimonónico de cesantías puede hacer. 
Tienen que moverse cuando están acostumbrados a la indolencia opositora en espera del desgaste del rival -como hace el Partido Popular cuando se encuentra en idéntico lugar del hemiciclo-. 
Tienen que decidir cuando están habituados a que la indefinición y el nado entre dos aguas sea la forma habitual de hacer política en el esquema que han construido junto con los otros grandes partidos en España.
Les llega el momento de resolver la ahora ineludible ecuación entre ser lo que quieren ser, lo que dicen ser o lo que les conviene ser.
De aferrarse a lo que fueran sus señas de identidad o de desecharlas definitivamente en aras del mantenimiento de un sistema que casi le garantiza su regreso al poder tras una travesía del desierto más o menos larga.
Porque el PSOE mira hacia atrás y no ve nada. Porque vuelve la mirada al lugar de donde viene y solo vislumbra una bruma que le oculta todo lo que se supone que tenía que tener claro.
Uno por uno ha ido perdiendo sus atributos a lo largo de los años hasta que, pese a decir y gritar en los mítines electorales los mismos eslóganes, ya no queda nada.
Perdió su condición de socialista en ocho años de gobierno de políticas sociales de salón, destinadas a colectivos muy concretos y a lobbies electorales que no lo eran, mientras no abordaba la autentica reforma social que suponía el cambio de modelo económico sobre el que había diseñado nuestro futuro el gobierno más neocon que ha tenido España.
Se deshizo de su condición de defensa de las políticas sociales y lo decoró con leyes de gestos -como la del matrimonio gay o la reforma del aborto- que pese a ser necesarias y posiblemente beneficiosas no podían ser prioritarias sobre una reforma económica que exigía controlar la especulación rampante que campaba a sus anchas por las finanzas españolas, la burbuja inmobiliaria o cualquiera de los otros pilares de barro sobre los que se apoyaba una sociedad que ya comenzaba a tambalearse.
Intentó decorar su falta de interés por acometer una auténtica reforma social con leyes más que cuestionables -La de Violencia de Género, como principal ejemplo- que pretendían engrandecer ante nuestros ojos problemas existentes y magnificarlos para que no nos diéramos cuenta de que, mientras hablaba de políticas sociales, ese mismo gobierno estaba aprobando reformas laborales que son el germen de la precariedad que ahora padece el mercado laboral español y cuya reforma en otro sentido hubiera sido realmente una política social más allá de los gestos que realizó cara a la galería.
Así, entre el humo de una miriada de salvas disparadas para ocultar sus carencias, de un millar de fuegos de artificio lanzados al aire para ocultar sus zonas oscuras, el Partido Socialista Obrero Español desapareció, perdió la conexión consigo mismo.
Y ahora, sin líder, sin consenso, sin poder y sin seguridad -por primera vez en los últimos 30 años- de ser capaz de volver a ese poder, le llega la posibilidad de ser quien es o de intentar seguir siendo lo que le conviene ser.
Un partido que ha defendido y puesto en marcha una Ley de Memoria Histórica -desde el punto de vista menos saludable e integrador que se puede defender, por cierto-, que ha defendido sus raíces republicanas durante más de un siglo, que ha enviado a sus principales representantes a los homenajes a los militares republicanos a lo largo y ancho de toda la geografía española, que ha defendido la herencia republicana, que con toda justicia ha asignado pensiones a los militares republicanos, de repente ve como abdica un rey.
Un partido que dice defender el derecho a decidir sobre su propia vida a todos los ciudadanos en todos los ámbitos de su existencia, que ha pretendido recuperar -otra vez de forma harto desacertada, desde luego- ese periodo histórico en los libros de texto para reivindicar lo reivindicable del gobierno de la II República Española y a veces hasta lo que no lo era tanto, ahora se encuentra literalmente en un interregno propio y nacional. Se halla ante la posibilidad de mantener la única seña de identidad que mantiene con lo que fue y lo que se suponía que quería ser.
Y, como tristemente era de esperar, no la mantiene. Prefiere plegarse a sus necesidades internas, a sus dinámicas de poder, a sus expectativas de mantenimiento dentro de un sistema político diseñado por ellos y para ellos, a demostrar que es lo que siempre dijo ser: republicano.
Todo esto no significa que una república sea mejor que una monarquía, no significa que un referéndum por la república vaya a solucionar de un plumazo una economía destruida y un tejido social abocado a la miseria por la desidia indolente de sucesivos gobiernos, que solamente se han preocupado de que unos cuantos mantuvieran y engrandecieran su riqueza y no de que esa riqueza se distribuyera.
Lo único que significa es que el Partido Socialista Obrero Español después de más de cien años siendo republicano ha decidido no serlo ahora, cuando más sentido tiene serlo. Ha decidido mostrar por fin que no es ni quiere ser aquello que dice ser.
Y para rematar la faena apela a una explicación a la que no debería apelar ninguna fuerza política que se colocara el marchamo de democrática: a la responsabilidad, a la estabilidad.
Se convierte en un dictador que decide tutelar a los ciudadanos que viven bajo su mando porque ellos no están capacitados para decidir por su cuenta lo que les conviene. 
Un partido que ha hecho bandera de que nadie tutele a las mujeres en sus decisiones, a los menores en sus abortos, a los seres humanos en la elección de su tendencia sexual, ahora decide convertirse en juez tutelar de toda la ciudadanía española a la que parece considerar aún menor de edad y decidir por ellos.
Como si no fuéramos capaces de cambiar de forma de organización del Estado de forma pacífica, como si no fuéramos capaces de reflexionar sobre el tipo de Estado y representación que queremos de forma adulta, ellos deciden por nosotros.
Los autoproclamados defensores de la libertad, los que van a elegir a su nuevo líder por votaciones abiertas y secretas nos niegan al resto de los españoles la posibilidad de hacer lo mismo con respecto a la cabeza visible del Estado.
Y con eso pierden el último vestigio, ya pequeño, anquilosado y escondido desde hace años, de lo que fueron.
Eligen la estabilidad en un sistema que se está yendo a pique porque es la única tabla de salvación que ven para intentar mantener la situación que más les conviene para asegurarse su retorno al poder. Un poder que ya no podrán decir nunca, por más discursos y ponencias que aprueben en su congreso, que ejercen o pretenden ejercer en beneficio de los ciudadanos.
Yazca en su catafalco el Partido Socialista Obrero Español y que desde Pablo Iglesias -el de antaño- hasta Nicolás Redondo les recuerden lo que querían ser y lo que pudieron ser antes de decidir ser lo que son.
Es posible que ni les reconozcan.

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