En estos días, los bares están llenos de arabistas con café y sin cigarrillo; los informativos están plagados de reportajes sobre libertades y despotismos, los periodicos están repletos de columnas sobre pasados coloniales y futuros yihadistas.
En estos días, todo el mundo habla de lo árabe, opina sobre lo musulmán y diserta sobre lo magrebí. Todos hablamos de revuelta y de revolución. Pero, como suele ser habitual en muchos casos, no siempre el que habla mucho de algo es el que más lo práctica - sé que la comparación sugerida es obvia, procaz y evidente. Lo siento, no he querido evitarlo-.
Las idas y venidas de las sublevaciones y las revueltas árabes, musulmanas y magrabíes nos tienen descolocados.
Entre los rabiosos perseguidores de Ben Alí, los opositores egipcios o los detractores de Alí Abdalá Saleh en Yemen no atisbamos el verde sempiterno del Islam; entre los sospechosamente marciales partidarios de Mubarak y los, no menos sospechasamente, indolentes policías tunecinos no contemplamos pañuelos con sumnas coránicas ni vestimentas negras; entre los gritos de los estudiantes de Hammamet, de los trabajadores cairotas y de los agricultores yemeníes no escuchamos ese mantra odiado y temido en Occidente de Allahu akbar que, para nosotros, pondría las cosas de nuevo en su sitio, las haría reconocibles aunque incomprensibles.
Si, como se nos ha dicho, lo que está destrozando el mundo islámico es el yihadismo, ¿por qué no vemos lapidaciones y no escuchamos los rezos de clérigos llamando a la Guerra Santa?; si lo que está volvienda loca y poniendo rabiosa contra nosotros a esa parte del mundo es el Islam, ¿por qué no vemos en Túnez mujeres escondidas tras sus burkas, en Egipto crisitanos crucificados y en Yemen quemas de Biblias?, si lo que está haciendo a Oriente próximo y El Magreb peligrosos para lo nuestro es la amenaza islamista, ¿por qué no escuchamos mulahs llamando a la vengaza contra los odiados y odiosos cruzados en los minaretes de Qayrawan? , ¿por qué no reconocemos tropas de muyahidines enfrentándose al ejército egipcio en Alejandría?, ¿por qué no vemos fotos de ayatolahs barbudos en las manos de las gentes que protestan en las calles de Sana?
Alguien nos ha cambiado el peligro musulmán. Alguien nos ha dejado, otra vez, fuera de juego.
Y los políticos occidentales, los analistas internacionales, los gobiernos y los organismos de este mundo atlántico nuestro, se lanzan a explicar el fenómeno. Hablan de libertad, hablan de democracia, hablan de necesidad de cambio, de hartazgo por la corrupción y de gusto por el libre pensamiento. Hablan de lo que nosotros tenemos.
Hablan de gobiernos despóticos, de régimenes anquilosados y tiránicos, de administraciones nepoticas y cleptocráticas. Hablan de represión, de hostigamiento, de persecución. Hablan de todo lo que nosotros ya hemos dejado atrás.
Y así, por un momento, abrumados por las imagenes y seducidos por las palabras, llegamos a creer que todo este movimiento en el mundo árabe, todo este baño de sangre en el entorno musulmán, todo esta revolución en las tierra magrabíes, son producto de sus ganas de tener lo que nosotros ya hemos conseguido, de abandonar lo que nosotros ya hemos olvidado. Creemos que todos estos cambios les harán ser mucho más democráticos, más libres, más modernos, más occidentales -como si las revoluciones movieran los países en los mapas-. Les harán ser más como nosotros.
Y ese conocimiento tiende a dejanos tranquilos, a alejarnos fantasmas, a hacernos hablar de ello en los bares. Y ese mensaje comprendido y comprensible -¿quién no va a querer ser como nosotros?- nos hace cerrar el periódicos antes de llegar a la página treinta y cuatro, cambiar de canal antes de que el informativo presente la sección de economía.
Esa tranquilidad nos impide recordar que el principal denotante de toda revolución se mide en moneda fraccionaria.
Esa tranquilidad nos impide recordar que el principal denotante de toda revolución se mide en moneda fraccionaria.
Porque, los siglos, la épica y la mística, nos han borrado de la memoria el hecho de que Francia y los franceses no se alzaron cuando Rosseau publicó su teoría de la Separación de Poderes, no se levantaron cuando Luis XVI les quitó su libertad -que nunca habían tenido- o cuando maria Antonieta les impidió votar -concepto que desconocían-. Los franceses se alzaron por tres céntimos de sol.
Porque la teoría política, la Guerra fría y la caída del Muro del Berlín nos han quitado del pensamiento el hecho de que Rusia y los bolcheviques no se alzaron en aras de la dictadura del proletariado, no se revolucionaron cuando Lenin repartía octavillas en la puerta del Teatro de la Opera de San Petesburgo o cuando su zar Alejandro y sus cosacos les violaban a las hijas. Rusia y los rusos hicieron su revolución por cinco kopecks, medio rublo.
Porque el nacionalismo, la historia y el falso orgullo nos han hecho olvidar que hasta nuestra revolución, al española, más infructuosa y quijotesca, no comenzó por defensa de los hijos del rey, no se inció porque nos quitaran nuestros signos culturales, no arrancó porque fueramos sometidos a un monarca extranjero con tropas extranjeras. España y los españoles se alzaron por la pírrica suma de medio real de a ocho.
Como la continua afluencia de imágenes de Egipto, Yemen y Túnez y de explicaciones de occidente nos envían impresiones de cambio a las retinas y sonidos de libertad a los oídos, no llegamos a la página treinta y cuatro del periódico y no sabemos que la FAO nos dice que no hay dinero en el mundo para pagar toda la comida que necesitamos.
Como los análisis de los expertos y las declaraciones de los políticos nos hablan de ansias democratizadoras y de libertad, no aguantamos hasta la sección de economía del informativo y desconocemos que los precios de los alimentos son los más altos de la historia y eso no hay país pobre que lo soporte.
Como nuestro orgullo nos decora la historia, nuestra épica nos esconde las causas y nuestra imaginación nos diluye los motivos, ignoramos que las revoluciones, desde la francesa hasta la bolchevique, pasando por el éfimero Motín de Esquilache, no se han hecho en aras del sufragio universal, la división de poderes o de la dictadura proletaria. Han estallado por tres céntimos, cinco kopecs y medio real de a ocho. Han estallado por la subida del precio del pan, la harina y el grano.
Y todo lo que vino después, desde la fraternite hasta el comunismo, desde la separación de poderes hasta los planes quinquenales, desde el partido proletario hasta el sufragio universal, sólo buscaba una cosa: que el pan, la harina y el grano no subieran de precio y no volvieran a subir. No lo lograron, vale. Pero hay ocasiones en que la intención sí es lo que cuenta.
Todas esas circunstancias, todas esas impresiones, todos esos olvidos y todos esos saberes nos impiden descubrir que los árabes y los magrabíes no quieren ser lo que somos, no quieren tener lo que nosotros ya tenemos.
Simplemente quieren no tener lo que nosotros nunca hemos tenido y ya hemos olvidado: hambre.
No podemos llegar a la página treinta y cuatro ni a la sección de economía porque entonces quizás descubramos que su hambre es nuestra riqueza; que por debajo de los tambores de la libertad suenan los rugidos estomacales de la miseria, que acallados por los gritos de rabia del magreb y el mundo árabe, están los suspiros indiferentes y egoistas del Occidente Atlántico.
Si llegamos a esas páginas y escuchamos esas cifras quizás descubramos que no hace falta un iracundo dios mal entendido y perversamente explicacado para tomar la fuerza y el impulso necesarios para desposeer a aquellos que te roban y derribar a aquellos que te explotan.
Quizás a nosotros nos de por hacer lo mismo que los tunecinos, los egipcios, los yemeníes y los que vendrán detrás. Aunque seamos democráticos, aunque seamos cicvilizados. Aunque no pasemos hambre.
Por eso nuestros gobiernos mantienen controlado el precio de los productos de primera necesidad. Por eso la inmensa mayoría de nosotros no recordamos un solo día en nuestra vida en el que no tuvieramos nada que llevarnos a la boca. Por eso lo necesario sigue estándo barato.
Y por eso lo importante, aquello que, en nuestra indolencia y nuestro egoismo, consideramos importante sigue estando fácil y perpetuamente a nuestro alcance. Por eso el sexo, la televisión y el ego siguen siendo gratuitos -casi siempre-.
El recuerdo de Francia, Rusia, España y todos los que fueron y la vista de Egipto, Túnez, Yemen y los que llegarán, hace que, para nuestros gobiernos y nuestros gobernantes, eso sea una cuestión de superviencia. La suya, no la nuestra.
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