Hay muchas formas de desayunar y la que me ha tocado hoy es cuando menos sorprendente.
Hoy me he desayunado con la noticia de que hay tres individuos de mentes aceradas y conocimientos científicos enciclopédicos que se dedican en California a investigar como activar y desactivar la agresividad, iluminando algunas partes del cerebro con un rayo.
No es que me sorprenda que se practique en los soleados dominios de Gobernator, allá en los lejanos Estados Unidos; no es que me maraville que hayan sido ya capaces de realizar parcialmente ese proceso en ratones -cada vez que leo algo sobre experimentos con ratones me viene a la memoria esa mítica pieza literaria llamada Flores Para Argernón, cosas mías-.
Lo que me resulta inquietante es que se sepa que tres científicos están descubriendo la forma de desconectar la agresividad del cerebro humano y medio planeta lo celebre, pensando en La Naranja Mecánica en lugar de indignarse recordando Un Mundo Feliz.
Lo que me preocupa es que seamos más de Burguess que de Huxley.
Porque inmediatamente todo el mundo comienza a hablar del control de los violentos, de la posibilidad de volverlos personas "normales", de lo maravilloso que sería poner fin al acoso escolar, al racismo, a las peleas callejeras y por supuesto, en primer lugar, a la violencia de género.
Y todo el mundo olvida o parece olvidar un hecho que resulta fundamental y que, pese a nuestro egocentrismo y nuestra incapacidad de percibir nuestra propia naturaleza, no deberíamos pasar por alto: eliminar la agresividad de un ser humano es eliminar al ser humano en si mismo.
Quitarle a un individuo -o "individua"- sus rasgos de agresividad supone convertirle en algo o alguien que no es humano. Puede que sea mas pacífico, más manejable y menos peligroso o peligrosa. Pero no es humano.
Y utilizo, algo poco habitual en mi prosa, la dicotomía de sexos -de género, que dirían algunas-en el párrafo anterior, porque ya las hay que han comenzado a interpretar estos experimentos como algo que no se puede aplicar a la parte femenina de la especie. De ninguna especie, ya que, según ellas, por todos es sabido que la agresividad animal es algo sólo achacable al sexo masculino.
Me limitaré a recordarles, antes de seguir adelante, que en la mayoría de las especies de depredadores es la hembra la que caza para las crías (agresividad predatoria), es la hembra la que las defiende (agresividad antipredatoria); que en la mayoría de las especies de rumiantes, las hembras compiten de manera agresiva por aparearse por el macho dominante de la manada (agresividad sexual); que tanto en herbíboros como en predadores las hembras participan en la defensa de los pastos y de la caza y compiten entre ellas por lograr los mejores alimentos para ellas y para sus crías (agresividad territorial); que son las encargadas de defender los nidos y las madrigueras. Es decir, que son tan agresivas y recurren tanto a ese elemento como los machos.
Se puede ser feminista, pero para hablar de animales hay que saber de qué se está hablando. Y, si se tercia, leer a Humbold y Conrad Lorenz, aunque sean hombres. O incluso a Dian Fossey, que es mujer.
Hecha esta salvedad, prosigo con el verdadero motivo de mi desazón: ese gusto humano y actual que esta investigación demuestra por restar a los seres humanos un elemento de su propia naturaleza.
Y ahora es cuando se me echan encima y me dicen que la agresividad es perjudicial, que genera violencia, que sólo seremos plenamente humanos si la erradicamos, si la eliminamos de nuestra base genética -si es que está allí- y de nuestro cerebro -donde seguro que está-.
Y ahora es cuando me veo obligado a recordar que somos humanos. No somos el Emilio, ese buen salvaje de Rosseau, Somos humanos y somos agresivos. Y es nuestra responsabilidad aprender a vivir con ello.
¿Eso es malo? Como diría Conrand Lorenz, ha sido el puritanismo y la desidia lo que ha transformado la agresividad en un "pretendido mal". Ha sido nuestro gusto por deshacernos de aquello que nos molesta, que nos exige esfuerzo y concentración lo que ha originado que veamos la agresividad como un problema, como un elemento cercenable de nuestro cerebro y de nuestra existencia.
¿Suena raro? No lo es.
Gracias a la agresividad de unos pocos hace unos siglos, ahora todos trabajamos ocho horas al día, gracias a la agresividad de unos pocos no somos esclavos, no somos siervos, tenemos derechos individuales y colectivos.
Gracias a la agresividad de unos pocos -o de unos muchos- la Plaza de La Liberación de El Cairo está llena día y noche, las calles de la capital de Túnez han dejado de ser el feudo de Ben Ali, los sindicatos franceses colocaron contra las cuerdas a un gobierno que, sin agresividad ninguna, había sido marcadamente injusto en sus leyes y sus normas, los estudiantes británicos acorralaron a su gobierno por imponerles unas tasas abusivas y elitistas.
Gracias a la agresividad sacamos adelante el día a día de nuestras vidas. Porque la resistencia ante lo injusto -colectiva o individualmente- también es agresividad, porque el afán de superación también es agresividad, porque esa, tan reclamada y renombrada, competitividad, que debe organizar nuestros horizontes profesionales -según se dice-, también es agresividad.
Porque sacar fuerzas de flaqueza es agresividad, porque remar contra viento y marea es agresividad, porque plantar cara a la adversidad es agresividad. Porque todos esos tópicos y lugares comunes que forman parte de lo que hace o puede estar obligado a hacer un ser humano para vivir, más allá de la supervivencia, necesitan, precisan y exigen agresividad.
Porque, por más idílico que queramos pintarlo, lo opuesto a la agresividad no es la paz ni la bondad, es simple y llanamente la mansedumbre.
Y en eso es lo que nos convertiría el rayito de marras que están diseñando los científicos californianos -con toda su buena fe, supongo y todo su espíritu competitivo agresivo en busca del Nobel, imagino-.
Los principales beneficiados de la posibilidad de cercenar la agresividad de nuestro hipotálamo no serán los seres humanos acosados, los maltratados o los violados. Serán los Mubarak, los Ben Ali, los LePenn, los Chávez, Los Grupos de Davos que están ahora y que quedan por llegar a lo largo de la historia.
Y el mundo será de Aldous Huxley. Será feliz. Lo será con cualquier cosa que le den o le hagan porque será manso. Porque habrá perdido los mecanismos para enfrentarse a la injusticia. Y, en contra de la máxima evangélica: los mansos perderán la Tierra. La tierra y la libertad.
Y aún muchos dirán que el rayo californiano está bien si solamente se aplica a los psicópatas, a los maltratadores, a las maltratadoras, o aquellos y aquellas que acosan, persiguen o hacen daño. Y ciertamente puede parecer una solución.
Y se antoja un proceder limpio y ciertamente indoloro pero, por decirlo de alguna manera, no estaría dentro de lo que debería ser el "modo humano" de hacer las cosas.
Tirar de rayo "desagresivizador" -el desagresivizador que los desagresivice, buen desagresivizador será-, es lo mismo que tirar de pastilla en la depresión, de llanto en la crítica, de desmayo en la vergüenza, de puñetazo en la discusión, de borrachera en la contrariedad, o de cocaína en el cansancio.
Es eludir el problema, es buscar la solución que nos permita saber que no tenemos que preocuparnos ni que esforzarnos para controlar, encauzar y encaminar nuestra agresividad como individuos y como sociedad.
El gusto por ver esos desarrollos científicos como soluciones a los problemas es, simplemente, el producto de nuestro más puro egoísmo irresponsable.
La consecuencia de esa necesidad que tenemos, en este mundo atlántico nuestro, de que nadie nos pueda exigir que participemos en algo que no redunda en nuestro inmediato beneficio -si puede ser económico o sexual, mejor-, aunque sea necesario para el bien común.
Porque el único modo alternativo al rayo de California para controlar y encaminar la agresividad es un clásico: la educación.
Y en eso tenemos que participar todos. Todos tenemos que generar los modelos; todos tenemos que ser coherentes con ellos; todos tenemos que responsabilizarnos de usar nuestra agresividad de forma constructiva -la mayor parte de las veces- y de forma destructiva, sólo cuando la injusticia colectiva y objetiva lo requiere.
Y eso nos obliga a no discutir a gritos en los mercados, a no insultar a voces en los campos de fútbol, a no clavar puñales por la espalda en las oficinas o los despachos, a no insultar en nuestras casas, a no pelear en los bares, a no despellejar en los cafés, a no maldecir en los atascos, a no amenazar en las manifestaciones, a no conspirar en los pasillos, a no saltarnos los semáforos, a no cruzar en rojo...
Es demasiado esfuerzo sólo para que otros no caigan en el acoso, el maltrato o la más absoluta psicopatía. Porque la educación nos obliga a ponernos el mono de trabajo y no quitárnoslo nunca y el rayito de Algernon no.
Es el mismo egoísmo social y personal que hace que recetemos Lexatín en lugar de enseñar a no deprimirse; que tiremos de asentimiento, palmadita en el hombro y catarsis lacrimógena en lugar de enseñar a asumir las críticas y el cambio que esas críticas proponen; que recurramos a compañías de blindaje contra multas en lugar de enseñar que las normas de circulación están para cumplirse.
Es la misma irresponsabilidad que nos hace preferir soluciones farmaceúticas a todo, que no requieren esfuerzo alguno, en lugar de soluciones educativas, que precisan el constante trabajo y compromiso de todos.
Por eso nos gusta el rayo desagresivizador de California. ¡Qué se aplique a quien se tenga que aplicar y a mí que no me molesten! ¡Qué yo tengo que ocuparme de lo mio! Es la solución perfecta. Como el Orfidal, como DeMultas. Como los Clinex.
Pero olvidamos que en La Naranja Mecánica de Burgess el rayo falla y olvidamos que el rayo de California también puede aumentar la agresividad en lugar de cercenarla. Olvidamos que, de un modo o de otro, la luz de ese rayo ilumina solamente el mundo de Aldous Huxley.
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