Durante unos días, otros trabajos y otros pensamientos me han alejado de estas endemoniadas líneas. Y vuelvo a ellas para encontrarme otro país en llamas, otro enclave magrebí ardiendo por los cuatro costados, otro estado musulmán muriendo y matando.
Ahora le toca Libia. La que, hasta ahora, era la Libia de Muhamar el Gadaffi.
Durante años, Occidente miró a Gadaffi con miedo. Era el sustentador de gran parte del terrorismo que asolaba Europa; era el sostenedor de guerras en África y el mantenedor de la capacidad de resistencia armada de ese molesto grano en la baja espalda de Israel que se empeñaba en ser Palestina.
Y que Occidente, esa civilización atlántica que sólo se respeta parcialmente a si misma, te tenga miedo significa que te respeta. Que, de alguna manera, te considera uno de los suyos.
Y no es para menos. Ahora Gadaffi bombardea a su pueblo desde el aire, le ametralla y le diezma. A algunos les parece increíble que aquel del que, pese a todo, se decía que tenía la visión del poder y del gobierno más moderna del Magreb -aunque equivocada, claro. Todo lo que se nos opone está equivocado- recurra a los métodos más sangrientos y primitivos para reprimir una revuelta irreprimible.
Pero no es extraño. Las revueltas en Túnez y en Egipto han triunfado porque sus pueblos son como una vez fuimos nosotros. La de Libia es un baño de sangre porque su gobernante es, en mucho, como nosotros, sus seculares enemigos, somos ahora mismo.
Desde que accediera al poder en 1969, Muhamar puso en marcha un sistema de gobierno basado en la revolución. En discursos infinitos alardeaba de la capacidad revolucionaria de su pueblo; en un inglés perfecto ante la ONU exhortaba a sus gentes a una constante vigilancia contra el imperialismo, en un francés de La Sorbona, aseguraba entre lágrimas que los libios eran el pueblo más sabio de La Tierra.
Gadaffí envió a los mejores de los hijos del Gran Erg a las mejores universidades de Francia e Inglaterra; pagó con el dinero del petróleo del pueblo a las mejores mentes mercenarias del mundo para que le aportaran los conocimientos bélicos y diplomáticos más avanzados. Gadaffí se empeñó en crear un pueblo que supiera luchar porque él sabía hacerlo, en un país que supiera pensar porque él había aprendido a hacerlo.
Pero llegó un día en el que el revolucionario dictador libio, amigo de frases crípticas y amenazas proféticas, dejo de pensar y pretendió que su pueblo dejara de hacerlo con él. Creyó que porque él había cambiado de visión, los demás debían de cambiar de visión con él. Pensó que por el simple hecho de que él dejara de pensar los demás tenían que dejar de hacerlo. Se volvió como nosotros.
Y ahora, cuando ese espíritu revolucionario que él amaba de su pueblo, se vuelve contra él, lo rechaza, lo condena, se permite el lujo de olvidar que fue lo que le llevó al poder.
Ahora, cuando esa capacidad de pensamiento, que él alentó con becas en Oxford y La Sorbona, le recuerda que el gobierno está sometido a escrutinio del pueblo, que el imperialismo es perverso aunque sea doméstico, la bombardea y la ametralla.
Comete el occidental error de creer que el libre pensamiento solamente es aceptable cuando lleva a las conclusiones que nosotros queremos que llegue y no cuando llega a las contrarias. Que si nuestros procesos mentales nos han llevado a una conclusión, los de todos los demás están obligados a llegar a una conclusión idéntica. Y, si no es así, nosotros siempre tenemos razón.
Gadaffi siembra de bombas el suelo de Trípoli porque no se responsabiliza de su cambio y de la incoherencia que este supone para aquellos que lo observan. Para aquellos que, en otro tiempo, eran amados por él por su capacidad para pensar, para oponerse a lo establecido.
Porque recurre al error, aprendido con toda seguridad en París o en Londres, de responsabilizar de sus acciones a hechos exteriores, a circunstancias vitales, al azar o a la necesidad.
Porque hace ver que los culpables de todo son aquellos que le arrebataron a sus hijas con una bomba inteligente arrojada en el centro mismo de su patio doméstico.
Porque permite que sus procesos personales de conversión mesiánica se antepongan a todo, ya que eso es lo que él necesita para sobrevivir.
Porque exige que esas circunstancias suyas se transformen en el nuevo paradigma axiomático por el que se rige el pensamiento de los demás.
Porque, como hacemos muchos en el mundo contra el que Gadaffi se enfrentó y del que aprendió, exigimos que los demás acepten lo que somos sin estar dispuestos a aceptar lo que los otros son y quieren que seamos. Porque nos creemos en el derecho de solicitar -e incluso exigir- que los demás acepten nuestras propuestas sin contrastarlas, cuando nosotros no estamos dispuestos a someterlas a crítica ninguna.
Porque, como sus enemigos de allende los mares, Gadaffi se ha convertido en un hijo del "todo o nada", del "conmigo o contra mí", del "sí o no". Porque es incapaz de admitir un "sí pero..."
En estos días, en los que la revolución y el pensamiento que el prócer libio alentó y amó en su pueblo mientras les conducían a las mismas conclusiones que a las que él había llegado, Muhamar el Gadaffi recurre a soldados de fortuna africanos para mantener su forma de ver Libia y el mundo porque ha confundido la lealtad y la amistad con el reiterado acto de dar palmadas en la espalda y susurrar al oído "¡qué razón tienes!", "¡cuánto sufres!", "¡qué perversos y miserables son aquellos que se te oponen!".
Abomina de aquellos que siempre estuvieron a su lado porque le dicen que no puede hacerse caso solamente a sí mismo, que debe escuchar a los que piensan de otro modo. Porque quiere olvidar que él, en otro tiempo, les admiró y alabó por pensar, porque quiere ignorar que debe estar dispuesto a aceptar algunas de sus premisas.
No le importa cambiar la voz de aquellos que le dicen que no pueden seguir con él si no acepta unos mínimos previos por el asentimiento más mentiroso de tropas mercenarias, siempre y cuando acepten de acuerdo con su visión del mundo sin poner pegas, sin cortapisas.
Ben Alí fue el Alí Babá que huye con sus cuarenta ladrones en la noche cuando se da cuenta de lo difícil que se ha hecho seguir robando. Mubarak es el infantil Visir Jaffar que escapa en mitad del día cuando se da cuenta que el miedo y las alianzas secretas ya no son un arma al que pueda recurrir. Pero Gadaffi es un grupi. Un grupi mesiánico y con bombas, pero un grupi. Es como nosotros, como nosotros queremos ser, como nosotros creemos que tenemos que ser.
Es alguien que pretende que todo el mundo acepte sus cambios sin cuestionarlos, sin ponerlos en duda, sin ni siquiera tener que mostrarlos o explicarlos. Alguien que exige que todos aquellos que le rodean le acepten como es, sin estar dispuesto a hacer lo mismo por los ellos.
Alguien que pretende que nada de lo dicho, de lo defendido, de lo amado y de lo odiado es recordable, es válido, por el simple hecho de que ha decidido cambiar de avatar, de representación vital, en su existencia. Porque ahora es un mártil y no un revolucionario. Porque ahora es un padre doliente y no un financiador de grupos armados. Porque ahora es un mesías y no un gobernante.
Alguién que no es capaz de asimilar las reflexiones de los demás si no si no llegan a idénticas conclusiones que las suyas y que cree que se deben asumir sus actos y sus motivaciones como inevitables, simplemente por el hecho de que son suyos y, siempre y por encima de todo, está su yo incuestionable e incuestionado.
Gadaffí bombardea Trípoli y ametralla y pierde Tobruk -la del mítico taxi cinematográfico- porque es incapaz de jugar a ningún juego si él no pone las reglas.
Gadaffí arroja misiles al pueblo que él creó, se bombardea a sí mismo, porque es como nosotros somos en este momento de la historia. Con mas poder militar, más locura egocéntrica, más mesianismo de jaima desértica y más medievalismo de martirologio victimista, pero como nosotros. Incapaces de incorporar en el juego de nuestras vidas las reglas de otros. Ni siquiera sumándolas a las nuestras.
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