Mientras el gobierno y la oposición de este país se empeñan en congelar el tiempo de nuestra historia, intentando impedir la evolución democrática necesaria en Euskadi al tiempo que intentan que se revise la condena de Miguel Hernandez -como si al poeta muerto le importara lo más mínimo su memoria-, el mundo cambia.
Mientras nuestros políticos más cercanos se enredan en lo que más les gusta, que es, a la sazón, arrojarse los trapos sucios de sus respectivas metidas de mano en la caja pública, el mundo sigue cambiando. El mundo que está vivo, por lo menos.
Y ahora le toca el turno a Bahréin.
Casi no nos enteramos a tiempo de los motivos de Túnez y tardamos en comperender las circunstancias de Egipto. Pero lo que ocurre en el Reíno de Bahreín nos demuestra que somos incapaces de entender lo que está ocurriendo en el mundo, que no vamos a comprenderlo en mucho tiempo. Que no podemos enfrentarnos a ello.
La historia es movimiento y nosotros, el mundo occidental atlántico, permanecemos eternamente quietos como en una fotografia familiar, como en una cápsula criogénica. Como en una esquela mortuoria.
Bahréin estalla en una nueva revolución, la enésima en el mundo árabe. Y los esquemas se nos rompen, se nos deshacen. Y los lugares comunes se nos vuelven oscuros.
No tenemos nada a lo que recurrir para interpretar, en los treinta segundos que le dedicamos en el telediario, lo que pasa . No podemos echar mano de nada para explicar, en la media página del periódico que usamos para ello, por qué está pasando.
Porque Occidente hace mucho tiempo que ha recuperado ese impulso maniqueo que nadie -ni siquiera el más potente aparato eclesial de varios siglos de duración- logró arrancar de su inconsciente colectivo. Porque nos hemos vuelto a convertir al arrianismo y, en esa recuperada profesión de fé de los dos poderes enfrentados, no sabemos quiénes son los buenos y quiénes los malos. Y necesitamos saberlo.
En Bahréin un gobierno suní aplasta una incipiente revolución con tanques, disparos y vehículos pesados. Y los que piden justicia y libertad son los chiíes. Entonces los sunís son los malos y los chiíes los buenos. La cosa va bien.
Pero, de repente, la referencia crece, se contempla en su conjunto. Aparecen Irak, Irán, Yemen, Argelia, Marruecos, Jordania, Siria y todo comienza a volverse turbio. La película se nos lía, el argumento se nos pierde. El relato y el momento histórico se nos desdibujan.La cosa se nos complica.
Deja de ser una cinta de acción de Hollywood, con sus buenos y sus malos, cada uno a un lado de la arriana línea del poder, para empezar a ser un culebrón venezolano, en el que nadie es bueno ni malo, sino exactemente eso mismo y todo lo contrario.
En Irak, los sunís son el gobierno que lucha contra la insurgencia chiíta, que pone bombas en los mercados; en Túnez, no sabemos quienes son chiíes y suníes, porque ambos combaten a un gobierno laico; en Egipto, son los chiíes los que capitalizan la transición política y forman parte de la revolución, en Iran, un gobierno de ayatolas chiíes aplasta la revuelta que los estudiantes suníes levantan en las calles de Teherán; en Libia, suníes y chiíes se levantan contra un gobierno en el que Gadaffi tiene a suníes y chiíes; en Argelia los chiíes ganaron las elecciones y ahora protagonizan la revuelta porque no les dejaron gobernar los militares, que pusieron un gobierno títere suní; en Marruecos todos son salifítas y se levantan contra un monarca salafí. En Yemen los suníes vuelven a ser el gobierno que aplasta a los chiíes y se niega a desalojar el poder.
En fin, que nos volvemos a aquellos que tienen que darnos las respuestas -porque nosotros hemos declinado hace tiempo la responsabilidad de pensar por nuestra cuenta en estos asuntos, que no nos afectan a las carteras ni a las gónadas- y preguntamos ¿quiénes son los malos?, ¿quiénes son los buenos?, ¿quiénes tienen razón?
Y el eco del silencio nos responde porque el poder occidental no lo sabe, no puede saberlo. El guión de maldad y bondad que el mundo atlántico dibujó minetras el Sha de persía era barrido de su trono y mientras la embajada de Estados Unidos en Irán era secuestrada se ha emborronado, se ha enredado. Ya no sirve.
Occidente decidió que el chiísmo era integrista y peligroso y el sunismo era un mal -siempre un mal- necesario y utilizable. Y por eso apoyó al, ahora llamado monstruo, Sadam Husein en la guerra contra los ayatolas iraníes; por eso se alío y alimentó de orgullo, dinero y cobertura a las monarquías petrolíferas de Arabia Saudí, de Yemen, de Bahréin y los despotismos encubiertos de Egipto, de Tunéz.
Por eso impidió que el GIA accediera al poder en Argelia, por eso permitío un golpe militar en Turquía. Por eso ignoró a Marruecos y permitió que Gadaffi se mantuviera en el poder, pese a haber sido tratado durante una década como el enemigo número uno de Estados Unidos. Todo vale contra el malvado.
Y todo eso dejó de servir cuando Sadam les dió la espalda; se mostró inútil cuando Bin Laden tiró abajo las Torres Gemelas, es antojó absurdo cuando los talibanes salieron de las cuevas de Kandahar para someter a un país al terror religioso; cuando el gobierno irakí permitío el aumento de la cristianofobia, cuando los monarcas saudíes recuperaron los juicios de la Sharia y la monarquía jordana se transformó en el refugio de los perseguidos religiosos de la zona.
Los que ejercen el poder en el Occidente Atlántico no pueden contestar a nuestra desesperada cuestión sobre el bien y el mal porque, en el fondo, saben que todo lo que ocurre es producto del diseño que, en su ataque de providencia divina, idearon para esa parte del mundo. Por acción o por reacción todos los gobiernos de la zona, todos los gobiernos árabes, magrabíes y musulmanes son producto de los manejos, los proyectos y los deseos de los grandes centros de poder occidental.
Así que la respuesta es sencilla: ¿quiénes son los malos? Nosotros. Al menos parcialmente.
El mundo árabe se mueve y se seguirá moviendo, ajeno a nuestras necesidades, inasequible a nuestros miedos, impermeable a nuestras divisiones maniqueas que servían para que nos lo explicasen los telediarios y los periódicos. Y nosotros veremos lo ocurre pero seremos incapaces de saber por qué está ocurriendo.
Porque ya no hay buenos y ya no hay malos. Porque ya no hay amigos y no hay enemigos. Porque esa parte del mundo -del mismo modo que el oriente más lejano- ya no nos mira y nosotros la miramos, pero no podemos verla en su totalidad ni en su esencia. Porque ya no respetan nuestros ritmos, nuestras pausas. Porque ya no se mueven según nuestros comandos y nuestras necesidades.
Porque ya no quieren ser nosotros y nosotros hace tiempo que hemos renunciado a ser algo distinto de lo que somos. Porque ellos cambian y nosotros necesitamos toda nuestra energía sólo para permanecer. Porque ellos han descubierto que la historia no es una fotografía. Es un vídeo de imagen en movimiento. Ahora saben que no moverse no es la mejor manera de salir en la foto de la historia.
Porque ya no quieren ser los buenos o los malos. Porque les hemos contagiado nuestro maniqueismo arriano y ven el mundo dividido entre ellos y nosotros. Y, ahora, quieren ser ellos. Y eso nos da mucho miedo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario