Quince mil no es un número alto. No lo
parece cuando nos movemos cada día en cifras mareantes de cientos de miles de
millones de dineros rescatadores que nos llegan y no vemos, de miles de
millones que nos faltan y no encontramos o no buscamos en las cuentas cifradas
adecuadas.
Cien mil millones no nos bastan para
rescatarnos y treinta mil millones no son suficientes para cuadrar nuestros
déficits varios, contumaces y reiterados. Así que quince mil, unos simples
quince mil, no deben ser importantes en exceso.
Y mucho menos han de serlo cuando no
tienen nada que ver con nuestras finanzas, nuestros dineros, nuestros ingresos
o nuestros gastos. Mucho menos cuando esa cifra nos llega del otro extremo del
mundo y no va acompañada de signo monetario alguno.
Quince mil no es una cifra relevante
porque creemos que no tiene que ver con nosotros. Que nombres como Homs,
Palmira, Hula o Al Qubeir están en un mundo en el que nada se nos ha perdido. Quince
mil no es importante cuando son sirios. Aunque sea una lista de cadáveres.
Y no es que estemos fuera del radar
solidario que el Occidente Atlántico enciende normalmente en estos casos de
guerras lejanas y conflictos desequilibrados en los que la fuerza y el poder
destruyen y cercenan las posibilidades de un pueblo; no es que seamos
insensibles y no nos importen las muertes de quince mil personas, las
salvajadas de un tirano marioneta de nuevos titiriteros que antes lo fuera
nuestro. No es que no seamos sensibles a la locura y la rabia asesina que Bachad
El Asad ha desatado en el epicentro del otrora orgulloso califato.
Simplemente creemos y pensamos -la
mayoría de nosotros con una genuina sinceridad que roza la inocencia- que
bastante tenemos con lo nuestro, que no estamos en condiciones de preocuparnos
por Siria porque bastante tenemos con lo que estamos intentando capear en
nuestras fronteras occidentales. Pensamos que, recurriendo al tradicionalmente soez dicho
popular, no tenemos el coño pá ruidos.
Así que protestamos un poco, nos
indignamos dentro de lo que cabe, enviamos un hashtag de Twitter con la foto
de unos niños masacrados y seguimos en la que consideramos mucho más
importante y perentoria lucha por nuestra propia supervivencia individual
-siempre individual, por supuesto, nunca colectiva-.
Y como es costumbre en nosotros nos
equivocamos. Porque esos quince mil tienen mucho más que ver con nuestro futuro
que los cien mil millones que veremos pasar de la cámara acorazada de los
bancos teutones y franceses a los españoles.
Esos quince mil muertos en Siria, esa
guerra civil que siempre lo fue pero que ahora reconocemos, marcarán y están
marcando nuestra historia futura mucho más que cualquier rescate, cualquier
recorte social o cualquier déficit contenido o incontenible.
Porque los quince mil de Siria -y los
que están por llegar, me temo- son las víctimas y las bajas de la última guerra
del Occidente Atlántico. La primera en la que tiene serias posibilidades de
salir definitivamente derrotada.
Lo que se dirime en las calles de
Damasco en las colinas sirias y en las ciudades perdidas y reconquistadas por
el poderío militar de El Asad no es una querella entre un dictador loco y
enfermo de poder y un puñado de kurdos e islamistas que quieren o ser
independientes o instaurar sus ritos religiosos en el gobierno.
Lo que se dirime en el incendiado
califato es nuestro futuro como civilización hegemónica en el mundo, es la rotación
de cultivos del poder que puede colocar a Occidente en barbecho quizás por
mucho tiempo.
Damasco es Saigón y Siria es
Vietnam.
Pero en esta ocasión no bastará con
que nos retiremos con el rabo entre las piernas, nos lamamos las heridas,
descubramos el síndrome de estres post traumático, hagamos catarsis y sigamos a
lo nuestro. Esta vez nos caeremos con todo el equipo.
Porque las calles de Damasco u Homs
son el escenario que se ha elegido para que las nuevas potencias presenten su
candidatura a centros de poder en el mundo. Los campos de Al Qubeir son el
backstage de la escenografía que han montado los nuevos países fuertes del
globo para tomar posesión del orbe.
Los quince mil muertos sirios son los
espectadores mudos y sangrientos de un conflicto que no tiene nada que ver con
El Asad, los yihadistas o la resistencia democrática siria. Son producto de una
guerra que nunca quisimos librar porque nunca creímos que fuera necesaria.
Nuestra guerra por la prevalencia mundial.
Desde la caída del muro de Berlín y el
supuesto final de la Guerra Fría se suponía que el Occidente Atlántico era la
hegemonía incontestable del planeta. Nadie tenía capacidad para oponerse a esa
suerte de gendarmería mundial heredada del concepto napoleónico de revolución
que ejecutábamos -principalmente a través de Estados Unidos- sobre el planeta.
Y ahora llega Siria y eso no funciona.
Rusia y China entran en juego,
utilizan las reglas internacionales que inventamos contra ellos hace casi medio
siglo, aprovechan los resquicios por los que nosotros nos colamos durante
años y nos declaran la guerra. Otra guerra fría para nosotros, pero ardiente y
sangrienta para los sirios.
Hace poco más de una década hubiera
resultado inconcebible que Estados Unidos se mantuviera parado por algo tan
nimio como el veto de Rusia y China, un clásico del Consejo de Seguridad de la
ONU cada vez que los estadounidenses proponen algo, aunque sea cambiar el
nombre de una calle.
Estados Unidos envío un ejército de
300.000 hombres a Irak e ignoró el veto ruso, colocó otro de 50.000 en Afganistán
y pasó del veto Chino, lleva años ignorando los vetos a cualquier acción
militar propia o de sus aliados en el Consejo de Seguridad. Somalia, Eritrea,
Libia, Pakistán, Líbano.
Pero de repente no lo hace. De repente
protesta, grita, patalea, se queja y protesta pero no envía un par de
divisiones acorazadas y unos cuantos portaviones con nombre de presidente para
poner orden en el califato.
Rusia tiene un mercado armamentístico
tan grande en África, el mundo árabe e incluso Europa que la pérdida del
mercado sirio sería un contra tiempo pero tampoco un desastre. Podría haber
empezado a armar a los rebeldes -como hizo bajo cuerda en Libia- para
asegurarse que venciera quien venciera seguiría manteniendo el cliente pero no
lo hace. Se limita a dar un puñetazo en la mesa y decir que en esto las cosas
se van a hacer como La Madre Rusia quiere que se hagan
China podría haber hecho lo mismo con
el petróleo -de nuevo imitando su posición en Libia-. Tiene en Irán y Venezuela
proveedores estables y prácticamente infinitos de crudo. Podría haber buscado
una posición más contemporizadora como solía hacer, dejando claro que los
gobiernos son soberanos -lo que para ellos significa que los tiranos tienen
derecho a hacer lo que les venga en gana con sus pueblos- y dejarlo pasar. Pero
no lo hace. Se limita a colocar los pies encima de la mesa y retreparse en su
sillón del Consejo de Seguridad de la ONU y lanzar el mensaje de que no dejara
mover un dedo hasta que las cosas no funcionen como el ancestral Imperio del
Dragón quiere que funcionen.
Y nosotros no podemos hacer nada.
Por primera vez desde la Operación
Dynamo, por primera vez desde que se quebrara la Línea Mallinot o desde la
caída de Leningrado. No podemos hacer nada.
Porque hacerlo es romper nuestras
normas y arriesgarnos a la respuesta y represalia de aquellos que tienen en su
mano nuestro suministro de gas, nuestra energía, los precios de nuestra
economía de consumo, nuestros intereses económicos y que son la única
posibilidad de que el sistema económico que se está desmoronando pueda
sobrevivir otro ciclo más antes de la entropía y el colapso.
Rusia y China han resucitado la guerra
fría en Siria y la están ganando por goleada. Llevan una ventaja de 15.000 a
cero.
Y nuestro sistema económico nos impide
aplicar nuestros tan alardeados principios occidentales, no imposibilita la
reacción. Por más superioridad militar que esgrima Estados Unidos, por más
relevancia política que pueda parecer que tiene Europa no podemos hacer nada
contra aquellos que tienen nuestra supervivencia económica y energética en sus
manos.
Si no encontramos la forma en Siria -y
cuando llegue el turno en Irán, que llegará- de superponer lo que se supone que
pensamos justo a lo que sabemos que necesitamos para nuestra supervivencia
económica, es posible que ya nunca podamos hacerlo y durante generaciones nos
limitemos a sobrevivir sin conseguir acabar con el sistema de potencias
hegemónicas -cosa que no hicimos cuando podíamos, es decir, cuando el Occidente
Atlántico era la única potencia hegemónica- y simplemente soñando con volver a
serlo nosotros.
Así que quince mil es una cifra mucho
más grande que cualquier mareante colección de millones de euros que podamos leer
en nuestros titulares. Nuestro futuro depende mucho más de los muertos de Siria
que de los dineros del Bundesbank.
Aunque solamente sea por nuestro proverbial
egoísmo occidental, deberíamos tenerlo muy en cuenta.
1 comentario:
hashtag ("hangstad de Twitter")
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