Ha vuelto de nuevo. Lamentablemente
siempre vuelve, como diría el poeta catalán, como vuelve el pobre a su pobreza,
como vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas.
Visto lo visto no va quedando mucha
esperanza de que no volvamos siempre a nosotros mismos, así que, visto lo
visto, no tenía mucha fe en que no regresáramos a nuestros sitiales
autoerigidos de jueces, jurados y verdugos de la realidad. No nos queda caridad
suficiente para no volver a ocupar nuestros puestos en primera línea en la
lapidación pública en la que hemos convertido la investigación de la
desaparición de Ruth y José Bretón, los niños de Córdoba.
Y el que crea que la aparición de las
tres virtudes teologales en el párrafo anterior es una casualidad que deseche
esa idea. De antiguo nos viene el gusto por las crucifixiones.
Basta que el juez decida practicar un
nuevo registro en la finca de Las Quemadillas para que de nuevo se desaten
todas nuestras furias, toda nuestra necesidad de participar en un proceso en el
que no somos parte, de sentenciar en un juicio que ni siquiera ha empezado, de
dar un veredicto como parte de un jurado que ni siquiera ha sido constituido.
Pero más allá de nuestro gusto por las
elecciones entre Jesús y Barrabás, más allá de nuestra condición de hijos más o
menos bastardos del juez Lynch, lo que desde ayer vuelve a ocurrir con este
caso cordobés es uno de los actos mayores de cobardía que puede achacársele a
una sociedad, que puede echársele en cara a un colectivo que, cada vez que se
produce una situación parecida, se comporta de la misma manera: como una turba.
Una cobardía que nos lleva a justificar
con los medios de comunicación nuestra sed de sangre, nuestra visceralidad, nuestra incapacidad para
mantenernos en la lejanía de algo sobre lo que no podemos, ni debemos, ni
tenemos el derecho a opinar porque no tenemos datos suficientes ni potestad
para hacerlo. De excusarnos poniendo como parapeto a los profesionales de la
información que ahora cercan Las Quemadillas, los juzgados de Córdoba o
cualquier sitio a los que hayan sido enviado.
Tenemos la caradura y la cobardía
suficiente de ponernos delante de nosotros mismos y de todo aquel que quiera
oírnos y decir que mantennos que José Bretón es un asesino y que tiene que
pagar por la muerte de sus hijos porque lo dicen los reporteros televisivos,
porque los escriben los informadores de prensa o porque lo dicen los locutores
de radio.
Y eso es una mentira de proporciones
bíblicas. Ni siquiera tenemos el valor suficiente para hacernos responsables de
nuestras propias lapidaciones.
Muchos profesionales de la
información, Algunos de ellos de los que tratan con más sensibilidad y
profesionalidad este tipo de asuntos de la realidad, estarán ahora en Córdoba
haciendo o e intentando hacer una sola cosa.
Su trabajo -déjenme que lo repita- su
trabajo.
Y ellos y ellas dirán que el juez ha
dicho que "si Bretón quería hacer
daño a su esposa (...) lo que le resultaba más fácil era matar a sus
hijos". Pero nuestra visceralidad, nuestro miedo, nuestras ganas de
encontrar un culpable cambiara el condicional por el causal y veremos "como Bretón quería hacer daño a su
esposa (...) lo que le resultaba más fácil era matar a sus hijos".
Es nuestra ansía de participar en un
proceso en el que no tenemos derecho a participar lo que realiza ese cambio, es
nuestra incultura y nuestra ansia de vindicación lo que nos permite transformar
un "si" de una hipótesis de investigación judicial en un
"como" de una justificación de motivos de una sentencia no emitida de
culpabilidad.
Y luego, cuando alguien nos lo echa en
cara, cuando alguien nos avergüenza haciéndonos ver que nos actuamos en la
forma contraria a la que nos llenamos una y otra vez la boca de decir que hay
que actuar, volvemos la mirada a uno y otro lado, encontramos una cámara, un
micrófono, un periódico y decimos que opinamos eso porque los medios lo dicen.
No sólo tiramos la piedra puntiaguda
en la lapidación y escondemos la mano sino que somos tan cobardes que acusamos
a otro de ponernos la piedra en la mano.
Si no sabemos mantenernos al margen de
nuestros intestinos lo mejor que podemos hacer es no forjarnos una opinión. Si
no podemos actuar al margen de nuestros miedos lo mejor que podemos hacer es
seguir parados y escuchar con atención lo que se nos dice. Si no sabemos distinguir
un “si” condicional de un “como” causal lo mejor que podemos hacer es acompañar
a nuestros hijos como oyentes a sus clases de lengua de primaria.
Ninguno de los informadores que se
dejan las horas haciendo guardia para trasladar la información sobre este caso
ha dicho otra cosa que "José Bretón
está procesado por detención ilegal en la modalidad cualificada de menores y
con la agravante de parentesco, y de simulación de delito", pero
nuestra necesidad de colocarnos en la posición de bondades puras que con la
llameante espada de su justicia separan al bueno del malo, al monstruo del
virtuoso, nos hace escuchar que "Bretón
está detenido por matar a sus hijos".
Ningún micrófono ha lanzado esa frase
a las hondas, ningún fiscal ha estampado eso en una acusación, ninguna cámara
ha enviado esa imagen en señal analógica o digital. Solamente el tamiz de
nuestra necesidad de ver clavos en las palmas de alguien por un crimen que es
execrable y aterrador -aunque aún no sabemos siquiera si se ha producido- nos
hace cambiar lo que escuchamos por lo que queremos escuchar, lo que nos cuentan
por lo que querríamos que nos contaran, lo que nos dicen por lo que creemos que
necesitamos oír para sentirnos tranquilos con nosotros mismos.
No sólo solamente gritamos a pleno pulmón "clávale, clávale",
sino que además acusamos a otros de susurrarnos esos gritos al oído.
Si no podemos escuchar las
explicaciones por el fragor de nuestros gritos quizás deberíamos dejar de
gritar, si somos incapaces de leer la palabra procesado tapada por la de
culpable que figura en nuestras pancartas quizás deberíamos dejar de
manifestarnos. Si nos resulta imposible diferenciar entre detención ilegal y
asesinato quizás deberíamos acudir al diccionario, a clases nocturnas de
derecho o escuchar a aquellos y aquellas que sí la saben y están intentando explicárnosla
por encima del rugido indignado de nuestros intestinos.
Ni una de las voces que hoy en los próximos
días informan e informarán sobre lo que ocurre en Las Quemadillas sea aguda o
grave, sea dulce o dura, sea templada por el ritmo y la cadencia de la
experiencia en los directos o temblorosa e inconstante por la bisoñez de una
beca veraniega dirán que "Ruth y
José están muertos" -a menos claro está que se encuentren los
cadáveres-, pero nosotros seguiremos haciendo vía crucis pancartísticos
exigiendo a Bretón que indique donde están los cadáveres y encima nos
atreveremos a decir que sabemos que están muertos porque "lo dice la tele" o porque "lo hemos oído en la radio".
Nos encanta sentirnos parte de algo de
lo que no formamos. El gusto por impartir nuestra justicia nos vuelve
delirantemente absurdos y nos hace disfrutar -sí, disfrutar- participando en
cualquier remedo de juicio público por aclamación en la plaza del pueblo.
Si queremos perder lo que nos queda de
civilización participando en esos circos, hagámoslo, pero cuando nos sintamos
sucios por formar parte de ello no le echemos la culpa a los que están allí
solamente -y como mucho- para retrasmitir el circo en el que hemos convertido nuestra
principal herramienta de protección: la justicia.
Puede que no sea con Bretón pero algún
día esa justicia fallara como ya lo hizo con Dolores Vázquez, con los supuestos
cómplices de Carcaño, con Javier Villanueva, con Curtis McCarthy, Rafael
Ricardi y otros muchos que no queremos recordar porque eso cuestionaría nuestra
necesidad de hacer juicios paralelos y dictar sentencias populares: no
olvidemos que en el juicio popular más conocido de la mitología histórica se terminó
condenando supuestamente al inocente.
Pero desde luego a nadie se le ocurrió
aquella mitológica mañana en Galilea acusar al Praeco
que leyó las acusaciones de su error ni echar la culpa a los subrostani que les llevaron la noticia a
otros cuando se dieron cuenta de que se habían equivocado.
Pero nosotros sí. Somos incapaces en
tantas cosas de pensar en nuestra contra que siempre tenemos a mano a los
informadores para echarles la culpa de algo que solamente motiva nuestro miedo,
nuestra ignorancia y nuestra visceralidad.
No nos confundamos o finjamos
confundirnos. Su trabajo es informar y el nuestro como sociedad -audiencias,
lectores o como se quiera llamar- es informarnos. No es opinar, no es creer, no
es juzgar y no es condenar. Es respetar las reglas que nosotros mismos hemos
aprobado para esta sociedad y actuar según ellas.
Ellos hacen su trabajo. Pongámonos
nosotros a hacer el nuestro.
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