Tantas son las cosas que están pasando
que a veces se antojan inconexas, erráticas, superpuestas y que parecen no
tener relación entre sí. Pero, como diría el personaje de la serie televisiva,
todo está relacionado.
Segi aterriza de su vuelo de polvo de
hadas y eterna adolescencia de violenta campanilla sobre Euskadi, El Supremo se
desmorona en imagen y credibilidad, el Tribunal Constitucional legaliza Sortu,
El Gobierno anula el debate sobre el Estado de la Nación... Y se inaugura una
exposición de Edward Hopper en Madrid.
Pareciera que esto último es como una
especie de apósito, de excrecencia comunicativa que poco o nada tiene que ver
con lo anterior. Y es muy posible que así sea pero me ha resultado imposible no
pensar en todas estas cosas cuando he visto uno de los geniales diálogos
pictóricos que el hombre del condado de Rockland hizo con el mundo y que se
exponen en esa muestra.
Una mujer sentada sola, semidesnuda y
en silencio en una habitación de Hotel es lo que ahora une todos los puntos
muertos de nuestro entorno para darles una sola explicación, para convertirlos
en una sola realidad. Una habitación de hotel de 1931 explica lo que somos. En
lo que nos han convertido. En lo que nos hemos dejado convertir.
El número de alegorías podría ser
infinito pero sólo hay una que me permite juntar todos los pedazos de la
realidad que vivimos, que nos arrojan los periódicos, que nos dibujan los
noticieros televisivos. Esa mujer y esa habitación no son otra cosa que nuestro
gobierno encerrado con la cabeza gacha entre las cuatro paredes de su propia
política.
Porque, como ella, nuestro gobierno
viaja, viaja día y noche sin tiempo apenas para deshacer las maletas, para
organizar el petate. Viaja de Polonia a Chicago, de Berlín a Brasil. Viaja con
compulsión y no llega ninguna parte porque no puede dejar atrás aquello que le
impele a viajar, que le obliga a hacerlo. Él mismo y su política. Por mucho que
te muevas no puedes alejarte de ti mismo.
Y así, siempre acaba en el mismo sitio
aunque esté en continentes diferentes, aunque acuda a reuniones distintas. En
una habitación de hotel desvencijada, solo, tenso y con el rostro endurecido en
el claroscuro de su propia e inmisericorde compañía.
Y como ella, como esa mujer que en
contra de toda lógica formal y material permanece sentada en una cama que se
hizo para tumbarse, nuestro gobierno permanece en una semidesnudez laxa y
extendida en el tiempo que nos impide percibir si está desnudándose y ha
perdido fuerza para terminar de hacerlo o estaba vistiéndose y aún no ha
encontrado el impulso necesario para concluir la acción y por ello se ha sentado a leer en espera de encontrar la respuesta o de que le llegue sola.
Porque, quizás por los efluvios
gallegos que llegan desde el más amplio de los despachos de Moncloa, resulta
imposible discernir si nuestro gobierno se ha quedado a medio desnudar o
permanece a medio vestir, como la mujer de Hopper en su habitación de hotel.
No se desnuda del todo de su desapego
por la realidad, de sus apriorismos ideológicos por más que se demuestren
inútiles, de sus lastres por más que el terrorismo, Euskadi y el
independentismo sean ahora otra cosa que lo que eran antes, por más que el
Tribunal Supremo haya demostrado ser una cosa diferente de lo que se creía que
era, por más que el rescate se empeñe en demostrar que lo es y no es lo que
pretendían que fuese.
Pero tampoco termina de vestirse con
los nuevos ropajes que tiene a su disposición, como la tristemente estática
mujer de la habitación de Hopper, por miedo a que no le vengan bien, por temor
a que las nuevas ropas no le cuadren, a que todo aquello que se haya esparcido
por doquier en forma de protesta, de presión, de exigencia, de sociedad civil,
en fin, no le caiga como un guante y le resulte incómodo, imposible de
ajustar.
No se atreve a desnudarse de su
percepción baldía y agotada del mundo ni se atreve a cubrirse con la auténtica
realidad que le rodea.
Y por ello sigue inmóvil, en la
inmovilidad de un tango bailado en el silencio. En la inmovilidad de un no
saber si quiere, si puede o si debe.
En la desesperada inacción del que
huye y se ha quedado sin destinos posibles, del que despierta en un lugar al
que no puede llamar hogar y no tiene un hogar al que volver, en la pasividad
del que no se atreve a afrontar ningún curso de acción, ignorando que el
estatismo es la más peligrosa de las acciones posibles.
Y como la dama inmarcesible del relato
de anticipación en el que se ha convertido la pintura del genial neoyorquino se
ve abocado a la única forma de comunicación que permite la inacción, que
posibilita la absoluta falta de impulso y movimiento: el silencio.
Por eso calla ante los mercados, por
eso baja la cabeza ante los supuestos líderes del mundo, por eso no admite
debates en los hemiciclos ni protestas en las calles. No porque no tenga nada
que decirnos, sino porque no encuentra nada que decirse a sí mismo.
Porque sus respuestas de siempre se
han agotado, porque sus excusas políticas y vitales ya no resuenan tan fuerte
en su cabeza como para poder proyectarlas hacia el mundo, porque sus oídos
están ciegos, sus ojos mudos y sus labios sordos en una sinestesia imposible
que sólo puede evitarse con el más cerrado de los mutismos, con el más oscuro
de los silencios.
Pero si en algo representa a nuestro
gobierno esa dama que algunos querrán ver como tranquila y que es inevitable
percibir como resignada es definitivamente, más allá de su desubicación
geográfica, su semidesnudez, su inacción y su silencio recalcitrante, en su más
absoluta y completa soledad.
Porque está solo, con toda su mayoría
absoluta, está solo; con todo su refrendo en las urnas, está solo, con todos
sus apretones de manos, sus declaraciones de apoyo, sus reuniones de alto
nivel, está solo.
En esa soledad que se vende como una
elección pero que es el resultado irrevocable de otros cientos de pequeñas
elecciones que le han quitado la opción de estar en compañía.
En esa soledad furiosa que nace de no
haber sido capaz de ajustarse a nada ni a nadie más allá de su visión del mundo
y de las cosas, esa soledad misantrópica que es el refuerzo rabioso de su
negativa a renunciar a algo, lo que fuera, de lo que consideraba irrenunciable
al darse cuenta de que era imposible mantenerlo si quería permanecer junto a
los otros.
Esa soledad que, pese al silencio más
cerrado, grita constantemente que no ha tenido a los demás en cuenta ni ha
querido tenerlos.
Pero, sí nuestro gobierno es modelo y cómplice
posterior a los hechos de esa obra de Hopper, ¿a cuál servimos nosotros de
modelos?
No hay duda en la respuesta. Para mí
no puede haberla. Si nuestro Gobierno es una mujer sola y silenciosa en una
Habitación de Hotel, nosotros somos seres sentados en la noche. Somos
Nighthawks.
La mítica obra de Hopper nos cuenta lo
que somos.
Todos en el mismo lugar como los
personajes de ese relato en lienzo lo están en Philies. Todos cabizbajos,
preocupados, juntos pero a lo nuestro, pensando en nuestras sin darnos cuenta
de que nuestras cosas son las mismas que las de aquellos que están a nuestro
lado pensando en las suyas.
Incapaces de preguntar, de responder,
de encontrar una solución común porque tan solo podemos plantearnos nuestros
mundos individuales aunque compartan el mismo espacio con otros muchos.
Perdidos y cansados en la nuestra noche sin darnos cuenta que el rumbo es el de
todos, la noche es la de todos, el cansancio es el de todos y el amanecer debe
prepararse entre todos.
Así que una simple muestra de arte en
el Museo Thyssen-Bornemisza nos coloca en una disyuntiva a nuestro gobierno y
nosotros.
O empezamos a movernos y encontramos
la puertas de salida de la habitación de hotel y el garito que ni siquiera están
pintadas en los cuadros o nuestro gobierno se devorará a sí mismo en un intento
vano por mantenerse en el poder y los demás nos devoraremos entre nosotros en
un intento igual de vano por la supervivencia.
La quietud y el silencio ya no sirven
de nada. Ni a ellos ni a nosotros. Salvo para admirar a Hopper, claro está.
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