martes, junio 05, 2012

El Habla de los Astros (versión 2012)

Nadie ha visto dormir a Lesskin.  No resulta sorprendente porque nadie ha visto a ese supuesto conde, duque y barón hacer nada de lo que habitualmente hace la gente, incluso la de sangre azul. Pero nadie le ha visto dormir.
Él mantiene que no le resulta necesario, que cierra los ojos un instante y ya es como si descansara horas. Lesskin dice cosas muy raras, incluso mantiene que lo aprendió de un general bajito y con mal humor que tenía úlcera y que ganó y perdió un imperio en menos tiempo del que Yiobazan tardó en convertirse en Dios. Eso es, por supuesto increíble. Ningún imperio dura menos que un dios. El mundo se volvería loco si así fuera.
Pero lo cierto es que nadie en el Continente Occidental, en el Reino de Arland, en La Cordillera de Hielo y ni si quiera en las Tierras de Caos ha visto a Lesskin echar un sueño, una siesta, una cabezada ni nada que se le parezca. Algo insólito en alguien que es capaz de desperdiciar energía en acciones tan absurdas como enseñar a bailar una danza travense a los árboles u organizar un torneo a primera sangre entre los fantasmas yacentes de los caballeros muertos en la Guerra de La Instrumentalidad. Algo insólito para cualquier humano.
Puede que Lesskin no sea humano, puede que realmente tenga ese don de cerrar los ojos y descansar o puede que se esconda en ese misterioso bosque que él dice que se mueve para cerrar los ojos y entregarse al sueño, lejos de las miradas de todos.
Todo eso podría ser cierto. Con Lesskin cualquier cosa puede ser cierta y corre el riesgo de ser completamente falsa.
Pero sólo hay alguien que sabe la verdad. Sólo un jinete vestido de negro y plata que cabalga a su arbitrio milenario a lomos de un alazán tan fiero e inconstante como él, sabe la verdad. Y sólo lo sabe él porque Akhran siempre ha estado presente en todo lo que Lesskin ha hecho o ha dejado de hacer.
El dios errante sabe que es verdad, que el melifluo personaje, que recorre los mundos con calzas y escarpines, no duerme, no descansa un segundo, nunca cierra los ojos más allá del tiempo que lleva un parpadeo.
Y también sabe que todo lo que dice, todas las historias que inventa y las excusas que crea para tan inaudita actitud son tan falsas como cierto es el hecho de que estuvo presente en esa inútil guerra que acabó con los dioses.
El Jinete de la Arena y el Viento sabe que Lesskin nunca duerme, que ya no quiere hacerlo, no puede permitírselo.
Ya no. No después de lo que se dio en llamar el Llanto de los Astros.


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Los cuerpos celestes hablan. Tienen un lenguaje peculiar, eterno e ininteligible para todos aquellos que se hallan por debajo de sus ciclópeas dimensiones. Pero hablan, conversan y se escuchan entre ellos.
Cuando aún faltaban muchos siglos o habían pasado muchos milenios desde que Lesskin susurrara en el oído de algunos hombres que los planetas, los astros y los habitantes siderales en general se movían; cuando todavía faltaban miles de años o habían pasado decenas de lustros desde que esos hombres murieran o estuvieran a punto de morir por repetir en público ese conocimiento; sólo ellos sabían de sus capacidades. Ellos y los mil dioses, pero los dioses o estaban muertos o sólo eran capaces de escuchar sus voces interiores. Los dioses lo oyen todo, pero sólo se escuchan a si mismos.
Ellos y Lesskin, si hay que creer sus fanfarronadas de torneo y sus relatos de chimenea.
Lesskin siempre ha mantenido que él conoce y habla fluidamente el lenguaje de los astros. Pero, ¿quién puede creer a un individuo que mantiene que hay bosques que se mueven, que hay mares que surgieron del llanto de un solo hombre o que  la mejor forma de cortar las raíces que te matan es convertirse en gusano?
Sea como fuere, los cuerpos celestes estaban solos y hablaban. Y todo el que habla tiene un nombre. Los lenguajes se inventaron para poner nombre a aquellos que los usan.

Es posible que en mundos por llegar o que en universos muertos mucho antes de que los mil dioses supieran que eran dioses, al cuerpo celeste que habitaba en el borde exterior del firmamento negro que limita a su pesar con el vacío profundo se le conozca o se le haya conocido por el poco agraciado apelativo de HV2003. Pero en aquellos tiempos sin tiempos su nombre era el reflejo de un pulsar que se marcaba en la brillante superficie de una estrella y que reflejaba las luces de un quasar encendido para llegar de nuevo a dar luz al punto del que había partido.
Todo eso puede entenderlo un astro, puede percibirlo un planeta y puede traducirlo cualquier cuerpo celeste que rote o que se mueva en el espacio que limita el espacio. Todo eso era su nombre.
Y su nombre era Kanthra.
Es posible que cuando existan los humanos o en los tiempos en los que existieron, mirarán al cielo, a las escasas porciones que sus artificios e instrumentos les permiten observar y vieran a Kanthra como parte de un sistema estelar o de una organización planetaria. Pero da igual lo que piensen los humanos al respecto, de igual lo que hayan pensado. Kanthra nació mucho antes de que nadie pudiera organizar el universo, de que nadie se atreviera a ello y de que nadie se sintiera tentado de hacerlo. Da igual como lo llamarán o como lo fueran a llamar. Kanthra nació en su hogar.
Eso es algo que hace todo ser que nace. Todos menos los dioses. Todos, menos Lesskin.
Así que Kanthra nació en su hogar y su hogar estaba formado por seres como ella, seres que giraban en sus posiciones, en un  estatismo aparente pero siempre dinámico, en un dinamismo continuado pero aparentemente estático.
Fue, como lo es todo cuerpo celeste, como lo es todo cuerpo, como lo es todo ser, una escisión de aquellos mas grandes y más viejos que ya conocían el sistema, que ya se movían a gusto en sus ritmos y en sus órbitas. Pero Kanthra cometió un error, un error que no era suyo y que no era de nadie. Un fallo que algunos llamarían una singularidad y que otros simplemente conocerían como consciencia.

La consciencia no es algo que se estile demasiado entre los cuerpos astrales pero a Kanthra eso no le importaba.  Los planetas, las estrellas y toda la cohorte de sideral que puebla el vacío puede hablar, eso es incuestionable. Pero la palabra no te da la capacidad de actuar. Así que ellos actúan según sus ritmos predeterminados, sus órbitas establecidas y sus cadencias inmutables. Se mueven pero no actúan. Hablan pero no dicen nada. Están vivos pero no les importa. Pueden pasar a milímetros los unos de los otros y nunca se tocan, nunca se lo permiten. Están ciegos y por eso desconocen el miedo
Pero Kanthra no era así. El error cósmico que la había dotado de consciencia no sólo la permitía hablar como a los demás. También la permitía ver.
Y su visión, su primera visión, fue la soledad.
Todos los cuerpos celestes que formaban parte de su sistema estaban de espaldas a ella. No tenía apenas espacio para completar una órbita diminuta comparada con la de los gigantes que la rodeaban. Cualquier otro planeta o planetoide, cualquier otra estrella se habría acostumbrado, se habría colapsado y habría muerto porque eso era lo que exigían las leyes que siglos después o dentro de milenios escribiría un ser humano que también estuvo a punto de arder por culpa de los susurros de alguien sobre dinámicas celestes.
Pero ella giro y giro buscando un hueco, buscando una mejor órbita que la permitiera ver, que la permitiera hablar y escuchar a aquellos que compartían vacío con ella, a aquellos que habitaban en su hogar.
Como seguían girando sin concederla acceso en sus cerradas órbitas, dejó de empujarlos; como seguían mirando hacia el vacío y mirando entre ellos sin pararse un instante a observarla y sin mirarla, dejó de mirarlos; como seguían hablando sin decir nada y sin ser capaces de escuchar nada de lo que ella decía, dejó de hablarles.
Como seguían sin actuar dejó de amarles.
- No puedes hacer eso –
Cuando escuchó la voz, Kanthra sintió por un instante una punzada de esperanza. Forzó su órbita esperando encontrar al cuerpo de su sistema que le había hablado, la había dirigido la palabra.
La alegría le forzó a un movimiento elíptico brusco que el resto de los cuerpos estelares percibieron con un cierto desdén. El gigante gaseoso corrigió levemente su eje de inclinación, mientras que el cuerpo ígneo se limitó a frenar un nanosegundo y luego siguió ardiendo en sus entrañas al mismo ritmo de los mil eones anteriores.
El hombrecillo que estaba sobre la endeble superficie de lava y roca que era el cuerpo de Kanthra se limitó a tambalearse y emitir un aullido.
Los ojos de los seres siderales de roca, hielo y fuego son grandes, abarcan grandes distancias, son capaces de percibir estrellas muy lejanas. Pero se pierden en las distancias cortas, en las dimensiones reducidas.
 Las dimensiones del ser que pisaba la piel de Kanthra eran casi minúsculas por lo que los ojos del ser celeste tardaron en localizarle, centrarle y escrutarle. No pudieron descifrarle.
- Tú no puedes estar aquí – era una certeza basada en el conocimiento, basada en la verdad. Basada en la realidad.

 - Pues claro que no – se quejó el personaje, mientras intentaba ajustar unos extraños artilugios que colgaban de su cuerpo. Porque aquello blanco y acolchado tenía que se su cuerpo ¿Qué otra cosa podría ser? – se supone que la gravedad exige una fuerza inercial constante para dar la sensación de estabilidad. Si aceleras el giro cada vez que escuchas una frase, por impertinente que pueda parecerte, aceleras la rotación entonces la fuerza gravitatoria tiende a transformarse en centrífuga y…

- No puedes estar aquí- la perplejidad de una estrella tiende a la luminiscencia. Kanthra irradiaba una tonalidad verde azulada que nada le gustaba. Un púlsar de impaciencia y disgusto.

Y entonces al observar los movimientos infinitamente rápidos para su percepción, las dimensiones considerablemente pequeñas para su comodidad, los perfiles  extremadamente definidos para su conocimiento de aquel ser, Kanthra comprendió lo que era. Alguien que debería haber tardado millones de años en estar ahí o que debería hacer centurias de eones que hubiera desaparecido. Algo de lo que sólo hablaban los rumores que escapaban de los Agujeros negros y las leyendas que cantaban los quasares sombríos cuando estaban a punto de encenderse.

- No puedes respirar – y la perplejidad restalló como una aurora boreal en el polo equivocado de Kanthra.

El ser que ahora Kanthra sabía que era un ser humano se llevó las manos a la garganta, una garganta gruesa, blanca y rugosa, plagada de anillos que brillaban, y luego comenzó a mecerse de un lado al otro. Luego se tiro al suelo y comenzó a girar sobre si mismo en una rotación minúscula que apenas le desplazaba. De repente se paró y volvió a ponerse erguido de un solo salto ágil.

- Podías haberlo dicho antes –se quejó amargamente sacudiendo la mano como intentando señalar a la vez a su interlocutora que le rodeaba por todas partes- Casi muero y además se me ha quedado un tono azul en la piel que tardaré días en perder.
Y dicho esto el ser hizo algo imposible. Algo que nadie podía hacer y que ningún cuerpo celeste salvo Kanthra volvería a ver nunca. Saltó. Tomo impulso con sus escuálidas piernas y se quedó suspendido en el vacío, flotando como los restos del polvo estelar que se desprende cuando dos asteroides se rozan sin chocar.
Colgado en el vacío, donde se supone que el sonido no puede transmitirse, donde se supone que no se puede respirar, donde se supone que uno de los suyos es incapaz de exhalar un suspiro, se dio de nuevo impulso y habló mientras se iba.

- No puedes hacer eso. Pero puedes hacer lo contrario. Eso siempre puede hacerse.

El humano que no debía serlo, que no podía serlo se fue y se marchó dejando a Kanthra más sola de lo que aballestado antes. Cuando percibes el movimiento resulta más doloroso no poder practicarlo. Cuando has dejado de ser resulta doloroso volver a ser.
Pero como Kanthra era un cuerpo celeste tenía fuerza, como era luminosa tenía vida, como era joven tenía arrojo. Como era Kanthra y era consciente tenía un plan.
Los otros recios, baldíos, inmutables y ciegos miembros de su sistema, de su parcela de cosmos, de su hogar, vivieron y comentaron los siguientes periodos rotacionales de la pequeña recién llegada que no encontraba su sitio como una molestia más.
El gigante gaseoso bufaba sus vapores sulfurosos cada vez que su joven escisión pasaba demasiado cerca, alteraba los giros de sus lunas o se interponía eclipsando alguno de sus satélites. Los planetoides sin atmosfera protestaban con el silencio del vacío constante cada vez que la díscola órbita de Kanthra se interponía entre ellos y algún asteroide de su cinturón. El gigante de hielo no se quejaba, no se movía. Si el espacio te hace ciego, el hielo te hace mudo.
Y así pasaron los ciclos y durante cada uno de ellos, durante el espacio infinito que duraba cada lento adagio del minué celeste que bailaba el sistema que era el hogar de Kanthra, ella permaneció callada. No volvió a abrir la boca, no saludo, no se despidió, no pidió perdón por las molestias ni volvió a articular palabra alguna. Tenía su consciencia y tenía su plan. Para que hablar si nadie está escuchando.
Y así espero en su movimiento inútil  y repetitivo, en su órbita aparentemente estable e inmutable. Sus ojos de magma vieron en la lejanía nacer y morir sistemas, sus oídos de roca escucharon los llantos de las nebulosas al expandirse y los gritos de los agujeros negros al colapsarse arrastrando universos en su llanto.
Y por fin llegó el momento. Los habitantes del éter sin voz afirman que fue algo insólito, que no se registraba en el universo desde que los mares estrellados de Infinitum se pararon en su deriva para dejar paso al errante, algo solamente asimilable al momento eterno y repetido en el que los negros abismos escupieron las flores siderales de oro y llama que adornan los pasos de Gammin, donde un día se abrieron o se abrirán las Puertas de Tannhauser.
Y en es instante infinito, como si los goznes de la futura entrada al multiverso se abrieran para ella, Kanthra vio estallar una tormenta cósmica que llevaba su nombre, contemplo como los ígneos picos del gigante del que había partido se anegaban de lava y abrió un hueco en las formaciones orbitales cerradas que la impedían la vista y la negaban el habla para hacer lo imposible, lo que ningún ser orbital había hecho o estaba dispuesto hacer. Para hacer lo mismo que un ser humano que respiraba éter había hecho justo delante de ella.
Para saltar.
Aprovechó los gases robados al gigante, los hielos hurtados al planeta, los fuegos sisados al planeta de fuego y se encendió partiendo de si misma hasta obtener el impulso que transformo su cuerpo en un viaje, su alma en un destino y su aire en una cola de luz y fuego vivo.
Y en la alegría del vuelo y en la tristeza del abandono descubrió como hacer lo contrario. Como hacer lo que el hombre que no podía ser hombre le había dicho que hiciera.
Las lágrimas de su alegría se extendieron por las brumas estelares de Sirio. Las de su tristeza anegaron las llanuras de Orión. El Universo rindió tributo a su osadía concediendo el eco de un sonido tardío a la voz de un ser que la habló desde el vacío que fluye entre los mundos
“No puedes hacer eso. Pero puedes hacer lo contrario. Eso siempre puede hacerse”. Por fin aprendió a hacer lo contrario. A no necesitar que se la amara.
Kanthra se hizo cometa.


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Cuentan los que ya tenían voz cuando el universo estaba aprendiendo a cantar que la nota que surgió de la garganta de Kanthra cuando se puso en movimiento es aquella que hoy transportan los vientos estelares cuando el firmamento quiere expresar la más pura alegría.
No paraba en su impulso, no quería hacerlo, quemaba los gases y los fuegos arrancados de su sistema creando un reguero de luz y de vida de tal magnitud que incluso los dioses que ya nacían pensando en pelear y por tanto en morir, tuvieron que girar los ojos y seguirla un instante.
Viajó sola, irrumpió en el firmamento en soledad pero sin soledad, sin necesitar a nadie ni a nada. Parecía no necesitar el vacío estelar, no precisar de las inercias y las órbitas para impulsarse, no requerir la participación de ser sideral alguno en su danza de pasos marcados hacia adelante, en su viaje, en su ruta.
En un instante etéreo observaba los mundos que nacían con miedo, que rotaban pausados por temor a que el calor profundo que les diera la vida les hiciera pedazos antes de que el hado y los dioses les concedieran el tiempo suficiente para enfriar sus cimas; al instante siguiente, en sólo un parpadeo que duraba mil años, contemplaba morir a las enanas rojas que exhaustas y acabadas se apagaban sin muerte y morían sin ruido.
Pero viajaba sola y su voz se agotaba, se cerraba en si misma, se moría hacia adentro.
Hasta que vio a Sideria.
Los seres breves afirman que Sideria parió a los mil dioses. Los dibujó en su mente y luego los parió como estrellas y los quiso querer. Pero no se dejaron y fueron arrojados al mundo en el que batallaron y murieron hasta caer rendidos. Los cuerpos estelares afirman que parió el universo, que vio el vacío seco, tranquilo, inacabado y lo lleno de todo. Afirman que es la madre y afirman que es padre. Pero nadie les cree. Los planetas se hablan pero en muy pocos momentos escuchan lo que dicen.
Lesskin dice que está emparentado en algún extraño grado con Sideria, pero quien puede creer a alguien que afirma sin rubor que los bosques se mueven.
Para Kanthra, cansada de cantar para si en su libre viaje, aburrida de escuchar sus palabras y nunca las de otro. Para Kanthra, libre pero sola aún sin sentirse sola, Sideria fue una voz. Fue la voz. Fue la primera voz.
El fulgor ambarino de su cola de fuego casi le impidió percibirla. Hubiera sido un planetoide más, un cuerpo astral ambiguo que hubiera pasado inadvertido en las más lejanas estribaciones del campo visual de Kanthra si no hubiera cantado, si no hubiera gritado su saludo. Si no hubiera hablado.
- ¿Pararás a escucharme? – y la voz anegó el universo. Llegó clara y diáfana desde todos los rincones de donde no hay rincones, desde todas las direcciones del lugar en el que las direcciones no están marcadas de antemano. Llegó y convirtió la palabra en una lluvia sideral y el acento en una nova magnífica que hizo morir mil mundos. Llegó y transformó la interrogación en una orden.
- No sé parar. No puedo hacerlo –la voz de Kanthra sonó rota, distante, salió de alguna sima estelar en la que estaba oculta desde que no la usaba, desde que había renunciado a ella, desde que estaba libre, en movimiento y sola-.
- Sabemos hacer lo que queremos hacer –Sideria necesitó un pulsar para entonar una respuesta que era tan evidente como el hecho de que Kanthra ya se había detenido, ya había reducido su velocidad hasta tal punto que había sido capturada por la suave pero firme gravedad de Sideria.
Kanthra experimentó la atracción de Sideria como una caricia, no como el golpe que recibiera antaño cada vez que en su sistema se acercó a alguno de los cuerpos celestes que vivían y hablaban en él. Y sólo entonces la vio, la observó, se fijo en el cuerpo que decían era principio y centro del universo.
Era imposible. Pero Kanthra había visto a un humano flotar en el éter y saltar de un planeta; había visto morir un sistema que aún seguía vivo; había visto arder su propio cuerpo sin que se consumiera. Había visto como un cuerpo celeste encerrado y oscuro, condenado al hastío se volvía un cometa brillante y evasivo, errante y hermoso. De hecho lo había hecho ella sola. Así que estaba más allá del concepto mismo de imposible. Tan solo sonrío cuando vio que la diosa de toda, la Madre Desmedida del diverso mismo, era un globo de agua. La sonrisa de un mundo es un eclipse.
Alguien podría haberlo explicado tiempo atrás o puede que lo explique en un lejano futuro como un campo antientrópico que permite una rotación constante de una masa de agua que permanece unificada y en rotación estable por unas tensiones centrífugas e inerciales que la impiden salir despedida. Alguien fracasará en el intento o fracasó hace tiempo. Hay gente que nunca se cansa de intentar comprender a los dioses.
Pero Sideria era agua donde no podía haberla, agua en rotación. Tremendos oleajes que sacudían paredes invisibles de vacío y volvían a precipitarse sobre si mismas en susurros, chasquidos, gritos y profundas melodías que hablaban de eones pasados y siglos por venir.
Kanthra, que no había escuchado la orden de los suyos; que no había respetado las reglas de su hogar. Acepto sin palabras la orden del agua y se paró junto a ella.
- ¿Por qué no hablas, porque te mueves en silencio? –la tristeza de un planeta es lluvia y agonía. La tristeza de un universo hace parpadear cien soles. La tristeza de Sideria apagó una nebulosa.
- Nadie me escucharía –la tristeza de Kanthra fue igual de contundente pero sólo apagó una parte su llameante estela ambarina. El que solo se tiene a si mismo sólo puede afectarse a sí mismo-.

- Eso no lo sabes. Tu voz llega muy lejos. Para eso te la di. Para eso os la di a todos los cuerpos que viajan por el éter- Si no hablas nadie puede escucharte. Nadie puede amarte

- No necesito que me amen. Se hacer lo contrario –La seguridad de la afirmación hizo que su cola de cometa refulgiera y que sus magmas internos ardieran con nueva fuerza.

Quince mil planetas cayeron calcinados y murieron llorando. Un cúmulo estelar se colapsó en millones de eclipses, que robaron la luz de las estrellas de la nebulosa que acompañaba al cangrejo al principio de los tiempos; dos cinturones de asteroides abandonaron sus orbitas estables en cuadrantes perdidos y se precipitaron sobre sus planetas en una lluvia de roca y muerte que arrancó toda vida, toda posibilidad de vida y todo deseo de vida; un agujero negro arrojó al espacio los restos de un universo antiguo había sido padre de la Madre Desmedida de dioses y planetas.
Los mil dioses que ya batallaban por su muerte se encogieron al escuchar el grito de su madre. Por un instante la lucha cesó y miraron al cielo. Si hay que creer a Lesskin, él se encogió de hombros y preguntó con un triste mohín - ¿qué he hecho ahora?

- ¡Este ser siempre se empeña en hablar en acertijos! – Kanthra seguí encogida por el rugir del mar orbital encerrado si mismo que la hablaba. Su suspiro de alivio al ver que el enfado no era con ella se tradujo en un tímido resplandor de helio en sus entrañas- No puedes entender lo que no se dice. No puedes comprender lo que sólo se insinúa. La mente de los mundos no está hecha para la ironía. Esta hecha para el amor. Él más que nadie debería saberlo. Él me convenció de hacerla así.

- No hay nadie que me escuche –repitió Kanthra tan mohína como se supone que lo había estado Lesskin. Tan concentrada en su saber como sólo un ser que existe por si mismo puede estarlo-.

- Escucha y aprende. Un ser no puede hacer el trabajo de un universo. Ni siquiera él. Ni siquiera un dios.

Kanthra se concentro. Ni siquiera un cometa que vive de si mismo y se mueve por propia voluntad se atreve a contradecir a La Madre Desmedida cuando se expresa en esos términos que hacen morir estrellas y enciendes rocas muertas.
Al principio no es escuchó nada. Nada salvo el sordo rumor que todos los seres estelares perciben en su mente. Eso que unos llaman el rumor del éter y que otros conocen por la voz del Vacío.
Pero después, cuando su atención se centró, se dio cuenta que el rumor no era uno. Eran cientos, eran miles, eran millones de voces que hablaban al unísono, que se mezclaban, se superponían, se interrumpían y se solapaban en una danza de armónicos que componían un concierto permanentemente inacabado y perpetuamente en creación.
Ese rumor sordo, sin palabras, que la había acompañado en su viaje desde que decidiera saltar no era suyo. Era de todos. No era una sola voz imposible de fijar y de entender. Era el recuerdo y la escucha de miles de voces que la habían hablado, que la habían llamado, que la habían escuchado y que ella no había percibido en su totalidad por su esfuerzo, que no podía escuchar con claridad por su velocidad.
El universo no la enviaba un rumor que percibía a través del cansancio de su viaje y del fulgor de su manto ambarino de llamas y explosiones. Le había compuesto una maldita sinfonía.

- Puede ser hermoso –y las lágrimas de Kanthra fueron una lluvia de estrellas que se apagaron una a una al caer en el mar en rotación que era Sideria-.

- Sería hermoso y sería trágico. Sería horrible y sería épico. Sería si estuviese completo –Sideria hizo suyas las estrellas que habían caído en su mar desde los ojos de Kanthra- Escucha un poco más.

Y Kanthra lo hizo. Apagó los fulgores de su cola ígnea, elimino los estallidos de sus entrañas de magma, apago los rumores de su superficie crepitante y escuchó. Escuchó como ningún cuerpo celeste lo había hecho antes ni lo haría después. Puso toda su voluntad en ello. Una voluntad que ni siquiera sabía que tenía, que no sabía de donde había llegado ni si se iba a repetir. Escuchó hasta que el velo del universo se rasgo por la mitad y pudo percibir la melodía más allá de las armonías y los ritmos. Hasta que oyó el tema sobre el que se realizaban las variaciones.
Hay algunos que dicen que ese momento coincidió con en el que Antares, dios de la voluntad, se detuvo y se dejo matar en mitad de La Guerra de Los Mil Dioses. Esos mismos dicen que miró al cielo y dejó de luchar, como si la voluntad que era su esencia le hubiera abandonado o fuera necesaria en otra parte. Es posible que sólo fuera casualidad o que nunca ocurriera. De hecho sólo hay un individuo que lo afirma categóricamente.

Puede que fuera la voluntad de Antares o que fuera la propia consciencia accidental de un mundo que había desarrollado lo que los mundos no suelen desarrollar, pero Kanthra comenzó a escuchar lo que faltaba, lo que no estaba. Comenzó a percibir el silencio.
Multitud de melodías se interrumpían un segundo, el tiempo que un asteroide tarda en enfriarse, y luego continuaban. Seguían teniendo un tema, una armonía, una melodía, seguían con sus ritmos y sus tonos pero estaban inacabados.

- ¿Sabes lo que falta? – la pregunta de Sideria era una afirmación como lo son todas las preguntas de las deidades-.

- Es mi voz – Y la afirmación era una pregunta como lo son todas las afirmaciones de aquellos se atreven a hablar con las deidades.

Si Kanthra esperaba una respuesta. No la recibió. Dos brazos de mar abandonaron la inercia de la rotación de la diosa y se abalanzaron sobre su rostro. Si hubiera tenido ojos los habría cerrado, pero era un cuerpo celeste transformado en cometa y no los tenía. Así que vio como frenaban en el último segundo y acariciaban su superficie. Sintió como se congelan sobre su corteza para darle más hielo, como se convertían en vapor que se añadía a los vapores sulfurosos de su ígneo manto de ámbar y llamas. Experimentó como se colocaban bajo su eje y la empujaban con la fuerza necesaria y justa para que la cómoda órbita de La Madre Desmedida fuera sólo un recuerdo, una parada, un instante de calma.

Kanthra recuperó su viaje, recuperó su libertad y recupero su soledad. Pero habló. Dejó sonar su voz y comenzó a componer melodías con cuerpos celestes y seres siderales que se cruzaba en el camino que se había dado a si misma.
Cantó junto a un planeta a punto de morir un concierto en el que aprendió sobre el agua del mar y sobre la pasión de las olas; ajustó su velocidad y su marcha a un tropel orbital que estuvo a punto de conducirla al abismo oscuro que se abre cuando el universo se transforma en un espacio en el que el tiempo se junta con el deseo y el espacio con la muerte. Pero abandonó a tiempo la melodía que cantaba el tropel. Eso podía hacerlo, eso sabía hacerlo.
Se cruzó y habló en los tonos de planetas errantes que la halagaban ocultando la envidia que su manto de fuego producía por comparación con sus oscuros y desnudos cuerpos estelares; viajó junto a lluvias de estrellas que deseaban incluirla en su inevitable caída del firmamento; se detuvo a conversar que estrellas errantes que se hallaban paradas en los mares de Orión observando tranquilas como ardían los puertos que algún ser de vida breve y mente discontinua había construido para varar sus naves; cantó, habló, conversó, llamó, escuchó. Uso su voz y su palabra y se incluyó en la eterna melodía que el universo compone con sus astros. Formaba parte de ellas. El rumor que antes escuchara era ahora un canto claro, completaba las frases, y las conversaciones de aquellos seres del éter con los que se cruzaba. Pero, de vez en cuando, cuando viajaba en su propio y conocido silencio, recordaba que no había recibido respuesta de Sideria.
Entonces vio a Jabalan.

Dentro de miles de años alguien tendrá la idea de pensar que los cuerpos celestes son organismos vivos. Es posible que eso haya ocurrido hace docenas de siglos. Pero los cuerpos celestes que albergan vida saben que son organismos desde antes y mucho después de que alguien tenga la idea. Jabalan lo sabía desde el momento en que el primer ser unicelular necesitó comer en sus mares, desde que el primer microorganismo se fagocitó a si mismo. Jabalan siempre supo que era un todo.
No era un caso único pero si era un caso extraño. Era un planeta que orbitaba sólo en un sistema en el que había habido otros cuerpos celestes. El se había movido fuera de sus órbitas y ellos fuera de la suya. Jabalan tenía el don de la palabra como todos los astros y los seres siderales, pero también tenía el don de la conciencia. Y eso le hacía extraño. Tan extraño como un cometa que se hace a si mismo.
En mitad de los trinos, los rugidos, las voces, los sonidos y los silencios que componían la melodía que lanzaba al espacio, el discurso que clamaba hacia el éter, Jabalan sabía que la suya era una de esas melodías inacabadas, de esas diatribas astrales sin conclusión porque había una nota que faltaba. La entonaba con esperanza y esperaba que alguien la cortara, la elevara, la completara.
Por eso y pese a eso escuchó la voz de Kanthra. Mucho antes de verla la escuchó. Mucho antes de conocerla la soñó. El sueño de un planeta es un terremoto.
Aguzó su oído estelar y pudo oír la voz, pudo atisbar como la fuerza de la cola de fuego que impulsaba a Kanthra escondía la nota que le faltaba a su melodía, la palabra que precisaba para su discurso, la nota que le permitiría completar la sinfonía que la vida en su superficie se empeñaba en entonar.
Jabalan era un todo pero nada de su todo podía ayudarle a interceptar esa nota a traerla hacia sí. Si conociera al menos la canción y la conversación que esa voz emitía. Entonces podría aclimatarse a ella.
Puede que los humanos no lo hagan nunca, puede que los dioses lo hagan a regañadientes, pero Jabalan cuando no tuvo nadie a quien recurrir, acudió a la única parte de él que no era él. Al único ser que todo ser inteligente pretende evitar como aliado.
Como Jabalan era un todo acudió a aquel que viene de la nada. Llamó a Lesskin.
Puede ser que entonces fuera joven, que fuera inexperto o que fuera tan sumamente ególatra como lo es ahora con aquellos que tienen la desdicha de conocerle. Puede ser que sólo sea una forma suya de contar la historia, puede ser que todo sea mentira, pero Lesskin hizo lo que estaba prohibido hacer, lo que nadie se atreve hacer, lo que, en teoría, es imposible que pueda realizarse. Vamos, hizo su trabajo.
Abrió los brazos, sonrió a un planeta que giraba en torno suyo y cambió el universo.
En un acto tan imposible como todos los que se empeñaba en realizar apartó polvo estelar, limpio campos magnéticos, elimino interferencias cósmicas, apartó cinturones asteroidales y privó al vacío de sus propiedades físicas. Con un gesto creo un cono de sonido que trasladó la llamada de Jabalan hasta el mismo borde exterior del ardiente manto ambarino que custodiaba e impulsaba el viaje continuo y constante de Kanthra.
Quizás fuera por la fuerza del místico conjuro imposible del hombre o por que la voluntad inquebrantable que Antares la dejara heredar tenía fecha de caducidad. Quizás fuera por que la llamada del planeta que rotaba tranquilo en una órbita constante y solitaria llegó más clara de lo que debería. Pero Kanthra la escuchó.
Tal vez la sorprendió en uno de los pocos momentos en los que, por intentar encontrar la respuesta que Sideria le había negado, Kanthra no se encontraba atenta a no amar. Pero Kanthra, el cometa que se hizo a si mismo, respondió.
Y la magia de Lesskin se desplegó en un estadio que ni siquiera alcanzó jamás aquel que fue gris y luego se hizo llamar el blanco; que nunca siquiera soñó el mago que se hizo dios ni el dios que se hizo mago. Tenso el tejido del tiempo, abrió los hilos del espacio, enmaraño y desenmaraño los movimientos celestes sin importarle las leyes que rompía en sus intentos. Cada uno de sus movimientos cambiaba el ritmo del universo hasta que logró que lo que no era factible fuera un hecho, que lo que las leyes de la probabilidad reducían a cero se volviera numeroso e incontable.
Contrajo la luz, organizó el caos, desorganizo el orden, cambio los polos de mil mundos y las mareas de los mares estelares que rompían con fuego lo que el polvo del vacío contenía con frío.
La llamada de Jabalan, la respuesta de Kanthra y la magia de un ser que no sabe hacer magia más allá del deseo de hacerla lograron acercarlos, mantenerlos unidos, hacerlos orbitar el uno en torno al otro sin que la gravedad de ninguno alterara los deseos del otro.
Los intensos calores del manto ígneo que era el cuerpo de ámbar que portaba el cometa hicieron arder las órbitas exteriores del sistema de Jabalan y calentaron en tanto su interior y su superficie que vio nacer especies que no tenían previsto poblar lugar alguno.
Cada vez que se rozaban sus superficies el calor les cubría, las hacia encenderse. Sus palabras cruzadas cambiaban tanto de dueño que ya ninguno sabía por quien habían sido pronunciadas. Y su conversación se articuló en un rito constante en el que cada frase era una nota nueva, un cántico descubierto y abierto.
Kanthra sintió quizás por vez primera desde el tiempo en maldito en que estaba en su hogar al límite del vacío infinito que era parte del ritmo conjunto de la melodía que teje el universo, que su voz se escuchaba, que sus palabras se entendían, que su conversación se seguía, que su canto se amaba.
Y Lesskin contemplo la obra de los cuerpos celestes surgida de su magia. Un proceso orbital complejo e imposible. Un sistema en el que todo rotaba al ritmo de do seres siderales que giraban tranquilos, sin alterar sus ritmos. Dos planetas que se hacían estrellas uno a otro reflejando el brillo de aquel que giraba con ellos.
Jabalan siguió siendo planeta y Kanthra quiso serlo por fin. Lesskin, cansado y satisfecho, se retiró a dormir

- Un bello sistema- comentó para si mientras apoyaba su rala cabellera en un cojín de plumas surgido de la nada- Dos planetas que se hacen estrellas el uno al otro. Es un bello sistema –sentenció con último bostezo-.

“Todo lo bello tiende a ser inestable” –La frase que alguien dijo hace miles de años o que alguien pronunciaría dentro de cientos de siglos le condujo hasta el sueño.

Nadie sabe cuanto durmió Lesskin. Bueno Ahkran lo sabe pero no lo dice. Pero con cada ronquido, con cada agitado sueño, con cada respiración entrecortada, el sistema que había ayudado con su impropia magia a diseñar se fue quebrando.
Los creadores no piensan en la evolución, pero la evolución existe pese a su ignorancia, pese a su fuerza, pese a su pasión.
Jaraban fue el primero en notarlo. La vida que bullía en su superficie, la vida que era él, que le transformaba en un organismo volvió a tirar de él. La quiso ignorar, la quiso repeler, quiso centrar su voz y su conversación en la de voz de Kanthra.
Y Kanthra quiso cantar con la vida que bullía en el interior de Jabalan, le buscó, le ayudo, pero las mareas seguían exigiendo atención, los satélites seguían imponiendo solsticios y equinoccios, los humanos seguían clamando por la luz, por la noche, por la vida y la muerte.
Y así llegó el invierno.
Las trazas mágicas de Lesskin se fueron diluyendo y todo lo que había modificado para ayudara Kanthra y Jalaban volvieron a su sitio. Los vientos estelares volvieron a rugir y golpear la espalda de Jalaban que modificaba una vez y otra su orbita sedente para evitar que golpearan el rostro de Kanthra. Las tormentas aullaban ocultando las voces de los dos cuerpos celestes que se hablaban y a veces ni siquiera podían escucharse.
Jalaban lo sintió primero como un impulso y luego como una realidad indeseada. No podía demorarlo más tiempo. Miles de seres morían cada día abrasados en las costas de sus mares evaporados por el eterno calor de un verano infinito.
Luego sintió que tiraba de él. Y se resistió pero al final cedió. Cuando el invierno llegó para jalaban fue algo natural. Indeseado, inoportuno, pero natural. Comenzó a rotar lentamente y espero que Kanthra lo hiciera con él, como hacía todo lo que giraba en su sistema cuando él estaba sólo. Como lo hubiera hecho un satélite. Pero el sabía que Kanthra era un cometa, no quería que fuera otra cosa y nunca deseo que lo fuera. Ella no giraría.
Con el agua y la nieve que recordó a la vida que hacía de Jabalan un organismo la tristeza de la vida, el planeta que llamó a gritos a un cometa tan grande como él se vio obligado a dar la espalda a quien le hablaba.
Y Kanthra siguió hablando, siguió conversando y cantando pero los sonidos de Jabalan cada vez llegaban más lejanos. Ya no estallaban en su interior. Lo hacían a parsecs de distancia como las flechas de un arquero ciego, como los gritos de la Madre Desmedida.
Jalaban lo sabía y gritaba su rabia y cantaba su deseo en un intento de que Kanthra lo comprendiera, de que pudiera esperar el tiempo suficiente para que el ciclo de su lenta rotación de planeta habitado cubriera con su rito y le permitiera estar de nuevo frente a ella.
Pero cada ciclo se retrasaba. Las placas de su corteza se rasgaban desde dentro, los vientos de su atmosfera se calentaban más de lo necesario negándole el aliento y luego se enfriaban de pronto congelando el éter que le daba la vida.
Vio llegar los asteroides y no se apartó. Mejor en él que en Kanthra. Observo como el polvo etéreo del espacio flagelaba su aire y carcomía su corteza y le dejó hacerlo. Mejor él que el cometa que estaba a sus espaldas. Quiso seguir hablando pero perdió la voz cuando la lluvia candente de meteoros impactó en sus entrañas y segó sus fuentes. Pero aún así, todo era mejor que consentir que ardieran en el cuerpo de Kanthra. Así al menos podía protegerla.
Pero se equivocaba. Erraba como erró el mago que dormía al no prever el giro de los cuerpos cuya naturaleza eterna es ese mismo giro.
Un planeta que rota no está acostumbrado a dejar nada a sus espaldas cuando la rotación le lleva a dar la cara a otro lado del vacío que anega el universo. Por eso nunca se cubre las espaldas.
Y Kanthra, que no sabía eso, quiso hacer lo mismo que hacía Jabalan con todo lo que atacaba la retaguardia de aquel que la había hablado y ahora no lo hacía, de aquel que había completado su melodía con ella y ahora no cantaba.
Un quasar hubiera recurrido a la luz, una nova hubiera echado mano del una explosión, un pulsar se hubiera refugiado en la fuerza magnética que le hace encogerse, un agujero negro se hubiera escondido y pertrechado de tiempo. Pero Kanthra era un cometa, un cometa que por voluntad se había puesto en movimiento y que por voluntad había decidido detenerse, pero era un cometa.
Cuando se vive por ti mismo sólo puedes recurrir a ti mismo. Kanthra quiso ser ella y recordó que el humano durmiente le había dicho que no podía dejar de amar, así que recurrió a la única manera en la que había hablado antes de hablar, a la única forma en la que había amado antes de amar. Optó por el silencio.
Luchó pero no habló. Vio como su ardiente manto de magma ambarino se apagaba pero no dijo nada; percibió con los vapores sulfurosos de sus entraña se diseminaban por su alma como un veneno ardiente y carroñero pero permaneció en silencio. Recibió los impactos de estrellas errantes y fugaces fragmentos de púlsares que reclamaban su espacio entre los cuerpos celestes que en otro tiempo se habían hecho estrellas el uno al otro y mantuvo el mutismo de su voz y su alma.
Y así un día, mientras Lesskin soñaba dijo una palabra y reemprendió el viaje. Un cometa puede permanecer parado cuando su voluntad así lo quiere, pero no cuando su naturaleza se lo prohíbe.
Esa única palabra fue oída por Jabalan más allá de los atronadores tormentos, mas allá de los ensordeceros ruidos que poblaban su atmósfera. Dio igual que fuera dicha a su espalda. Había sido dicha por Kanthra.
Ignoró su rotación, sus ritmos y sus males y se giró en un movimiento prohibido a los planetas. Mato la mitad de la vida que albergaba en su seno. Hizo chocar las mareas contra las montañas, las nieves contra los desiertos, desplazó de un solo movimiento las auroras de polo y los hielos de sitio, pero se giró.
Por cansado que estuviera, por profundo que fuera su sueño, Lesskin se vio obligado a despertar. Se vio obligado al llanto.

Cuando contempló lo que había sucedido quiso usar la misma magia, la misma fuerza incontenible que había forzado para construir el sistema para repararlo, pero una voz dura y aterciopelada se lo impidió. Se giró sabiendo que a sus espaldas habría alguien montado a caballo con un turbante negro en un caballo negro.

- Lo que sirve para crear no sirve para reparar. Créeme, yo lo sé.

Lesskin asintió en silencio y señaló al cielo. Kanthra estaba detenida. Por primera vez desde que naciera como la escisión de otros que giraban, estaba detenida.
La naturaleza de los cuerpos celestes es el giro, es el movimiento. En ocasiones es lento y constante, en ocasiones rápido y tumultuoso. Hay veces que no les lleva a ninguna parte y en ocasiones les conduce de un confín a otro del universo. Pero el movimiento de un ser sideral es la vida. Pararse es morir.
Jabalan percibió también parada a Kanthra. Supo que sin la rotación que calentara su manto abrasador, sin la traslación que fundiera los hielos de su vientre, sin el giro que dispersara los vapores de sus entrañas, Kanthra estaba muerta.
Sus órbitas aún se tocaban, aún se rozaban, pero estaban lo suficientemente alejadas como para ser incapaces de sincronizarse, como para no desear hacerlo, como para permanecer varadas en el mas del vacío antes de atreverse a reemprender un movimiento que les había llevado a una situación insostenible. Al cataclismo planetario y la muerte estelar.
Jalaban lo sabía, así que decidió detenerse y morir con ella. Sus órbitas aún se tocaban.
Ni toda la magia de un ser que no posee magia puede impedir el estancamiento, puede evitar el caos. De modo que Lesskin, olvidó sus títulos y sus honores, ignoró su orgullo y su dignidad, arrinconó sus ironías y desterró sus sarcasmos e hizo lo único que separa a Lesskin de los dioses.
Pidió ayuda.

- No puedo arreglar esto – señaló vagamente El Dios Errante al planeta que permanecía en eterna galerna porque no sabía estar parado- Hazlo tú. Yo voy a pedir algún favor.
Mientras veía alejarse el caballo alazán en el que el Dios que nunca quiso Serlo se remontaba hacia el cielo, Lesskin suspiró y se sentó en una roca, la única que no se movía a su alrededor.

La paciencia es una virtud aristocrática. Quizás la única que Lesskin no atesora con sus títulos. Pero se forzó a ella.
Durante el tiempo siguiente calló y esperó.
Jalaban seguía parado, seguía con su habla y su escucha puesta en la inmóvil Kanthra, en su corteza cada vez más fría, en sus entrañas cada vez más secas, en su centro cada vez más inmóvil.
Kanthra no se movía y moría. Kanthra no se movía y lloraba. Las lagrimas de un cometa son fuego, las de Kanthra, parada y silenciosa, eran sólo cenizas.
Y todas caían en la tempestuosa e inmóvil superficie de Jalaban. El planeta parado las veía chocar contra sus riscos, hundirse en sus mares en constante y furioso moviendo incontenible, fundirse en sus magmas. Cada una de ellas se hacía roca, cada una de ellas se transformaba en un ser que era parte del cometa que yacía parado.
Y como Jabalan era un organismo exigió a todas sus partes, a todos sus miembros, a todos los que eran vidas parte de su vida, recuperarlas, ayudarlas, sanarlas.
Resucito a héroes y diose muertos para que hicieran el trabajo. Envió a hombres que lloraban mares a que las recuperaran, a cazadores capaces de dar vida a la piedra a que las encontraran, a guerreros sin alma a que las protegieran, a caballeros devorados por dragones a que las vigilaran, a robles capaces de hablar y de moverse a que las sanaran.
Convocó a dioses y verdugos para llegar a todas y cada una de las lágrimas que Kanthra enviaba sobre él. Mágicas tejedoras intentaron reconstruir los hilos de sus vidas, gobernantes antiguos, demonios y hasta ángeles fueron en su busca. A algunas las sanaron, a otras las rescataron y a algunas las protegieron. Pero Kanthra siguió varada en el puerto que su ficticia órbita había marcado en el vacío. Kanthra seguía muerta.
Sus lágrimas podían ser recuperadas, pero ella no. Seguía demasiado lejos.
Cuando Jalaban llego a ese desesperado convencimiento fue el momento en el que Lesskin se decidió por fin a dejar de contar los pétalos de las flores que surcaban el viento embravecido como látigos y decir algo.

- Te equivocas, chaval –dijo, ignorando que le hablaba a un planeta- está demasiado cerca.
- No puedo ayudarla –el rugido de los mares se intensifico. La rabia de un planeta parado por ser algo inusitado no era algo precisamente que nadie deseara ver.

- En eso tienes razón –Lesskin se levantó y se cruzó de brazos como si la eterna galerna que la forzada detención de Jalaban no fuera con él – sólo se tiene a si misma. Sólo está Kanthra. Es un cometa.

- Yo también –El dolor tiende a ser recalcitrante- Estoy mudo. Estoy sordo.

- Tienes tu canción –y Lesskin dio un salto que le mantuvo suspendido en el aire. Arqueó el cuerpo para dejar pasar un tronco que surcaba el aire a velocidad de colisión estelar.

- Ella es mi canción

- ¡Patán! –Sentenció el individuo flotando en el aire- Ella es una nota. La mejor nota, quizás, pero una nota, ¡Escucha tu canción, recuérdala! ¿Qué cantabas, qué hablabas antes de que te encontrara?
Jalaban se resistió al principio, pero lo hizo. Utilizó su voz y comenzó a entonar la melodía que había enviado a Kanthra, el discurso que había lanzado al éter cuando ni siquiera había percibido la voz que ahora formaba el único argumento de sus armonías.
Como, aunque los humanos llevaran siglos sin saberlo e tardaran eones en conocerlo, era un organismo, su voz estaba hecha de otros miles de voces. Sus armónicos eran los gritos silenciosos de tres seres muriendo sin razón en la puerta de un templo dedicado a algún dios, los llantos felices de niños naciendo con los ojos cerrados, las palabras calladas de una traición, los guiños susurrados de una conspiración, los gritos ciegos del odio incomprendido e incomprensible, los jadeos constantes del amor, las peleas en las tabernas, los ritos y los mitos olvidados tras olvidar a los dioses a los que eran debidos, los rugidos de esfuerzo y los soplidos de cansancio, los trinos que avisan del depredador y los bufidos que se defienden de él.
Y en su canción seguía faltando una nota. Seguía faltando Kanthra.
Y Jalaban comprendió que su canción nunca había estado completa y nunca lo estaría. No podía cantar la nota que Kanthra le había dado. Como mucho podía callarse y que ella la cantara por él.

- Pero ahora está callada. Esta parada. Está muriendo –la desesperación volvía-

- Te lo vuelvo a decir, tarugo. – si un planeta arquera las cejas sería algo así como un cambio de estación inesperado. De repente el verano se hizo otoño- Sólo se tiene a ella. Sólo tiene una nota.
Y Jabalan comprendió y quiso comprender y quiso comprender por qué lo comprendía. La voluntad genera bucles infinitos.
Los mares volvieron a su seno, furiosos y excitados, pero a su seno. Las montañas dejaron de moverse y Jalaban volvió a girar despacio y a desgana pero a girar, al fin y al cabo. Y su órbita dejó de rozar, de llamar, de clamar por la Kanthra. No sabía si eso servía para algo pero se suponía que tenía que hacerlo.
Tras la desesperación, tras el silencio, tras el habla y la melodía inacabada. Tras el estatismo y la muerte. Jalaban hizo lo que tenía que hacer todo cuerpo celeste con otro que se aleja. Consintió que se fuera. Acabó la conversación. Puso la última nota a esa melodía.

- Pero ella sigue ahí. Sigue quieta –Kanthra apenas si había percibido el movimiento, su cola de cometa seguía fría e inmóvil flotando junto a ella, su superficie seguía siendo roca y no lava.

- Yo no puedo hacer nada –se quejó Lesskin apartándose el despeinado flequillo de la cara- Creo que eso depende de un sujeto barbudo que cree que es un dios porque monta a caballo.

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Mientras Lesskin reordenaba el mundo en el que combatirían o habían combatido los mil dioses Akrhan hacia literal la frase cabalgar por el firmamento. O quizás fuera antes o tal vez mucho después. Nunca se sabe como se mueve el tiempo cuando los cuerpos celestes y los dioses están implicados en su devenir.

Los que saben de dioses dicen que los mil dioses murieron y eso es cierto, pero dicen que lo hicieron en la Guerra de Los Mil Dioses y en eso se equivocan.
Atienne, Gabal, Sahure, Misteyl y Pavar no lo hicieron. Escaparon del campo de batalla y se refugiaron en el único lugar en el que ninguno de sus hermanos podía encontrarlos. En el éter que por entonces estaba vacío despoblado. Pidieron refugio a La Madre Desmedida y esta se lo negó como les negaba todo a sus hijos. Los que saben de su existencia les llaman Los Cinco Huidos y no les rezan ni les piden nada. Nadie espera nada de los refugiados ni de los cobardes.
Pero saben que se alimentan del padecimiento de otros seres. Que se hicieron llamar los Señores de La Tragedia y que siempre que el cosmos asiste a un momento de infinito dolor, ellos están presentes para roer los huesos del sufrimiento y masticar las piltrafas de la aflicción y el pesar.
Quizás fuera por eso por lo que El Jinete del Tiempo no se sorprendió de verles tan cerca del lugar donde había estado el sistema que antaño fueran un planeta y un cometa tratándose mutuamente como estrellas.

- Estáis aquí –la afirmación era una amenaza y el alfanje desenvainando una advertencia- Ahora entiendo muchas cosas.
La cabeza de Atienne, Señor de la Desidia, cayó un segundo después antes de que su indolencia le permitiera borrar la socarrona sonrisa de su rostro. Las entrañas de Kanthra experimentaron una contracción que le recordó por primera vez en cientos de rotaciones celestes que estaba viva.
Sahure gritó y se lanzó con las manos desnudas contra el caballo del Dios Errante al ver caer a sus pies el cuerpo de su hermano con el que había compartido durante miriadas de años exilio y huída. Y siguió gritando mientras el Jinete del Viento se lanzaba contra ella. Los desesperados gritan y maldicen y una maldición profundamente elaborada fue lo último que escapó de los labios de la que otrora fuera adorada como Diosa de la Desesperación. El arma de Akrhan brillaba con la esencia de otro dios muerto cuando abandonó el cuerpo de Sahure.

- No me extraña que huyerais de la Guerra –se quejó el Señor de los Vientos con desgana-.
El cometa advirtió la caída de la diosa huída como una liberación en el fluir de su magma. Lentamente comenzó a borbotear, a fluir. Su manto de fuego y ámbar comenzó a encenderse a sus espaldas.
Gabal había sido el último de Los Cinco Huidos que abandonó el campo de batalla. No porque su valor y su dignidad se lo impidiera, sino porque tardo casi un lustro más que sus hermanos en decidir en que dirección huir.
Tras mirar la masacre que estaba sucediendo hizo ademán de postrarse para suplicar clemencia, paro a mitad del gesto y se giró par huir y luego intentó agarrar a uno de sus hermanos para esconderse tras él. Estaba decidiendo si ofrecerse de aliado a Akrhan o arrojarle una piedra cuando la hoja afilada de su antagonista termino de cortar su cuerpo en dos. El Señor de la Indecisión nunca se caracterizó por tener las cosas claras. Ni siquiera en su muerte.
Misteyl fue la última en caer. La señora de la Desdicha murió en silencio como había vivido. Sin decir una sola palabra. Su muerte hizo cantar a Kanthra que no sabía que se había producido, pero que por primera vez tenía ganas de hacerlo en mucho tiempo. Quizás el fulgor renovado de los vapores de su seno, el frescor del hielo derretido sobre su superficie y la renovada fuerza de su cola de cometa habían motivado esas ganas de canto. Eso había ocurrido cuando Akrhan decidió por Gabal que era momento de unirse a sus más de novecientos hermanos muertos.
El Que Nunca Quiso Ser Dios se volvió para enfrentar a Pavar, Señor del Miedo, pero este ya no estaba.

- Era de esperar –masculló mientras limpiaba el arma en sus ropas y azuzaba a su caballo- El miedo siempre huye. El miedo siempre vuelve. Y ahora a pedir ese favor que se me debe.

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Sideria reconoció la presencia del Errante como un tardía resaca en sus mares de fondo. Se embraveció y envió sus aguas a chocar contra el muro invisible de magnetismo y misterio que las mantenía encerradas girando en el espacio.
El Jinete llegó y saludó con una leve inclinación de cabeza. No descendió de su montura porque no tenía donde descender.

- ¿Cómo estás Madre? –Sonrió sabiendo que la rabia por su saludo arrasaría un par de nebulosas-.

- No eres mi hijo –y Sideria se contuvo para no darle al Descreído el gusto que buscaba-. ¿Qué has estado haciendo?

- Pues recientemente he matado a cuatro de tus últimos hijos. No ha sido agradable, pero tenía que hacerse. Supongo que me ha tocado a mí

- Ves como no eres mi hijo. Cualquier hijo mío habría matado a Los Cinco Huidos con un solo golpe de esa ridícula arma tuya –los mares de Sideria se movían sin tino, sin cuento, sin mareas.

- Ves como eres mi madre –El viento estelar sacudía sus cabellos como lo hubiera hecho el del desierto- Sabes que Pavar se salvará siempre. El miedo siempre vuelve.

Akrhan miró las aguas y se perdió en ellas como siempre que había acudido a presencia de la Madre Desmedida. Vio en el oleaje lo que fue y lo que llegó a ser, contempló en la espuma lo que pudo haber sido y los motivos y razones por lo que no lo fue. Se vio a si mismo y quiso mecerse entre las aguas, perderse entre los fondos, morir entre las olas.
Sacudió la cabeza. No había llegado a las estrellas eternas para sentir añoranza o compasión. Había llegado a por los Lorhim.

- Hablando de hijos…

Un estallido de una gigante azul y la convulsión de un gigante gaseoso interrumpieron al unísono las palabras de Del Que vaga sin Rumbo. Sideria levantaba su mano astral para hacerle callar –Se lo que quieres-

- Si sabes lo que quiero, has de saber que debes dármelo

- No será así –y la contestación no admitía réplica. No admitía discusión, no a menos que se quisiera que el futuro del universo fuera puesto en cuestión por una rabieta desmedida de una madre desmedida.
No es que a Akrhan le importara demasiado el futuro de ese universo en concreto. No es que la observación de los brazos de mar rotantes que eran el cuerpo, el alma y la esencia de una diosa le hubiera ablandado. Era simplemente que tenía otras cosas que hacer. Así que giró su caballo y se aprestó a marcharse.

- Sea –dijo como si la conversación hubiera terminado- Has creado un cuerpo celeste que es capaz de hacer lo que nadie antes hizo. Se ha lanzado más allá de sus posibilidades. Le has dejado correr por el espacio sin darle la respuesta que hasta el más miserable de los seres de tiempo reducido conoce en sus canciones. Le has arrojado al cosmos como arrojaste a tus hijos a la guerra. He matado a cuatro dioses que pudieron muy bien haber sido mis hermanos para dar una marca y tú te niegas a mostrar un camino. Es posible que Pavar no esté escondido en el confín lejano del espacio infinito. Es más que posible que se acurruque bajo las acuosas faldas de su madre y le transmita hasta el último retazo de su miedo. Si ha de sea así. Sea.

Sideria podría haber replicado con miles de estrellas fugaces estallando o con Sirio ardiendo en llamas de azufre y litio. Pero hubiera sido en vano. Akrhan se había ido.
Así que hizo lo único que una madre enfadada podía hacer. Sonrió e hizo caso a su hijo. Los Lorhim despertaron de sus tumbas de agua en el vientre desmedido de Sideria.

Cien hijos engendró Caos. Cien hijos y una hija. Pero ella es parte de otra historia. Eran los heraldos de la destrucción, los mensajeros del desorden. Incapaces de crear, se regodeaban en la destrucción.
Fueron vencidos como lo es Caos casi siempre. Pero cuatro de ellos cayeron prisioneros. Cuatro seres entre lo primigenio y lo sideral que abandonaban su tumba de aguas eternas y eran de nuevo arrojados a un firmamento que ya ni siquiera había hablado de ellos en los pulsares más alejados del centro que era Sideria.
Y los destructores se pusieron a lo suyo. Engulleron las tormentas, devoraron el polvo estelar que ahogaba la visión y el oído de Kanthra, dispersaron las lluvias cósmicas y apartaron los planetas errantes que se habían concentrado para ver el baldío espectáculo de la muerte del comete al que siempre habían envidiado.
En su locura por saciar su sed de destrucción allanaron el camino que había o podía seguir el cuerpo sideral que había sido cometa y luego fue planeta y que ahora de nuevo esperaba la oportunidad de ser cometa.
Jabalan lo vio, Lesskin lo vio y por fin Kanthra lo vio. Cuando los Lorhim apagaron los rayos cósmicos y destruyeron los cinturones siderales que habían saturado Casiopea, Kanthra lo vio y hizo lo que ya no era imposible porque había sido hecho antes.
Tomo impulso y saltó.
 Jabalan la vio saltar con la alegría de verla en movimiento y la tristeza de contemplarla alejarse. Lesskin la vio saltar, ponerse en movimiento y volvió sus ojos hacia el cielo que era la atmosfera del planeta que de nuevo rotaba sobre su eje al ritmo que le marcaba la vida que albergaba.
- Una nota no hace una canción, Jabalan. Tú tienes muchas.Tus rotaciones y tus giros te las han dado. Ella tan sólo tiene una, ahora tiene unas pocas. Construye su canción, construye su discurso. Ha viajado sin voz y no ha podido hablar. Se la quitaron. Ella se la quitó. Yo se la quité. Cuando empezaba a hablar la mandaron callar.
El silencio es el arma del cometa. La palabra es el escudo del planeta.

- Vuelve al hogar –observó Jabalan al ver el recorrido nítido en el cielo con sus inmensa visión de cuerpo celeste- Cinco estrellas rojas marcaban la dirección orbital de Kanthra. Las almas de cuatro de los dioses que la habían mantenido estática y muerta, la marcaban ahora el punto de partida de su nuevo camino. Una estrella más tilitaba a lo lejos completando la nueva constelación. Aparecía y desaparecía. El miedo siempre vuelve.

- Va allá donde quiere. Ahora ahí, quizás a otro lado. Pero una órbita no es un lecho de un río, no es un camino cerrado. Se colocará en las zonas más altas del sistema donde el peso, la lentitud y a la apatía de los otros no la abrumen, no la impidan el salto. Ha de saltar –y la voz de Lesskin era un sonido partido y agonizante- y ha de parar. Los cometas existen para el movimiento, se mueven por la pura voluntad que ellos mismos han creado y por la fuerza ígnea de sus bellos cabellos.
Pero si no se paran, si no frenan queman toda su materia, su cuerpo y se quedan en nada. Ni siquiera les da tiempo a morir.

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Desde entonces Lesskin no duerme y contempla la constelación que él bautizó como la Sonrisa de Lesskin por no hacerlo como las Lágrimas de Lesskin. Jabalan y Kanthra siguen en sus órbitas. El planeta a veces dialoga con alguna estrella fugaz que se detiene en un breve suspiro antes de inmolarse en el fulgor de su propia belleza, su velocidad y su carencia de destino. Kanthra a veces habla con algún anodino asteroide de su hogar que se mueve despacio y gira sobre si mismo mucho mas que junto a ella.
Ninguno espera.
Sólo espera Lesskin
Espera que las canciones se completen, que las melodías se vuelvan sólidas y estables y que por suerte o por desgracia a ambas les falte alguna nota. Espera a que ese momento no le pille dormido y pueda explicar por fin lo que su ironía y la impaciencia de un cuerpo celeste que nació consciente y que quiso convertirse en cometa le impidieron hacer cuando era joven.

- ¿Se lo explicarás algún día? –le pregunta el jinete que ahora pisa la tierra de Jabalan-

- Tendré que hacerlo –suspira Lesskin ganando una madurez que nadie le presume y que muy pocos le conocen- ¿Cómo decirle a un cometa que no lo es?

- Nunca lo fue. Nunca vagó sin rumbo. Por mas que lo quisiera, por más que lo pensara. Nunca fue un cometa. Es simplemente un ser sideral cuya órbita abarca todo el universo.
Akrhan se aleja cabalgando como siempre que se aleja de alguien.

- ¡Y hay otra cosa que quizás debas decirle o tal vez ayudarla a descubrir! – la voz del Jinete de Los Vientos suena sola y sin cuerpo, como suele hacerlo cuando quiere burlarse de su eterno partenaire en la danza fugaz del universo.

- ¡Qué lo aprenda ella sola! –bufa el fingido petimetre al alba del cielo de Jabalan- yo no tengo la culpa de que los cuerpos celestes no distingan entre contrario y opuesto. Ese es su problema- ¡Todo el mundo sabe que lo contrario de amar no es no necesitar amor, es querer ser amado! –grita al viento-. Es algo más arriesgado pero tiene que hacerse.
Siempre tiene que hacerse- susurra, mientras eleva los ojos hacia el cielo- Por eso desde ahora no puedo permitirme el lujo humano de dormir. 

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