Mientras vemos acercarse nuestros terrores favoritos, mientras contemplamos como el humo del nacionalismo rojigualdo se intenta convertir en la densa niebla que nos oculte los males entre triunfos de balompédicos seleccionados y amenazas, que ya debieran ser de antaño, de ilegalizaciones euskaldunas, hay, como siempre, algo que se nos pasa, algo que se nos queda en el tintero, algo que es la raíz de eso y de muchas otras cosas que nos están pasando.
Nuestra inagotable e inmarcesible necesidad de auto justificación nos ha hecho crear parejas de baile que nunca deberían bailar juntas, que en los siglos de los siglos deberían moverse al mismo ritmo, que jamás deberían compartir pasos ni requiebros en el tango infinito de lo que es nuestra vida.
Nuestros políticos cambian de opinión, de estrategia y de verdad con la misma facilidad con la que un entrenador cambia de alineación, con la que un votante cambia de sufragio o con la que una meretriz cambia de lecho.
Aquí, en Alemania, en Siria, en Roma o en San Pedro -que no son lo mismo, aunque lo parezcan- mienten porque están en guerra con los mercados, con los sublevados, con los infieles o con el gasto público; mienten porque aman el poder y mantenerse en él. Desgastan su crédito porque están en guerra con un sistema económico que no entienden que ha muerto, con unas creencias que no han hecho evolucionar, con un pueblo que no han sabido proteger o con una austeridad que no han logrado imponer; agotan sus vergüenzas porque aman tener razón y demostrar que la tienen.
Hacen lo que hacen porque, en la milonga sentimental de bandoneón en la que hemos convertido el marchar de nuestras vidas y nuestra historia, recuerdan como un mantra una de esas parejas de baile que hemos creado falsamente, una similitud que nunca lo fue, pero que nosotros quisimos tanto que lo fuera que la transformamos en un dicho popular
En el amor y en la guerra todo está permitido.
Pues no.
No está permitido convertir al que era tu aliado en enemigo solamente porque la lucha se te haga onerosa, la victoria difícil y el tiempo de asedio insoportable y doloroso.
Ni en el amor ni en la guerra, eso está permitido.
No tenemos permiso para rematar a los heridos, caídos en el campo de una batalla que nosotros empezamos y aún no sabemos cómo acabar. No está permitido intentar dar el tiro de gracia a los que han sido objetivos de nuestras propias balas, a aquellos que ya hemos eliminado del frente de batalla aunque ellos estuvieran más que dispuestos a seguir combatiendo.
Ni en el amor ni en la guerra, eso está permitido
No es de recibo apuntar con nuestro odio, nuestro cobarde egoísmo y nuestra necesidad a aquellos a los que ya hemos hecho sangrar por el poco plausible motivo de que nos viene bien apartarlos del paso en esa campaña nuestra que creemos y queremos victoriosa.
Ni en el amor ni en la guerra, eso está permitido.
No está permitido abandonar en nuestra retirada, cuando las líneas se nos rompen y las defensas se nos caen, a aquellos que aún mantienen la rodilla sobre el asta de la lanza e intentan darnos tiempo para encontrar una forma de vencer a nuestras circunstancias y nuestros miedos.
Ni en el amor ni en la guerra, eso está permitido.
No está permitido idear estrategias en secreto, pensarlas en lo oscuro, madurarlas en soledad y luego comunicarlas como un parte de guerra de un hecho consumado, sin dar la oportunidad a los que habían de ser nuestros aliados a debatirlas, encontrar sus puntos débiles o incluso proponer otras que pueden ser mejores y llevarnos a los dos a la victoria.
Ni en el amor ni en la guerra, eso está permitido.
No se acepta que quememos los puentes en nuestras huidas antes de que los hayan atravesado todos aquellos que nos permitieron fijar la retaguardia. No está permitido rendirse a la derrota mientras aquellos que combaten o combatían con nosotros aún están solos, en medio de un caos de tormenta, resistiendo y mirando por encima del hombro con los ojos anegados con la esperanza de vernos llegar en forma de refuerzos.
Ni en el amor ni en la guerra, eso está permitido.
No podemos intentar llevar a nuestro bando a los que han de ser neutrales, negándoles el deseo de refugio de cura que los neutrales dan y deben dar a los dos bandos.
Ni en el amor ni en la guerra, eso está permitido.
No resulta legítimo no explicar los motivos de nuestra beligerancia, no hacerlos visibles, callarlos y ocultarlos y obligar a aquellos a los que repentinamente convertimos en nuestros enemigos a pelear o resistir sin saber la causa de las hostilidades y si tener forma alguna de evitarlas.
Ni en el amor ni en la guerra, eso está permitido.
Pesa una prohibición formal sobre la decisión de convertir en escudos humanos y carne de cañón a todos los no combatientes que han tenido el infortunio de, pese a estar en el espacio que separa las trincheras que hemos cavado para nuestros enfrentamientos, no tener ni la edad ni el conocimiento para empuñar un arma en nuestras sangrientas querellas.
Ni en el amor, ni en la guerra, eso está permitido.
No podemos negarle un vaso de agua al enemigo. Ni en el amor ni en la guerra, eso está permitido.
Podemos seguir ocultándonos tras el dicho y gritar a la rosa de los vientos que en el amor y en la guerra todo vale. Pero eso sólo significa una cosa.
No sabemos amar ni sabemos luchar.
Porque hemos olvidado y hemos querido olvidar que en lo único en que se parecen el amor y la guerra no es en lo que está permitido sino en todo aquello que no vale para ambos. En un sintagma que contiene dos palabras que, de tanto negarlas y de tanto evitarlas, apenas ya podemos acceder a sus significados profundos en cualquier circunstancia.
Rules of Engagement. Reglas de Compromiso.
¿Cuánto hace que nuestro falso concepto de libertad egoísta e individual a ultranza nos lleva a negar la existencia y el valor de las primeras?, ¿cuánto tiempo hace que nuestro profundo miedo a nosotros mismos y el futuro nos hace huir de lo segundo?
Pero, queramos o no, estamos obligados a archivar el dicho popular y a aprender.
Porque se acercan tiempos en los que la diferencia entre el amor y la guerra marcará nuestra supervivencia.
O sea, lo único que en realidad siempre nos ha importado.
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