La familia. Tantas cosas ha sido y es
la familia que no es extraño que se hable, se debata y e pondere sobre ella.
Y está claro que, nos guste o no, la
familia existe porque hace tiempo que se demostró la imposibilidad material de
la generación espontánea de seres vivos y eso hace que tengamos que venir de
algún sitio y tengamos indefectiblemente que ir hacia alguna parte. Así que todo eso hace que la familia
haya que vivirla.
Algunos como una suerte de red de
afectos y cariños que une más que el propio atavismo genético y la hemoglobina;
otros como una penosa danza de carnaval veneciano de sombras y máscaras con
sonrisas troqueladas que escenifican pasos forzados y ritmos divididos,
cercanos por la sangre y distantes por los rencores.
Los hay que la viven como una
colección de ausencias añoradas que se recuperan en viajes, fechas y
celebraciones de guardar y los que la experimentan, aquejados de nuestro
peculiar virus del mercantilismo afectivo, como una especie de bolsa de valores
e inversiones en la que siempre conviene estar bien posicionado, sin meterse
demasiado, sin arriesgar más de lo necesario, por si acaso los dividendos nos
salen positivos. Incluso los hubo, los ha habido y los hay que la conciben como
una maraña criminal que marca a quien se puede destruir la vida y a quien no.
Ya sea en Sicilia o en Vladivostok.
Y luego están o estamos los que pese a
nuestro disgusto intestinal recurrente ante la figura de cualquier divinidad
conocida o por conocer la viven o la vivimos como algo parecido a una religión.
Una religión en la que no es necesario
tirar de la fe ciega, en la que no es imprescindible creer en lo invisible
porque se sabe y se ve todos los días.
Se sabe y se ve que los muchos -si
tienes suerte y amplia base genética, claro- o la media docena que componen tu
familia -si las idas y venidas de las parcas la han ido acortando hasta lo
mínimo- estarán ahí cuando haga falta.
Un culto que no tiene por qué basarse
en la caridad porque se basa en la lealtad de saber que tú estarás ahí para
ellos cuando haga falta -para los que te eligieron en su familia y para
los tú que elegiste en la tuya-; que no tiene por qué apoyarse en dogmas y
reglas porque se compone de un credo de amores y cariños que no admiten siquiera
discusión teológica; que no precisa de contrición porque rebosa de comprensión;
que no tira de oración porque echa mano de la comunicación; que sustituye
la apologética por la caricia, la liturgia por el abrazo y el credo por el
beso.
Así que va a ser que la familia,
incluso para aquellos que vemos pies de barro y cerebro de cartón en todas las
deidades inventadas por la humanidad, si puede ser una religión.
Por eso esperaba yo que aquellos que
tanto se llenaron la boca en otros tiempos no tan lejanos con la familia y con
la religión estuvieran hoy o mañana -que los domingos son más días de misa y
manifestación sacra- ocupando la Milla de Oro madrileña con sus pancartas, sus
iconos marianos y sus cruces clamando por la defensa de la familia.
Por eso me atrevía a imaginar a los
insignes purpurados encaramados en sus escenarios litúrgicos de a 700.000 euros
por evento en La Plaza de Colón para arengar en sus homilías y en sus rezos a
sus huestes en la defensa de la familia, ahora que está siendo atacada como no
lo ha sido en los últimos setenta años.
Por ese motivo quise imaginar que
echarían en cara desde su visión de la familia como religión que de las
"maravillosas partidas" que Esperanza Aguirre ha recortado, de las 74
tasas que se ha sacado de su neocon chistera, la inmensa mayoría afecten a la
familia, la cercenen, la desequilibren y la hagan prácticamente imposible en lo
económico y en lo social.
Por ese concepto religioso de la
familia suponía que se quejarían de que los ancianos tengan que pagar un 30 por
ciento de sus pensiones, ya recortadas por el aumento de los impuestos, por
inscribirse en un centro de día ahora que muchos -en contra de toda lógica
social entendible- están obligados a colaborar en el sostenimiento de sus
desempleados hijos o hijas, de sus parados yernos o nueras y de sus
nietos.
En virtud de esa religión familiar
quería anticipar que condenarían desde sus púlpitos y sus manifestaciones
dominicales el aumento de las tasas de los centros de Educación Infantil, que
hace casi imposible que los más pequeños accedan a ellos a menos que sus padres
trabajen ambos, creando un círculo vicioso que obliga a uno de los dos
progenitores a abocarse a continuar en el desempleo para poder atenderlos; o
del recorte en las becas de comedor, libros o transporte escolar, que hacen que la factura
docente se multiplique por no se sabe cuánto a medida que el número de hijos
aumenta. O incluso que protestarían por la creación de una tasa por inscribirte
como familia de hecho en un registro -bueno, eso lo esperaba menos, que hay
familias y familias para ellos-.
Porque todo eso sí que ataca
frontalmente a la familia, sí que mina desde su base económica el concepto que
yo tengo de la familia. Todo ello sí
que golpea de frente, como un ariete de las tribus bárbaras martilleando las
puertas de la muralla, contra aquello que es y debe ser una familia.
Dejados, por supuesto, a un lado,
sexos, inclinación afectiva, número y estado civil de sus integrantes.
Pero las calles de la milla de oro
siguen vacías y nadie -ni siquiera los chicos de las empresas del ínclito
Correa y su Special Events- está construyendo escenarios en la Plaza de Colón.
Pero Rouco Varela sigue mudo y Reig Pla no publica sermón alguno.
Que otros que no piensan, sienten ni
aman como ellos puedan tener familia, que otras concepciones del mundo y del
afecto puedan acceder a la religión afectiva que es - o por lo menos debe ser-
una familia, parece que destruye la familia, la pone en riesgo, la afrenta, la
coloca en el límite mismo del umbral de la extinción.
Pero que cercenen a las familias la
capacidad de subsistencia, en virtud de cuadrar unos presupuestos que se han
malgastado en otras cosas, que las impidan asentarse económicamente, que las
dificulten ocuparse de sus miembros y las impongan cargas que la asedian por los
polos más débiles -los mayores y los menores- no suscita reacción alguna en
aquellos que en otros tiempos, demasiado cercanos como para que nuestra memoria
se haya adormecido, se declararon a sí mismos defensores de la familia y de la
fe en la familia.
Será que me he equivocado. Será que,
como en otras muchas cosas, soy apóstata y hereje. Pues va a ser que ahora que la familia sí importa, resulta que a ellos, los jerarcas, los de siempre, las familias no les importa.
Será que mi religión de la familia no
es su familia de la religión.
Porque una familia puede ser una hermosa
religión. Pero la familia jamás debe ser una ideología.
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