jueves, junio 07, 2012

El silencio de Drysi (edición 2012)



Mucho se perdió en la Guerra de la Fragua.
Los temidos Skelin, guerreros venidos del recuerdo y condenados al olvido,  fundieron las llaves que se guardaron durante milenios en los templos de Antares y cuando la última gota de su metal licuado se mezcló con el barro y la sangre, los hombres dijeron adiós al acceso al mundo de los sueños; Las huestes de Caos anegaron los páramos infinitos e inundaron las profundas puertas de la Nada que habían sido custodiadas durante siglos por la flor y nata de la Instrumentalidad, negando para siempre al Continente Occidental el acceso a los bajíos de los que bebía La Fuente del Destino.
Las tierras quedaron muertas, las bestias se asilvestraron, los hombres quedaron cojos, mancos y tullidos como quedan los hombres en todas las guerras, los profetas quedaron mudos y los reyes y los nobles quedaron vivos.
Los dioses ya se habían marchado hacía tiempo, matando y muriendo en su propia guerra, pero sonrieron contentos al darse cuenta de que los hombres eran tan irresponsables como ellos. Los clérigos quedaron ocultos, pero eso nadie lo sintió.
Pero además de las fuentes del destino, el acceso a los sueños y la voz de los profetas se perdió algo mucho más preciado.
Tan precioso e importante era ese conocimiento que los chamanes que protegen el Muro de Hielo habían guardado de las miradas y el conocimiento de todos los demás seres que poblaban las Tierras Occidentales e incluso de aquellos que residían en los dominios de Caos.
Pero aquellos cuya magia había sido concebida para recordar, para organizar, para frenar y revivir a Caos y a sus huestes, para mantener Las Tierras Occidentales en el ciclo mágico que sólo es posible cuando se recuerda de donde se viene, optaron por el olvido.
Era un saber antiguo, tan antiguo como el primer giro del globo que albergaba el Continente occidental y el resto del mundo conocido; tan antiguo como las estrellas; tan antiguo como la vida y la muerte que marcaban los ritmos y las melodías que componían el tapiz del mundo. Y era poderoso, tan poderoso que si uno de los cien bandos que combatía en la Guerra de la Fragua caía en la cuenta de que existía, lo recordaba o alcazaba una vaga noción de su existencia, los resultados serían catastróficos para los derrotados y apocalípticos para los vencedores.
Por primera vez desde que derrotaron a Caos, por primera vez desde que el Muro de Hielo fue erigido a despecho de aquellos que querían acabar con todo orden, por primera vez desde que Akrhan se negó a ser dios, los chamanes invocaron a Pavar, el Señor del Pánico huido de otra guerra más antigua. Por primera vez sintieron miedo.
Tan fuerte fue su miedo, como lo es siempre el aliento del dios cobarde, que elevaron sus brazos y trazaron sus signos arcanos con dedos y uñas en el aire en busca del olvido; aclararon sus gargantas y cantaron sus letanías y sus mantras para invocar al abandono; danzaron en los abismos y en las simas de hielo para borrar la remembranza.
Y lo consiguieron. No había nada que la magia de los chamanes místicos de El Muro no pudiera lograr. Nada salvo evitarla Guerra de La Fragua.
Algunos archimagos lo percibieron como un mareo, otros, los magos menos poderosos como un sentimiento de estar a punto de hacer algo y olvidar de repente el motivo de su acción; los poetas, los bardos, los cantores, los bufones y los músicos como una incapacidad repentina para tocar una nota determinada o como una inusual asonancia en una melodía que estaban cansados de entonar en su vida cotidiana y en sus actuaciones en pueblos y palacios; los nobles y guerreros como un escalofrío que les recorrió la espalda en medio del sudor de la batalla o el campo de entrenamiento. La mayoría ni siquiera lo sintió. Cuando algo no se usa resulta casi imposible percibir que se ha perdido.
Tan sólo unos cuantos pudieron poner nombre y forma a esas sensaciones, a esos vagos presagios y señales que los que habitan el Continente occidental experimentaron cuando los místicos milenarios del Muro de Hielo lograron su objetivo. Tan sólo unos pocos supieron en ese momento que el mundo había cambiado, que el mundo había perdido algo más importante que las lleves fundidas por los Skelin o las puertas anegadas por el ejército de la hermosa Bruja de Caos que desencadenó la guerra.
Tan sólo unos pocos supieron que el mundo había perdido en ese momento el contacto con su propia existencia. La voz que le mantenía vinculado a sí mismo.
Pocos supieron que se había perdido el Habla de Las Rocas.

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La vida empezó con la roca. No con los dioses, no con las plantas ni con las bestias y, desde luego, no con los hombres. La vida comenzó con la roca.
El calor de su existencia la hizo fundirse y refundirse mil veces durante decenas de eones para darse forma a sí misma, para dar forma al mundo. Esa era una verdad conocida por todos e ignorada cotidianamente por la inmensa mayoría. Y ahora la vida, la roca, estaba muda.
No exactamente, los eruditos que hablaban sobre ello en los salones de los palacios y las escuelas dirían que en realidad eran el resto de los habitantes del mundo los que habían perdido la capacidad de escucharla, los listillos de taberna que utilizan la labia y la palabrería para lograr una achuchón nocturno y repentino con las incautas mesoneras dirían que es que nadie entendía ya lo que decía.
La roca no decía nada. Si nadie te oye, te escucha ni te entiende, no tiene sentido decir nada. Así que, a todos los efectos, la roca estaba muda por incapacidad o por desidia.
Cada uno de los humanos del Continente Occidental percibió ese silencio con un distinto grado y condición. Para los canteros, escultores y arquitectos fue un desastre. Su trabajo se tornó de repente el más arduo del globo.
 Los barrenados fallaban como si la roca ya no supiera por donde tenía que romperse; los cortafríos se quebraban como si el mármol o el granito se negaran a escuchar su restallar y sus ecos que buscaban darles forma, los arquitectos veían como sus construcciones se demoraban por los problemas de canteros y escultores y por su propia repentina incapacidad para anticipar las derivas, las masas y comportamientos de los bloques que habían de formar su construcciones.
Pero los problemas de los constructores son algo que poco o nada afecta al común de las gentes. Tanto da que un palacio o un templo tarden en construirse diez o veinte años. La soberbia de los hombres y de los dioses se extiende mucho más tiempo que lo que el que se emplea en construir sus moradas.
Las gargantas de los maestros de obras pueden caer por la demora, pero la vida sigue igual para todos lo demás.

Si los humanos vivieron el fin del Habla de Las Rocas de formas distintas y diversas, no fue diferente entre las rocas.
Los granitos la experimentaron con rabia y con desdén, poblando sus canteras de sordos rugidos ya por nadie entendidos; los mármoles se hicieron grietas de tanto gritar en el silencio impuesto por la magia de los shamanes místicos; las calizas se deshicieron en polvo en un intento de cambiar su sustancia y recuperar su voz para los hombres, las areniscas susurraron al mar para ver que si el mar podía trasmitir sus palabras a animales y humanos. Se juntaron a él en una letanía de siseos y palabras apenas sugeridas que el vaivén de las aguas prometió recoger y llevar a otras costas. Hasta eso fue en vano. Si hacía tiempo que las gentes de las Tierras Occidentales no hacían caso a la tierra y a su habla, mucho más hacía que vivían de espaldas a los cantos del mar.

Pero sin duda el lugar en el que se vivió la aciaga magia de los chamanes con mayor intensidad, con mayor desesperación, con un sentimiento más profundo y más hondo fue en el Roquedal de Drysi.
El roquedal era la única tierra que la magia, la espada y la sangre había conseguido arrebatar a los dominios de Caos antes de que el Muro de Hielo se alzara para separar lo innominado de lo organizado, lo desordenado de lo establecido, lo nacido de lo creado, lo tendente a la vida de lo abocado a la muerte.
No era una tierra valiosa. Tan sólo eran rocas, pero se decía que ese pedregal fue el origen del Habla de las rocas: Los que cuentan las historias como si hubieran estado presentes en ellas afirmaban sin dudarlo un segundo que era entre esos riscos inexplorados por miedo, entre esas gargantas evitadas por superstición y entre esos peñascos, rehuidos por  soberbia, el viento de los mil dioses y el agua del comienzo de los tiempos se había filtrado entre las rocas y les había enseñado a hablar, a cantar, a vivir.
Eso hacía que el roquedal fuera especial, pero lo que sin duda hacía eterno y precioso a ese conjunto de mármoles, granitos y areniscas era Drysi, la roca puntiaguda y hermosa que le daba nombre.
Muchos la llamaban La Roca de Antares porque la leyenda decía que la única vez que al Señor de La Voluntad le falló esta, mucho antes de La Guerra de Los Mil Dioses, mucho antes del mundo, se había apoyado en la y había conseguido recuperar su esencia para seguir su divino camino hacia el olvido que espera a todo dios. La leyenda decía que el dios había extraído la voluntad de ser de la piedra y se había recuperado. Nadie sabía como había quedado la piedra. Lo malo de ser roca es que nadie se da cuenta de que estas herido hasta que te resquebrajas por completo.
Otros la llamaban simplemente Drysi por su forma esbelta y bella, apuntando hacia los cielos y apenas enganchada al macizo rocoso en el que se apoyaba por un leve hilo de mineral de hierro que parecía a punto de quebrarse en todo momento.
Drysi era una roca diferente. Sus vetas de oro crecían hacia adentro con lo cual el sol pálido y triste del confín del norte del Continente Occidental apenas la hacía brillar. Su superficie era dura pero ligera y fría en verano y densa y cálida cuando los fríos invernales hacían crujir a sus hermanas y compañeras roquedal. Era como si Drysi fuera un pedazo de otro mundo o de otro tiempo colocado en medio del roquedal por algún dios loco o despistado que hubiera errado al completar el trabajo creador que precedió a la lucha que acabó con la esencia de todos ellos.
De hecho había una tercera teoría sobre el origen de Drysi. Pero claro nadie hace caso a una teoría que especifica, con ángulo de inclinación incluido, que una roca, proveniente de un cometa que era en realidad un planeta de órbita universal, que cayó sobre el roquedal y fue el único fragmento de ese increíble cuerpo celeste que no se trasformó en mujer u hombre.
Nadie suele dar crédito a las teorías que mantienen que Antares nunca se sentó apoyando la espalda en Drysi, sino que se sentó frente a ella, la observo mientras el mundo permanecía parado y comentó que tenía forma de alma. Nadie está en condiciones de asumir una historia relatada por alguien que dice que la caída de La Roca de Antares desde un mundo errante que no quería estarlo fue lo que despertó al narrador de la misma de la única siesta que ha dormido en su vida.
Nadie suele creer las teorías de Lesskin.

Sea como fuere, haya que creer o no al ser cuyos títulos son más largos que sus piernas, si alguien sintió como un desastre la pérdida del Habla de las Rocas, esa fue la llamada por clérigos y magos Roca de Antares y por exploradores y viajeros Drysi. Aquella a la que Lesskin había bautizado como Roca Alma.
No sabía cuál era el motivo, no comprendía las guerras de los hombres como no había entendido la guerra de los dioses. Durante toda su existencia había vivido intentando ser lo que era, intentando ser roca, deseando ser lo que estaba llamada a ser.
En ocasiones lo había conseguido, en efímeros siglos el mundo estuvo en paz y los mármoles pudieron brillar, los granitos resistir, las areniscas cambiar y las calizas mezclarse. La mayor parte del tiempo la tierra sangraba y la roca moría, pero durante algunas centurias, escasas y casi olvidadas, había podido ser roca y estar viva.
Incluso en una ocasión, de los fuegos salidos de sus propias entrañas, de la lava ardiente que la había dado la vida en los comienzo y que mantenía el calor de su fuego interior, sacó la pasión y el ardor suficiente para lograr lo que las rocas consiguen en su origen o en su final.
Se fusionó, se derritió lo suficiente como para permitir que otra de las suyas se uniera a ella. Entonces tuvo cuarzos y micas, tuvo también platas y mercurios. Intercambio su oro por mercurio y su hierro por azufre. Entonces fue una parte de dos que rocas que eran una sola.
Luego los fríos del mundo, los hielos de la noche y los abrasadores calores de los días forjaron una grieta que acabo por romperse. Aquella roca que se había fusionado a Drysi rodó por la ladera y desapareció. Al principio, el espacio que ocupara antaño estuvo lleno de aristas que afeaban la imagen esbelta y hermosa de La Roca de Antares. Pero el viento y la lluvia son buenas medicinas. Pasaron sus manos sobre ella una y otra vez a lo largo de las estaciones, cayeron sobre ella y circularon alrededor de ella, hasta que de esa fea herida apenas quedó el más leve recuerdo. La erosión es una buena medicina. El tiempo no, pero la erosión sí lo es.

Pero eso no fue nada comparado con lo que Drysi sentía ahora. Incapaz de entender porque una magia lejana e inmisericorde le había robado una parte de su esencia, algo que necesitaba para vivir, para dar vida, para ser.
Su desesperación se contenía y se alzaba como una carcajada triste mil veces repetida que ya nadie escuchaba.
Todo alquimista sabe que las rocas tienen la mirada vuelta hacia el interior. No tienen ojos para ver lo que pasa más allá del os muros que son sus pieles. Tiene oídos y tienen habla, pero no tienen ojos.
Y ahora los chamanes habían privado de ese único sentido a Drysi. Lo habían hecho con todo el roquedal, con todas las piedras, rocas y hasta con el más ínfimo canto rodado del mundo. Pero eso a Drysi no le importaba. Que los demás hicieran lo que fuera, que los demás se conformaran o se ajustaran a la nueva situación. Ella quería ser ella misma y no podía serlo. Su tristeza era un mundo. Pequeño, pero un mundo.

- Eso es una tontería –escuchó de repente Drysi y por un momento la alegría volvió. Escrutó cada una de sus vetas, cada uno de sus minerales, las siguió todas de principio a fin de su afilada forma en busca de cuál era la que estaba utilizando su interlocutor para comunicarse. Pero la tristeza volvió cuando sintió que todas seguían mudas. Ninguna brillaba más de lo habitual, ninguna se estremecía con ecos más allá de los naturales, ninguna vibraba o se encogía. Seguían mudas.

- Lo dicho, es una tontería –repitió la voz y en ese momento Drysi recordó que tenía tacto. Eso no se lo había quitado el hechizo nocivo de los chamanes que, preocupados por preservar al hombre, habían puesto barreras a la vida.
Sus poros de caliza se abrieron y sintió como un cuerpo, un cuerpo humano por la huella que dejaba en sus areniscas,  se apoyaba contra ella. Tenía que ser delgado, casi esquelético…
- Eso yo vengo a ayudarte y tu empiezas a hacer menosprecios de mi anatomía. No me parece una actitud muy diplomática por tu parte. Claro que la cortesía nunca ha sido tú fuerte, ni el de ese planeta tuyo que se empeñó en cambiar el universo.
Drysi se contrajo de la sorpresa. Los humanos habían perdido el habla de la Roca, era imposible que ese ser la escuchara, era imposible que la hablara. Estaba sola, perdida. No podía ser ella…

- Nunca has estado sola.- Ni siquiera cuando navegabas por los reinos de Sideria, ni siquiera cuando te desprendiste de, ¿cómo se llamaba? ¿Cáprica?, ¿Casiopea?  ¡Kanthra! Eso, ni siquiera cuando te desprendiste de Kanthra estabas sola.
Drysi no dijo nada. No podía decirlo. Endureció su superficie para intentar expulsar a este molesto ser que respondió con un pequeño gruñido y se levantó de un salto para quedar erguido ante la Roca de Antares con los brazos apoyados en sus exiguas caderas. Se puso de puntillas como intentando igualar la soberbia longitud de su interlocutora rocosa.

- ¡Serás cabezota! -espetó y luego se llevó la mano al mentón pensativo- Aunque, mirándolo bien, no se puede esperar otra cosa de ti. Eres una roca. Si te digo que tienes la cabeza más dura que una piedra será cierto, pero no aportará nada a la metáfora, puesto que ni siquiera será una metáfora, ya que, como he dicho antes eres una piedra y…

El individuo se interrumpió cuando un crujido le hizo mirar hacia atrás. Un guijarro parecía querer desgarrarse de la pared caliza que estaba a sus espaldas. El roquedal se impacientaba.

- Está bien, está bien. Para ser rocas de millones de años tenéis poca paciencia. Normalmente suelo ser más sutil, pero visto lo visto optaré por el método duro. Con vosotros sólo vale lo directo ¡Especialmente contigo roca advenediza de otro mundo!

El ser se quedó fijamente mirando a Drysi y esbozó una sonrisa.

- ¿Has mirado últimamente al mercurio, Drysi, Roca Alma?

La roca que quería ser no le entendió. Ella no tenía mercurio, ella… Entonces lo comprendió. Busco con su mirada interna hacia abajo y no encontró nada. Llegó al hierro que la unía al macizo del Confín del Norte y no halló ni una miserable veta del líquido metal. Luego volvió sus ojos interiores hacia lo alto, hacia el lado de su hermosa silueta que apuntaba a los cielos y encontró el resto. Justo al lado del límite interior de la herida antigua. Tanto la había erosionado el viento paliativo y el agua sanadora que estaba a punto de desaparecer.
Siguió el delgado hilo de líquido plateado hasta que de nuevo llegó a la base, justo en el lado opuesto en el que se unía a las tierras del norte. Y allí se acababa. Su mirada interior no podía ir más allá de su piel, era imposible. Su naturaleza se lo impedía.

- Tú naturaleza no te impide nada –se carcajeó Lesskin, porque el individuo era Lesskin- es sólo otro de esos mitos científicos absurdos ¡como la tontería esa de que el tiempo es lineal y nunca vuelve! ¡Sandeces!. Lo único que te impide ver más allá de tu piel es todo lo que hay encima de lo que está más allá de tu piel. Pero eso puede arreglarse. De hecho, tengo un amigo que te lo va a poner muy fácil.

Dicen que, cuando al principio de la Guerra de La Fragua, Yiobazan se hizo a si mismo dios desarrolló tal fuerza mágica que durante un instante elevó al mundo al completo en los cielos. El archimago orante alcanzó la divinidad y el mundo le respondió elevándose con él mientras la guardia moría pero no se rendía y el bosque de Hauntling evitaba que la turba de Vidianne lograra su propósito. Los cálculos de los clérigos estipulan ese momento de acceso a la divinidad en un máximo de tres segundos. Pero tres segundos puede ser mucho tiempo para los que están en el tiempo desde antes que el tiempo comenzara a correr y a retorcerse.

Mientras Yiobazan elevaba el mundo, Drysi consiguió lo inimaginable. Levantado el sustrato de tierra, removido todo aquello que en el mundo cubre la roca viva y su alma de lava, vio lo que era imposible ver.
Vio como la veta de mercurio se extendía más allá de ella rodeada en parte de su esencia rocosa y en parte de otra conocida y en otro tiempo amada. Vio como atravesaba mares en los que establecía arrecifes coralinos, como recorría simas en las que los animales de las profundices se aferraban a ella; contempló como atravesaba campos de labor en los que los arados dejaban pequeños arañazos en su piel, atisbo en la lejanía como se elevaba en un macizo insular que viva rodeado de agua y sometido al mismo conjuro de los chamanes.
Y vio otros cientos, quizás miles, de vetas que abandonaban los cuerpos de las rocas para unirse a otras en la lejanía. Vio como sus almas ardientes de lava y hierro fundido rellenaban los huecos cuando un terremoto o un maremoto las quebraba; descubrió como se hacían finas, se volvían casi invisibles como un cordón de plata, pero no se rompían.
Luego Yiobazan ascendió a las casas celestes y el mundo volvió a su sitio con un suspiro de alivio.

Lesskin también suspiro y pasó su delgada mano de fina piel por la cálida corteza de Drysi.

- Puedes estar triste, pero no estás sola. Puedes vivir con ellos y puedes compartir con ellos. No tienes por qué hacerlo, pero puedes hacerlo. No lo olvides. Eso sí iría en contra de tu naturaleza. Puedes hablar, puedes responder. Si no lo haces no es porque no vayan a escucharte o porque te hayan impedido hacerlo. Es simplemente porque no quieres. Y también puedes no querer. Aunque no querer nunca será lo mismo que no poder.

Drysi asintió. El asentimiento de una roca es un gesto difícil. Pero el oro brilló y el granito resistió.

- Y ahora me voy. Que tengo que encontrar una forma de acabar con esta absurda Guerra de La Fragua ¿Te he dicho que soy el lugarteniente favorito de la Hija de Caos? Me recuerda mucho a ti. Es igual de hermosa y cabezota… quizá algo más joven…

La voz de Lesskin se perdió y Drysi quedó de nuevo en el macizo rocoso del Confín del Norte en el que se encuentra el roquedal que lleva su nombre. Quedó triste, eso era inevitable, pero no sola. Eso era cierto.
Incluso aunque lo hubiera dicho Lesskin. O quizás por eso.

 

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