martes, septiembre 04, 2012

Hasta Internet nos dice que se nos agota el tiempo


En Holanda, una niña sangró durante cinco días antes de yacer muerta, un padre sangrará el resto de su vida por no poder pararlo y un hermano pequeño sangrará el resto de sus noches por tener que recordarlo.
Y algunos, sólo algunos, en este mundo nuestro occidental atlántico, más allá de la crisis, más allá de los bonos, más allá de las bancas malvadas y los gobiernos zafios, se preguntan por qué.
La respuesta ficticia, la que ofrecen los hechos, nos cuenta que otro niño, uno de sólo catorce años, se plantó frente a ella, aún sin conocerla, y la clavó un cuchillo hasta hacerla morir.
Eso es lo que nos dicen, eso es lo que escuchamos, eso es lo que leemos. Eso es lo que es verdad.
Pero esa tumba de alguien de quince años en las tierras de Flandes nos habla de otra cosa, nos muestra otra respuesta.
Esa niña ha muerto y volverá a morir por un simple motivo, por una única razón. Porque muchos de nosotros renunciamos hace ya tiempo a hacer nuestro trabajo. A dedicarnos a esa actividad que, poco remunerada y nada agradecida, nos impone el hecho de nacer rodeados de otros que también han nacido.
Porque dejamos de trabajar para seguir siendo humanos.
Un niña muere en los Países Bajos porque ha criticado a otra en Internet, porque hemos creado una civilización donde lo físico no existe, lo real no es de recibo, donde una red social sin rostro, sin personas, sin cuerpo y sin presencia sustituye a ese mundo donde los otros son presencias constantes, donde los otros han de ser tenidos en la cuenta en lo que hacemos, lo que vamos hacer y lo que estamos haciendo.
Ha muerto porque un niño no ha sido capaz de ser consciente de que la estaba matando hasta que ha visto su avatar desaparecer de una red virtual.
Porque hemos creado o permitido crecer un mundo en el que nos escondemos un día tras de otro de todos y de todo; en el que no hay lugar a la crítica porque todo el mundo la ve, la escucha, la percibe y la vive.
Un universo en el que no hay discusión sino humillación pública en post y actualizaciones.
Porque, o hemos dejado de distinguir lo privado de lo público o hemos dejado de discernir la diferencia entre nosotros y nuestro propio avatar en una red social.
Una niña ha muerto y permanecerá muerta pese a todas las actualizaciones de perfil de sus amigos que no podrán reiniciarla, porque hemos permitido que una generación crezca sin cuerpo y con el alma constreñida en imágenes binarias de 64 bits.
Porque hemos permitido, alentado y servido de ejemplo a niños, adolescentes y eternos jovencitos para los que una carta es un arcano tan indescifrable como para nosotros fue la piedra de Roseta, para los que decir una cosa a la cara es colgarla, pública y notoria, en una red social. 
Seres que no discuten con el otro enfrente porque es más sencillo y seguro hacerlo por las redes, seres que nunca han visto un corte de mangas, un desaire fogoso o una ceja arqueada porque lo interpretan todo lo que los otros son por rostros amarillos que pueblan la pantalla.
Y puede que todo eso haya acabado con ellos, puede que ellos hayan llevado el mundo virtual a la sustitución de otro que otrora fue real.
Puede que el final, la mutación definitiva del mundo en virtual sea completamente suya, pero el inicio, el principio de ese cambio imposible tan sólo ha sido nuestro.
Las cinco puñaladas de un chaval que no la conocía han matado a una niña por meterse con una amiga suya  en una red social, pero el primer navajazo se lo dimos nosotros.
Se lo asestamos cuando empezamos a transformar algo que fue en su día, con la ingenuidad del estudiante, inventado para comunicarse en un simple lugar donde escondernos.
Cuando empezamos a despedirnos por correo electrónico con tal de no tener que soportar el llanto o la indiferencia de aquel o aquella de quien nos despedíamos; cuando comenzamos a usar el silencio como forma virtual de respuesta que no nos forzaba a nada y siempre podía ser reinterpretada a nuestra conveniencia.
Cuando nos escondimos tras rostros que ya no eran el nuestro, tras cuerpos que ya no eran el nuestro, tras penes y escotes que ya no eran los nuestros.
Cuando enganchamos nuestras identidades, aquellas que tenían un cuerpo, una voz y unos gestos, a redes virtuales para poder follarnos con placer a alguien por un par de guiños electrónicos y de emoticonos insinuantes sabiendo que no tendríamos que fingir conocerle, que no tendríamos que simular respetarla, que podríamos borrar su presencia y recuerdo tras el polvo fugaz borrando su perfil o quitando su apodo de nuestra siempre creciente relación de contactos.
Una niña holandesa hoy yace bajo tierra porque otros tres no han sido capaces de discernir la diferencia entre borrarla de su red y sacarla de la vida. Y eso comenzó con nosotros.
Cuando usamos esos mundos que habían de ser reflejo de lo que en realidad éramos como  sustitutivos de lo que no queríamos que los demás supieran que éramos.
Cuando enterramos nuestra vida más allá de la vista de todos, cuando dejamos de dar explicaciones por nuestros actos a aquellos a los que nuestras acciones involucraban, cuando nos ocultamos en lo más profundo del vacío virtual sin recordar que ese vacío tenía que vincular no que esconder.
Cuando guardamos todas nuestras reservas de confianza en alguna parte y olvidamos donde las habíamos guardado.
Y así no dejamos a nadie ver nuestras expresiones, captar nuestros gestos, interpretar nuestras miradas, recibir nuestras inflexiones. Pudimos por fin fingir que nos comunicábamos sin que nadie supiera nada de nosotros.
Si consentimos que hace siglos el bueno de Míster Bell y su teléfono le quitaran el cuerpo a nuestras relaciones a cambio de la inmediatez, hoy hemos permitido que Internet le robe el alma a nuestra intimidad a cambio de poder permanecer ocultos y a salvo. 
Pero no a salvo de otros. A salvo de nosotros mismos.
A salvo de darnos cuenta que no podemos ser solidarios sin comernos el polvo del camino y la tristeza in situ de aquellos a los que pretendemos ayudar, que no podemos hacer la revolución sin colocarnos de facto entra la víctima y la injusticia, que no podemos tener amigos sin acudir en su ayuda aunque nos venga mal, que no podemos tener amantes o amores solamente cuando la conexión virtual es propicia y no nos arranca de otros asuntos que ellos desconocen. 
Una niña muerta y un niño asesino sin odio, sin razón, sin locura y sin motivo nos recuerdan que hemos convertido nuestra intimidad en un triste moridero donde lo único que nos hace humanos, los demás, permanecen al otro lado de la pared oscura del panteón en el que languidecemos sin vivir por puro instinto de supervivencia.
Aún podemos hacerlo, aun podemos recuperarnos como seres sintientes.
Aún podemos decirle a otro las cosas a la cara y en privado, arriesgándonos a su reacción y haciéndonos responsables de la nuestra; aun podemos asumir el rechazo y expresarlo sin miedo; aun podemos usar lo virtual como reflejo real de lo que somos, sin falsos avatares, mostrando a quien queramos nuestras virtudes y nuestros defectos, nuestros excesos y nuestras carencias.
Usando la comunicación lejana para comunicarnos no para ocultarnos, para dar a los otros un espacio  en nuestras vidas, no para negarles la esencia de lo que somos o lo que queremos ser.
Y aun así yo subiré esta historia a un blog, la compartiré en tres redes sociales y en otro par de entornos virtuales.
Pero mi foto real, mi nombre real y mi texto real sabrán que su reflejo virtual es auténtico, se corresponde no con lo que quiere ser sino con lo que realmente es. Es un pobre consuelo para una niña muerta, un padre desesperado y un hermano traumatizado, pero es lo único que puedo ofrecerles a través de la red.
La vida virtual nos devora y nosotros empezamos ese festival de canibalismo propio.
Aún podemos evitarlo, pero cinco puñaladas, una niña enterrada en las tierras de Flandes y un asesino infantil que no la conocía nos anuncian a gritos que el tiempo para poder hacerlo empieza a terminarse.

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