En Holanda, una niña sangró durante
cinco días antes de yacer muerta, un padre sangrará el resto de su vida por no
poder pararlo y un hermano pequeño sangrará el resto de sus noches por tener
que recordarlo.
Y algunos, sólo algunos, en este mundo
nuestro occidental atlántico, más allá de la crisis, más allá de los bonos, más
allá de las bancas malvadas y los gobiernos zafios, se preguntan por qué.
La respuesta ficticia, la que ofrecen los
hechos, nos cuenta que otro niño, uno de sólo catorce años, se plantó frente a
ella, aún sin conocerla, y la clavó un cuchillo hasta hacerla morir.
Eso es lo que nos dicen, eso es lo que
escuchamos, eso es lo que leemos. Eso es lo que es verdad.
Pero esa tumba de alguien de quince
años en las tierras de Flandes nos habla de otra cosa, nos muestra otra
respuesta.
Esa niña ha muerto y volverá a morir
por un simple motivo, por una única razón. Porque muchos de nosotros renunciamos
hace ya tiempo a hacer nuestro trabajo. A dedicarnos a esa actividad que, poco
remunerada y nada agradecida, nos impone el hecho de nacer rodeados de otros
que también han nacido.
Porque dejamos de trabajar para seguir
siendo humanos.
Un niña muere en los Países Bajos
porque ha criticado a otra en Internet, porque hemos creado una civilización
donde lo físico no existe, lo real no es de recibo, donde una red social sin
rostro, sin personas, sin cuerpo y sin presencia sustituye a ese mundo donde
los otros son presencias constantes, donde los otros han de ser tenidos en la
cuenta en lo que hacemos, lo que vamos hacer y lo que estamos haciendo.
Ha muerto porque un niño no ha sido
capaz de ser consciente de que la estaba matando hasta que ha visto su avatar
desaparecer de una red virtual.
Porque hemos creado o permitido crecer
un mundo en el que nos escondemos un día tras de otro de todos y de todo; en el que no hay
lugar a la crítica porque todo el mundo la ve, la escucha, la percibe y la
vive.
Un universo en el que no hay discusión
sino humillación pública en post y actualizaciones.
Porque, o hemos dejado de distinguir
lo privado de lo público o hemos dejado de discernir la diferencia entre nosotros
y nuestro propio avatar en una red social.
Una niña ha muerto y permanecerá
muerta pese a todas las actualizaciones de perfil de sus amigos que no podrán
reiniciarla, porque hemos permitido que una generación crezca sin cuerpo y con
el alma constreñida en imágenes binarias de 64 bits.
Porque hemos permitido, alentado y
servido de ejemplo a niños, adolescentes y eternos jovencitos para los que una
carta es un arcano tan indescifrable como para nosotros fue la piedra de Roseta,
para los que decir una cosa a la cara es colgarla, pública y notoria, en una
red social.
Seres que no discuten con el otro
enfrente porque es más sencillo y seguro hacerlo por las redes, seres que nunca
han visto un corte de mangas, un desaire fogoso o una ceja arqueada porque lo
interpretan todo lo que los otros son por rostros amarillos que pueblan la
pantalla.
Y puede que todo eso haya acabado con
ellos, puede que ellos hayan llevado el mundo virtual a la sustitución de otro
que otrora fue real.
Puede que el final, la mutación
definitiva del mundo en virtual sea completamente suya, pero el inicio, el
principio de ese cambio imposible tan sólo ha sido nuestro.
Las cinco puñaladas de un chaval que
no la conocía han matado a una niña por meterse con una amiga suya en una
red social, pero el primer navajazo se lo dimos nosotros.
Se lo asestamos cuando empezamos a
transformar algo que fue en su día, con la ingenuidad del estudiante, inventado
para comunicarse en un simple lugar donde escondernos.
Cuando empezamos a despedirnos por
correo electrónico con tal de no tener que soportar el llanto o la indiferencia
de aquel o aquella de quien nos despedíamos; cuando comenzamos a usar el
silencio como forma virtual de respuesta que no nos forzaba a nada y siempre
podía ser reinterpretada a nuestra conveniencia.
Cuando nos escondimos tras rostros que
ya no eran el nuestro, tras cuerpos que ya no eran el nuestro, tras penes y escotes que ya
no eran los nuestros.
Cuando enganchamos nuestras
identidades, aquellas que tenían un cuerpo, una voz y unos gestos, a redes virtuales
para poder follarnos con placer a alguien por un par de guiños electrónicos y
de emoticonos insinuantes sabiendo que no tendríamos que fingir conocerle, que
no tendríamos que simular respetarla, que podríamos borrar su presencia y
recuerdo tras el polvo fugaz borrando su perfil o quitando su apodo de nuestra
siempre creciente relación de contactos.
Una niña holandesa hoy yace bajo
tierra porque otros tres no han sido capaces de discernir la diferencia entre borrarla
de su red y sacarla de la vida. Y eso comenzó con nosotros.
Cuando usamos esos mundos que habían
de ser reflejo de lo que en realidad éramos como sustitutivos de lo que no queríamos que los
demás supieran que éramos.
Cuando enterramos nuestra vida más
allá de la vista de todos, cuando dejamos de dar explicaciones por nuestros
actos a aquellos a los que nuestras acciones involucraban, cuando nos ocultamos
en lo más profundo del vacío virtual sin recordar que ese vacío tenía que
vincular no que esconder.
Cuando guardamos todas nuestras
reservas de confianza en alguna parte y olvidamos donde las habíamos guardado.
Y así no dejamos a nadie ver nuestras
expresiones, captar nuestros gestos, interpretar nuestras miradas, recibir
nuestras inflexiones. Pudimos por fin fingir que nos comunicábamos sin que
nadie supiera nada de nosotros.
Si consentimos que hace siglos el
bueno de Míster Bell y su teléfono le quitaran el cuerpo a nuestras relaciones
a cambio de la inmediatez, hoy hemos permitido que Internet le robe el alma a
nuestra intimidad a cambio de poder permanecer ocultos y a salvo.
Pero no a salvo de otros. A salvo de
nosotros mismos.
A salvo de darnos cuenta que no
podemos ser solidarios sin comernos el polvo del camino y la tristeza in situ de aquellos a los que pretendemos
ayudar, que no podemos hacer la revolución sin colocarnos de facto entra la
víctima y la injusticia, que no podemos tener amigos sin acudir en su ayuda
aunque nos venga mal, que no podemos tener amantes o amores solamente cuando la
conexión virtual es propicia y no nos arranca de otros asuntos que ellos
desconocen.
Una niña muerta y un niño asesino sin
odio, sin razón, sin locura y sin motivo nos recuerdan que hemos convertido
nuestra intimidad en un triste moridero donde lo único que nos hace humanos,
los demás, permanecen al otro lado de la pared oscura del panteón en el que
languidecemos sin vivir por puro instinto de supervivencia.
Aún podemos hacerlo, aun podemos
recuperarnos como seres sintientes.
Aún podemos decirle a otro las cosas a
la cara y en privado, arriesgándonos a su reacción y haciéndonos responsables
de la nuestra; aun podemos asumir el rechazo y expresarlo sin miedo; aun
podemos usar lo virtual como reflejo real de lo que somos, sin falsos avatares,
mostrando a quien queramos nuestras virtudes y nuestros defectos, nuestros
excesos y nuestras carencias.
Usando la comunicación lejana para
comunicarnos no para ocultarnos, para dar a los otros un espacio en
nuestras vidas, no para negarles la esencia de lo que somos o lo que queremos
ser.
Y aun así yo subiré esta historia a un
blog, la compartiré en tres redes sociales y en otro par de entornos virtuales.
Pero mi foto real, mi nombre real y mi
texto real sabrán que su reflejo virtual es auténtico, se corresponde no con lo
que quiere ser sino con lo que realmente es. Es un pobre consuelo para una niña
muerta, un padre desesperado y un hermano traumatizado, pero es lo único que
puedo ofrecerles a través de la red.
La vida virtual nos devora y nosotros
empezamos ese festival de canibalismo propio.
Aún podemos evitarlo, pero cinco
puñaladas, una niña enterrada en las tierras de Flandes y un asesino infantil
que no la conocía nos anuncian a gritos que el tiempo para poder hacerlo
empieza a terminarse.
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