Hay propuestas que tienen el don
de parecer buenas, de ser capaces de ocultar sus vicios y carencias así, en un
primer vistazo, cuando aquellos que las reciben están en la situación anímica o
existencial adecuada para no pararse demasiado a pensar en lo que ocultan.
Y eso es lo que parece estar pasando
con la última pepita del rosario que ha desgranado cual Ave María penitente,
María Dolores de Cospedal, santa patrona del recorte, ángel guardián que custodia
con su filo llameante el purgatorio en que el Partido Popular quiere convertir la sociedad española.
La presidenta castellano manchega de
golpes en el atril y poses sugerentes se ha descolgado con algo que viene a ser
que, desde el año que viene, dejará sin salario a todos los diputados
autonómicos de su comunidad. Al gobierno regional no, que esos son todos los suyos. A los
diputados sí, que ya les daremos en el gobierno otro cargo del que puedan cobrar los nuestros.
Y eso, en una sociedad que clama por
el ejemplo -aunque no sea del todo necesario-, con internet saturada de
reclamaciones de que los políticos moderen sus ingresos para contribuir al
ahorro, de recriminaciones por indemnizaciones millonarias pagadas a inútiles
banqueros que han dejado sus entidades como la superficie de Hiroshima en el
45, de exigencias, fatuas pero comprensibles, para que ese lujoso y excesivo
chocolate del loro de los presupuestos de casas reales, gastos de
representación y dietas millonarias desaparezca o al menos se reduzca, ha
colado como el cuchillo en la mantequilla, como la mano de un político corrupto
en el erario público, como una bala blindada en la frente de un paquidermo en
Bostwana.
¡Menos mal, ya era hora!, dicen
algunos cuando deberían decir ¡ni de coña!
Porque aunque suene bien, aunque
parezca justo, no lo es. Porque eso no es una forma de ahorrar, no es una forma
de ejemplarizar en tiempos de crisis.
Es simplemente una forma de eliminar
la democracia. De transformarla de nuevo en una oligarquía. Es una forma de
revertirnos a los tiempos en que la Revolución Francesa se transformó en El
Terror Jacobino.
Nos devuelve de un solo plumazo a Los
Estados Generales de 1789 o, en su defecto, a La Convención.
Que los diputados no cobren por serlo
nos trae de nuevo a individuos que se dedican a la política porque sus rentas,
sus negocios o sus ingresos privados se lo permiten. Nos conduce a unos Estados
Generales donde todos eran ricos -fueran del estamento que fueran- porque eran
los únicos que podían permitirse el lujo de abandonar sus quehaceres -o
dejarlos en manos de otros- para dedicarse a discutir las leyes.
Nos conduce de nuevo a Talleyrand,
permanentemente anclado a la política de Francia durante casi un siglo
simplemente porque era mantenido por sus amantes, a Monseñor de La Faré, que
podía pasarse las horas muertas en las antesalas del parlamento porque vivía de
las rentas que producía para él su diócesis de Nancy.
Si los políticos no cobran por el
trabajo que hacen en representación de los votantes -bien o mal, eso ya es otra
cosa- llegará el día en el que nuestros parlamentos sean simplemente clubes de
opinión de aquellos que dejan a otros trabajando para ellos.
Volveremos a Cánovas y Sagasta, a las cesantías a un sistema que simplemente disfrazará el feudalismo de otra cosa pero que volverá a ser feudalismo.
Volveremos a Cánovas y Sagasta, a las cesantías a un sistema que simplemente disfrazará el feudalismo de otra cosa pero que volverá a ser feudalismo.
O a eso o al otro reverso tenebroso de
la responsabilidad política sin sueldo. La Convención, el momento predemocrático
inmediatamente posterior a Los Estados Generales.
A políticos que -incluso suponiendo
que tengan interés por el bien del país- se verán obligados a subsistir de otra
manera si no tienen la fortuna suficiente para vivir sin trabajar.
Regresaremos a un Jacques Louis David,
presidente de La Convención, corriendo por las calles atestadas de cadáveres
del París de los sans cullotes sin
poder llegar a tiempo para usar su voto de calidad para impedir los tribunales
populares que desembocaron en El Terror porque ese día tenía que hacer un
retrato de esos que le daban de comer.
O a Dantón o a los girondinos o a los
enciclopedistas que, sin tiempo para atender a sus negocios, sus tiendas, sus
profesiones y a la política todo al mismo tiempo, llegaban a última hora al
parlamento y se limitaban a preguntar a Robespierre -que, como buen rentista, sí
estaba en condiciones de enterarse- de qué iba la votación de ese día y qué
debían votar, sin tener tiempo apenas de darse cuenta, hasta que fue demasiado
tarde, que todos sus consejos y decisiones estaban exclusivamente encaminados a
colocarse él en la cúspide del poder revolucionario en Francia.
O, a lo peor, volveremos a Jean Paul
Marat, un médico mediocre obsesionado con pasar por el tamiz de su interés
personal todas las leyes francesas porque era la única forma de garantizarse su
subsistencia que dependía de que no se exigiera colegiación médica en Francia,
de que no se aceptara más ciencia que la que el practicaba para que su consulta
siguiera siempre llena, de acusar de ultramontanos, antirrevolucionarios o
simplemente magos místicos a sus colegas enciclopedistas para quedarse con su
clientela.
Santa Dolores de Cospedal lo que
pide es que se desprofesionalice el servicio político. No que se dignifique, que
se legisle sobre su responsabilidad, que se le exija transparencia y
responsabilidad civil y penal si es necesario, sólo que se desprofesionalice.
Lo que, en la práctica, significa que
solamente lo controle el dinero y el interés personal. Es decir, lo mismo que
ahora, pero con una excusa plausible dentro del sistema.
No quiere acabar con la corrupción,
quiere institucionalizarla y darle una explicación para las conciencias de los
que la practiquen.
Si quiere o considera necesario dar
ejemplo que elimine las dietas, que un individuo que gana seis mil euros al mes
tiene dinero suficiente para costearse los billetes de AVE, la gasolina o un apartamento
para estar a tiempo en la ciudad en la que se encuentra el parlamento, para
pagarse un menú en un restaurante o para ir a la compra y hacerse la comida en
su vivienda; que iguale el sueldo de todos los políticos en el mínimo que cobra
un diputado, que elimine los gastos de representación con los que se cubren
excursiones a países exóticos con los colegas disfrazados de legaciones
comerciales para abrir mercados para su comunidad, que restrinja al mínimo los
gastos de coches oficiales para el gobierno autónomo -¿alguien podría decirme
si existe un Frente de Liberación Albaceteño o un Comando Conquense anti
españolista que justifique la escolta y el blindaje de todos los
desplazamientos de miembros del gobierno castellano manchego?-.
Pero si alguien cree que quitarles el
sueldo a los diputados es una buena idea solamente tiene que recordar que pasó
hace siglos en la Revolución Francesa y como acabó.
Pero el PP parece instalado en la inconsciencia
de proponer y tomar decisiones que ya han fallado antes, como si repetir las
cosas una y otra vez fuera, por arte de alguna magia ignota, a acarrear un
resultado distinto. A funcionar por fin.
Funcionará, seguro que funcionará. Funcionará
igual de bien que si se volviera a instaurar la Ley Seca en Chicago.
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