Han pasado ya
unos días y una conmemoración de lo que en su día iba a ser inolvidable -el
tristemente famoso atentado del 11 de septiembre de 2001- y que ya no es más
que una sombra en el recuerdo desde que Mariano Rajoy se sentará en su recién
estrenado canal gubernamental y hablara de muchas cosas para decir poco o nada
sobre todas ellas.
Como creo que ya
ha pasado el tiempo suficiente para reposarla he vuelto a ella y he encontrado
que lo más destacable, lo más reseñable, lo más peligroso no es todo lo que se
dijo y no se dijo sobre el rescate, no es aquello que se cambió o se ocultó
sobre la deuda. Lo más importante no es el principio.
Lo que cuenta es
el final.
La última
pregunta hecha y respondida por el ínclito Mariano Rajoy, a la sazón Presidente
del Gobierno de España, reza de la siguiente manera
P. - ¿Se manifestaría usted, Señor
Presidente contra un gobierno que le sube los impuestos, le quita prestaciones
y le quita la paga de Navidad?
R.- Si lo hiciera (los recortes, se supone)
por prejuicios ideológicos o lo hiciera porque sí, a lo mejor hasta lo haría.
Si lo hiciera por las razones que acabo de exponer hoy no lo haría de ninguna
de las maneras.
Y es
precisamente esa respuesta lo que pone los pelos como escarpias. No la incapacidad
comunicativa del Presidente, no sus idas y venidas por conceptos que él mismo
ha desechado y recuperado mil veces -como el de rescate, por ejemplo- no la
inusitada inoperancia del personal que ha contribuido a preparar esa
entrevista, que alcanza proporciones cercanas a la de inoperancia de los
exploradores nativos del General Custer en Little Big Horn y ni siquiera su
poco sentido de la imagen que será sin duda la que ocupe el lugar más alto en
el escalafón occidental desde que el presidente estadounidense Van Buren se
atreviera a dejarse retratar –para demostrar que tenía todo bajo control, según
él- afinando su arpa mientras la nación se desgarraba al otro lado de sus
ventanas.
Bueno, todo eso
también pone los pelos como escarpias. Pero la última respuesta más.
Porque, para
empezar, es una respuesta para el futuro. Rajoy anuncia que de hoy en adelante
y hasta el fin de los tiempos -al menos de los de crisis- todos los que se
manifiesten a partir del momento final de la entrevista concedida -o más bien
impuesta- a Televisión Española lo harán por pura y simple irresponsabilidad.
Lo que significa
es que todos los que se manifiesten en contra de sus medidas no es que estén
preocupados por la situación española, no es que estén molestos por el
derrotero que toman sus políticas, no es que no quieran un país reducido a la
servidumbre económica y manejado por los mercados en el que los ciudadanos
generen la riqueza para otros y esos otros sean invisibles, intocables e
incuestionables.
Según Rajoy
nadie que se preocupe por su país puede manifestarse ni estar en contra de esas
medidas y los que lo hacen simplemente serán egoístas, privilegiados o
irresponsables, como ya los ha definido toda la Corte de Génova y Moncloa en
más de una ocasión.
Eso ya de por sí
sería suficiente para obligar por Decreto Ley -que es la forma de gobierno que
más gusta por estos andurriales a unos y otros- a que se hiciera mirar lo suyo
de cuello para arriba y de cráneo para adentro.
Pero esa
conclusión es tan desoladoramente arrasadora porque es la lógica evolución de
la primera parte de su premisa.
"Si lo hiciera por prejuicios
ideológico o porque sí (los recortes y medidas), a lo mejor hasta yo lo haría
(manifestarse)..." dice el efímero gallego y se queda tan
tranquilo.
¡Como sí él no
lo estuviera haciendo por esos motivos! Como si su gobierno no lo estuviera
haciendo precisamente eso. Aplicar cada medida, cada legislación, cada recorte
y cada acto en virtud de unos prejuicios ideológicos propios.
Y él sabe que es
mentira. Y decir que lo sabe, que miente a ciencia y a conciencia, es hacerle
un favor. Porque si de verdad piensa que lo que está haciendo no se basa en su
ideología, está por encima de cualquier principio ideológico previo y es lo
único que puede hacerse, entonces pasa de un salto mortal con pirueta invertida
de la mentira política al fanatismo ideológico.
Y eso sí que es
un problema.
Cierto es que
esa respuesta está diseñada por sus asesores -que acumulan cada día más errores
de criterio que un artrítico jugando al Tetris en 3D- para diferenciar su
subida de impuestos de la del anterior gobierno al venderla como algo necesario
e ineludible. Pero lo que traduce es otra cosa.
Porque Rajoy
sabe que hay literalmente cientos de formas de enfrentarse a la situación
económica actual. Pero no intenta vender en horario de máxima audiencia que él
ha elegido una. Intenta colarnos que ha elegido la única posible. Que el resto
son ideologías y lo suyo es la verdad. Bíblica, inescrutable, sacrosanta e
inmarcesible. La verdad con mayúsculas.
Pero él sabe o
tiene que saber que no es así.
Que se podría
haber dejado a los bancos a su suerte y por tanto no necesitar rescate
financiero dejando que el sector se concentrara en las manos de las entidades
sólidas que no están en situación de rescate; sabe que podría haber sacado el
dinero de otras partidas, como Defensa o como los apoyos culturales a los toros
y a supuestas sociedades culturales que solamente son el reflejo de la buena
sociedad conservadora de ciertas zonas del país si quería controlar el déficit;
que podría haberse aplicado la política de demora de la deuda en aras del
crecimiento que aplican otros países; que podría haberse sacado la deuda
soberana del mercado entre particulares con un solo decreto ley; que podrían
haberse elevado los impuestos corporativos a los beneficios no reinvertidos,
que podría haberse penalizado con aranceles a todas las empresas nacionales que
deslocalizaron su producción fuera de la Unión Europea.
Rajoy sabe -o
debe saber- que se podrían haber tomado cientos, quizás miles de caminos, que
no son el que ha emprendido él. Incluso sin abandonar el compromiso con el
liberalismo y el libre mercado -que, por otra parte, tampoco es un camino que
no acepte alternativas-.
Que podría haber
dejado que los accionistas de los bancos en quiebra asumieran las pérdidas, que
podría haber congelado los activos de todas las empresas, entidades y personas
que tuvieran cuentas en el extranjero hasta que pagaran los impuestos por
ellas, que podría haber aumentado el porcentaje de multa sobre el fraude fiscal
en lugar de reducirlo en forma de amnistía.
Incluso,
abandonando el recto camino del liberal capitalismo, se podrían haber
nacionalizado los bancos, expropiado los bienes de producción o cualquier otra
medida rancia del más rancio comunismo real.
Y no estoy
diciendo que nada de eso funcionara mejor que lo que está haciendo Rajoy. Lo
que estoy diciendo es que todo eso no se ha hecho, todos esos caminos no se han
transitado por el Gobierno de este país, por el simple motivo de que sus
prejuicios ideológicos le impiden hacerlo.
Porque sus
prejuicios ideológicos afirman -ocurra lo que ocurra y en cualquier situación-
que la carga del Estado es el sector público, aunque nuestro país sea el cuarto
por la cola de la Unión Europea en el peso económico y financiero de ese sector
público; porque su ideología le hace pensar que los servicios públicos
extendidos son los que endeudan a nuestro país cuando en realidad la deuda
española se basa en la deuda contraída por entidades privadas y corporaciones
financieras que han apalancado su deuda durante años para obtener beneficios y
hasta lo reconoce abiertamente cuando habla en Finlandia; porque su
predisposición ideológica le hace seguir pensando que el principal coste
económico de las empresas es el coste salarial cuando todos los expertos en economía
de empresa y corporativa desde Yale hasta Groninga, desde La Sorbona hasta Harvard,
pasando por Oxford o Milán, ya mantienen que eso ha variado y que la principal
carga de las empresas corporativas es su deuda apalancada y sus intereses
financieros; porque sus presupuestos ideológicos le impiden bajarse del asno
con anteojeras de que la devolución del crédito a las empresas generará empleo cuando
las estadísticas demuestran que el empresariado español es el que menos dinero
reinvierte incluso en tiempos de bonanza y a pesar de que los más prestigiosos
economistas -y alguna que otra entidad internacional- ya afirmen abiertamente
la importancia fundamental e ineludible del sector público en la creación de
empleo y la inoperancia de las políticas de control del déficit público para
lograr ese objetivo.
Y Rajoy tiene
derecho a tener esos presupuestos ideológicos, igual que todos los demás tienen
derecho a los suyos. Pero a lo que tiene derecho es a afirmar que, como dijera
le mítico vecino de Amanece que no es Poco, todas las ideologías "son contingentes" y solamente
la suya "es necesaria".
Lo que no tiene ningún
derecho a hacer es intentar vender que lo suyo es verdad necesaria y que lo
demás es ideología contingente. Por mucho que la haya explicado -a cualquier cosa
llaman los gallegos explicar- en Televisión Española en horario de Prime Time.
Si Rajoy ahonda
en sus prejuicios ideológicos sin mirar a su alrededor es un inconsciente, como
lo somos casi todos los occidentales antlánticos, intentando repetir los mismos
actos una y otra vez esperando un resultado diferente -o sea repetir los de Irlanda,
Grecia, Portugal... esperando que está vez salga bien-.
Pero si ha
llegado a la conclusión de que lo que él hace es lo único que se puede hacer
-como intentó vendernos en directo en la última respuesta de su entrevista-
porque su ideología no es cuestionable y es irrefutablemente el único sendero
que puede tomar la realidad entonces la cuestión es radicalmente diferente.
Entonces el problema es distinto, peligrosamente distinto.
Hasta ahora se
puede considerar a Rajoy, incompetente, ciego, lento de reacciones y
profundamente mentiroso -vamos, como la mayoría de los políticos nacionales e
internacionales-, se le puede considerar acertado o equivocado, pero si sigue
afirmando que su verdad es la única posible y descubrimos que realmente lo cree,
tendremos que cambiar el ojo con el que le miramos. Incluso aquellos que creen
que su política es acertada.
Y bastante
tenemos con enfrentarnos a la quiebra de un sistema económico y financiero como
para además tener que preocuparnos del totalitarismo.
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