miércoles, septiembre 05, 2012

Un sopapo de puta echa al posfeminismo al Vaticano (I)


Por desgracia mucho es dice y se escribe sobre muchas cosas.
Y una de ellas es el feminismo. Se escribe sobre el que debería ser y sobre el que nos hacen sufrir a hombres y mujeres por interpretarlo de forma que solamente se apoya en la agresividad, la aversión y la necesidad casi patológica de acceso al poder.
Y ese radicalismo ideológico ha recibido un golpe, un bofetón con la mano abierta en el moflete de su ideología, en el carrillo de su siempre aireada y falsa progresía, en la nalga de su siempre cacareada defensa de la igualdad.
Y, para que sea más doloroso, más sonoro, para que ruborice más la tez de aquellas que lo reciben sentadas en sus sillones de presidentas, directoras o portavoces de tal o cual asociación femenina o feminista ha llegado de una mujer.
Pero no de un mujer cualquiera. De una ramera, un fulana, una furcia, una zorra,  una meretriz, una cortesana, una coima, una pelandusca, una buscona, una mesalina, una hetaira. Vamos, de una puta para entendernos.
Pero Morgane Merteuil no es una puta cualquiera. Es ni más ni menos que la líder del sindicato de trabajadores del sexo en Francia que agrupa a cerca de 56.000 personas que se ganan la vida en trabajos relacionados con el sexo.
Y ¿qué ha hecho Morgane -que con el nombre ya es ejemplo suficiente. Hay padres que dan justo en el clavo en el Registro Civil- para torcer la cara del feminismo políticamente correcto, agresivo y radical de un sopapo?
Pues muy sencillo. Ha llegado a un plató de informativos -no de los otros, de los de vísceras y morbo a las diez de la noche- y ha dicho que prefiere ser puta a trabajar en una fábrica.
Y a partir de ahí se ha puesto a repartir a diestro y siniestro con el envés y el revés de la mano golpes cóncavos y convexos en los mofletes del feminismo pacato, radical y novecentista que dice ser moderno como una madre hacia hace años con un hijo que se negara a hacer los deberes de forma adecuada y regular.
La primera bofetada la traía puesta desde antes de sentarse ante las cámaras, de ponerse ante las grabadoras de los periodistas. Porque ella es representante del Sindicato de Trabajadores del Sexo. No del de "Trabajadoras del Sexo" ni del de "Trabajadores y Trabajadoras del sexo".
Así que con el revés de la mano golpea ese supuesto mito de que solamente las mujeres utilizan su cuerpo y su actividad sexual para ganarse la vida y por tanto eso las convierte en víctimas de los pérfidos hombres que no lo hacen y con la mano abierta vuelve la cara de aquellas que defienden ese absurdo de la paridad repetitiva de género en el lenguaje.
Pero eso es solamente el comienzo de la regañina.
Morgane quiere ser puta o, para ser más exactos, prefiere ser puta a hacer otros trabajos. Es de suponer que preferiría ser arquitecta o abogada de éxito -por eso debe estar estudiando su segunda carrera universitaria- pero prefiere trabajar de puta que en una fábrica.
¿Por qué? Aquí las feministas al uso, las radicales que victimizan a toda mujer haga lo que haga en cuanto se relaciona con un hombre, sea cual sea el tipo o el nivel de la relación podrían agarrarse al clavo ardiendo de alguna perversión por parte de Morgane, podrían aducir algún tipo de desvió psicológico, incluso podrían acusarla de ninfómana para restarle credibilidad -de hecho algunas radicales francesas ya lo han hecho-.
Pero nada de eso es relevante. Morgane prefiere ser puta por un simple motivo: porque gana más dinero que con cualquier otro trabajo.
Morgane ha elegido ser puta por motivos económicos. Punto final. 
Antes de seguir y que alguien se ponga a utilizar a las que no lo han elegido para contrarrestar los razonamientos de Morgane diré que tanto ella como el autor de estas endemoniadas líneas excluyen de todos estos razonamientos a aquellas que no lo han elegido, a aquellas que son forzadas a prostituirse. No por ser mujeres -que hombres también los hay- sino por el mismo motivo que no acusarían de la guerra en África a los niños soldados, que no achacarían lo pernicioso del comercio de diamantes a los esclavos en las minas de Níger o que no cargarían sobre las espaldas de los adolescentes que son forzados con drogas y con miedo a ser sicarios en las calles de Medellín o en los pueblos de Sinaloa. 
Simplemente porque ellos no han podido elegir.
Pero con esa diferencia Morgane arroja otro guantazo a la nariz, a estas alturas ya enrojecida por la ira y la vergüenza -propia, que no ajena- del feminismo radical de subvención y uniformidad.
Porque eso es lo que hacen ellas, es lo que llevan haciendo desde que salieron del útero violento de McKinnon clamando a gritos por el poder y la venganza femenina.
Cogen la situación de unas pocas -en España, por ejemplo, el país con más prostitución de Europa, sólo el 14 por ciento son obligadas a ejercerla- y la utilizan para extrapolarlas a todas las demás mujeres en un intento de magnificar problemas para luego poder presentar su radicalizada postura ideológica como la forma única y necesaria de solucionarlos.
Lo hacen con la prostitución metiendo en el mismo saco a scorts universitarias voluntarias y a esclavas sexuales nigerianas o rusas; lo hacen con el maltrato, colocando en la misma estadística a la mujer que ha presentado una denuncia contra su marido mientras este estaba jugándose el sueldo en Torrelodones -es un hecho real-, a las que la han puesto porque su pareja la llamó maldita puta y a las que la han puesto porque realmente han sufrido agresiones físicas y psicológicas; lo hacen con el velo, igualando a la musulmana que luce con orgullo y coquetería un chador por las calles de París o Pozuelo de Alarcón, sin ir más lejos, con aquella que es obligada por un ser tan sólo vagamente humano a llevar una burka en la escarpada orografía de Afganistán.
El feminismo radical clasista ya no puede crear lugares comunes para todas las mujeres, tratarlas como un colectivo homogéneo sometidas a sus únicos parámetros de interpretación.
Desde que Morgane Merteuil dijo: "En mi trabajo de azafata de barra americana, entendí muy pronto que si quería ganar más de 20 euros por noche debía ponerme a tailler des pipes (hacer felaciones). Al pensarlo, no vi el menor inconveniente, prefiriendo eso para pagar mis estudios a tantos otros trabajos penosos", el feminismo radical agresivo ya no puede fingir que todas las mujeres piensan, sufren y sienten de igual modo.
A partir de ese momento tienen que pensar en las mujeres una a una, como seres autónomos e independientes, como seres humanos libres e individuales. Y eso requiere mucho esfuerzo y mucha concentración para alguien que durante décadas ha intentado hacernos creer  que habla por todas las mujeres del mundo.
Pero el varapalo público sigue y la palma abierta de la puta se apoya de nuevo en el rostro del feminismo radical cuando afirma: "las feministas solamente se preocupan de imponer una imagen mainstream y burguesa de la mujer".
Y cuando la supuestas luchadoras por la igualdad vuelven a mirarse al espejo después de recibir ese bofetón ya no ven su rostro con las duras líneas de las heroínas de la libertad. Ven algo que sólo puede definirse como la cara de unas monjas vaticanas del siglo XIX que residen en el convento de Las Carmelitas.
Porque eso es lo que son.
"Estigmatizar a las mujeres que llevan velo con su pensamiento poscolonial que cree que los que son distintos están atrasados", afirma la líder de las putas, los gigolós y los chaperos de Francia.
Y las nuevas monjas carmelitas del feminismo se indignan porque de nuevo la palma de la mano de la puta ha surcado su rostro.
Pretenden que la mujer no lleve velo aunque lo quiera, que la mujer no ejerza de puta aunque lo quiera, incluso que no ame a un hombre aunque lo quiera. Como hiciera desde siempre la curia vaticana, como hiciera la sociedad victoriana novecentista a lo largo y ancho de la Europa pacata y melindrosa de por entonces, han decido qué tiene y qué no tiene que hacer la mujer aunque no quiera, como debe comportarse y hasta como debe vestir para ser digna y respetable.
Y toda la que no esté dentro de esos parámetros o es víctima de algo o está loca y tiene que ser desdeñada como referente.
La mujer tiene que percibir siempre al hombre como un enemigo cuando menos potencial, no preocuparse demasiado por su aspecto para que no parezca que piensa en ser atractiva para los hombres pero por supuesto vestir sin velo, anteponer su progreso profesional a cualquier otra consideración, sentirse maltratada con el mero hecho de que su pareja respire demasiado fuerte en su presencia, no dedicarse a trabajos sexuales, querer abortar a cualquier precio y ansiar el poder, el mando y el dominio por encima de todo.
Y si no es así no sólo no es moderna, no es progresista y no es feminista, sino que prácticamente no es mujer.
Y ahondan en su novecentismo cuando consideran a la mujer una eterna víctima que debe ser protegida porque ella no es capaz de hacerlo por si misma, cuando piden que aunque se quiera ser puta no se pueda serlo porque ellas saben que eso es indigno, cuando exigen que aunque una mujer disfrute frotándose contra su compañero o su jefe en la mítica esquina de la fotocopiadora, la sociedad procese al individuo por acoso laboral porque ellas saben que está siendo acosada aunque ella no lo note. 
No es muy diferente de lo que defendía el papa Inocencio en alguna de sus encíclicas -"es la vestimenta de la mujer la que la hace digna ante los ojos del hombre y los de dios", decía el gobernante vaticano-, ni de lo que exponía en sus libritos de puesta de largo la sociedad victoriana en las campiñas inglesas ni de lo que reflejaba el libro de cabecera de la Sección Femenina del nacionalcatolicismo español.
Las exigencias son distintas, las condiciones son diferentes, pero el principio es el mismo: alguien impone lo que tiene que pensar, hacer y vestir una mujer para reconocerle su dignidad.
Cambian a Dios, el padre, el marido o el hermano como paladín defensor de una mujer inoperante, por la definición que dan de ella, en su defensa por el Gobierno, el Estado y el colectivo feminista subvencionado que toque en suerte.
De repente un solo bofetón de una puta ha colocado el rostro del feminismo radical junto al del Vaticano y el del siempre nombrado patriarcado machista que pobló el siglo XIX. Curiosos compañeros de viaje.
Pero ahí no caba la cosa. Aun quedán algunos sonoros sopapos de la prostituta al rostro airado del feminismo radical...

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