Por desgracia mucho es dice y se
escribe sobre muchas cosas.
Y una de ellas es el feminismo. Se
escribe sobre el que debería ser y sobre el que nos hacen sufrir a hombres y
mujeres por interpretarlo de forma que solamente se apoya en la agresividad, la
aversión y la necesidad casi patológica de acceso al poder.
Y ese radicalismo ideológico ha
recibido un golpe, un bofetón con la mano abierta en el moflete de su
ideología, en el carrillo de su siempre aireada y falsa progresía, en la nalga
de su siempre cacareada defensa de la igualdad.
Y, para que sea más doloroso, más
sonoro, para que ruborice más la tez de aquellas que lo reciben sentadas en sus
sillones de presidentas, directoras o portavoces de tal o cual asociación femenina
o feminista ha llegado de una mujer.
Pero no de un mujer cualquiera. De una
ramera, un fulana, una furcia, una zorra, una meretriz, una cortesana,
una coima, una pelandusca, una buscona, una mesalina, una hetaira. Vamos, de
una puta para entendernos.
Pero Morgane Merteuil no es una puta
cualquiera. Es ni más ni menos que la líder del sindicato de trabajadores del
sexo en Francia que agrupa a cerca de 56.000 personas que se ganan la vida en
trabajos relacionados con el sexo.
Y ¿qué ha hecho Morgane -que con el
nombre ya es ejemplo suficiente. Hay padres que dan justo en el clavo en el
Registro Civil- para torcer la cara del feminismo políticamente correcto,
agresivo y radical de un sopapo?
Pues muy sencillo. Ha llegado a un
plató de informativos -no de los otros, de los de vísceras y morbo a las diez
de la noche- y ha dicho que prefiere ser puta a trabajar en una fábrica.
Y a partir de ahí se ha puesto a repartir a
diestro y siniestro con el envés y el revés de la mano golpes cóncavos y convexos
en los mofletes del feminismo pacato, radical y novecentista que dice ser
moderno como una madre hacia hace años con un hijo que se negara a hacer los
deberes de forma adecuada y regular.
La primera bofetada la traía puesta desde antes
de sentarse ante las cámaras, de ponerse ante las grabadoras de los
periodistas. Porque ella es representante del Sindicato de Trabajadores del
Sexo. No del de "Trabajadoras del Sexo" ni del de "Trabajadores
y Trabajadoras del sexo".
Así que con el revés de la mano golpea
ese supuesto mito de que solamente las mujeres utilizan su cuerpo y su actividad
sexual para ganarse la vida y por tanto eso las convierte en víctimas de los
pérfidos hombres que no lo hacen y con la mano abierta vuelve la cara de
aquellas que defienden ese absurdo de la paridad repetitiva de género en el
lenguaje.
Pero eso es solamente el comienzo de
la regañina.
Morgane quiere ser puta o, para ser
más exactos, prefiere ser puta a hacer otros trabajos. Es de suponer que
preferiría ser arquitecta o abogada de éxito -por eso debe estar estudiando su
segunda carrera universitaria- pero prefiere trabajar de puta que en una
fábrica.
¿Por qué? Aquí las feministas al uso,
las radicales que victimizan a toda mujer haga lo que haga en cuanto se
relaciona con un hombre, sea cual sea el tipo o el nivel de la relación podrían
agarrarse al clavo ardiendo de alguna perversión por parte de Morgane, podrían
aducir algún tipo de desvió psicológico, incluso podrían acusarla de ninfómana
para restarle credibilidad -de hecho algunas radicales francesas ya lo han
hecho-.
Pero nada de eso es relevante. Morgane
prefiere ser puta por un simple motivo: porque gana más dinero que con
cualquier otro trabajo.
Morgane ha elegido ser puta por
motivos económicos. Punto final.
Antes de seguir y que alguien se ponga
a utilizar a las que no lo han elegido para contrarrestar los razonamientos de
Morgane diré que tanto ella como el autor de estas endemoniadas líneas excluyen
de todos estos razonamientos a aquellas que no lo han elegido, a aquellas que son
forzadas a prostituirse. No por ser mujeres -que hombres también los hay- sino
por el mismo motivo que no acusarían de la guerra en África a los niños
soldados, que no achacarían lo pernicioso del comercio de diamantes a los
esclavos en las minas de Níger o que no cargarían sobre las espaldas de los
adolescentes que son forzados con drogas y con miedo a ser sicarios en las
calles de Medellín o en los pueblos de Sinaloa.
Simplemente porque ellos no han podido
elegir.
Pero con esa diferencia Morgane arroja
otro guantazo a la nariz, a estas alturas ya enrojecida por la ira y la
vergüenza -propia, que no ajena- del feminismo radical de subvención y
uniformidad.
Porque eso es lo que hacen ellas, es
lo que llevan haciendo desde que salieron del útero violento de McKinnon
clamando a gritos por el poder y la venganza femenina.
Cogen la situación de unas pocas -en
España, por ejemplo, el país con más prostitución de Europa, sólo el 14 por
ciento son obligadas a ejercerla- y la utilizan para extrapolarlas a todas las
demás mujeres en un intento de magnificar problemas para luego poder presentar
su radicalizada postura ideológica como la forma única y necesaria de
solucionarlos.
Lo hacen con la prostitución metiendo
en el mismo saco a scorts universitarias voluntarias y a esclavas sexuales
nigerianas o rusas; lo hacen con el maltrato, colocando en la misma estadística
a la mujer que ha presentado una denuncia contra su marido mientras este estaba
jugándose el sueldo en Torrelodones -es un hecho real-, a las que la han puesto
porque su pareja la llamó maldita puta y a las que la han puesto porque
realmente han sufrido agresiones físicas y psicológicas; lo hacen con el velo,
igualando a la musulmana que luce con orgullo y coquetería un chador por las
calles de París o Pozuelo de Alarcón, sin ir más lejos, con aquella que es
obligada por un ser tan sólo vagamente humano a llevar una burka en la
escarpada orografía de Afganistán.
El feminismo radical clasista ya no
puede crear lugares comunes para todas las mujeres, tratarlas como un colectivo
homogéneo sometidas a sus únicos parámetros de interpretación.
Desde que Morgane Merteuil dijo: "En mi trabajo de azafata de barra
americana, entendí muy pronto que si quería ganar más de 20 euros por noche
debía ponerme a tailler des pipes (hacer felaciones). Al pensarlo, no vi el
menor inconveniente, prefiriendo eso para pagar mis estudios a tantos otros
trabajos penosos", el feminismo radical agresivo ya no puede fingir
que todas las mujeres piensan, sufren y sienten de igual modo.
A partir de ese momento tienen que
pensar en las mujeres una a una, como seres autónomos e independientes, como
seres humanos libres e individuales. Y eso requiere mucho esfuerzo y mucha
concentración para alguien que durante décadas ha intentado hacernos
creer que habla por todas las mujeres del mundo.
Pero el varapalo público sigue y la
palma abierta de la puta se apoya de nuevo en el rostro del feminismo radical
cuando afirma: "las feministas
solamente se preocupan de imponer una imagen mainstream y burguesa de la
mujer".
Y cuando la supuestas luchadoras por
la igualdad vuelven a mirarse al espejo después de recibir ese bofetón ya no
ven su rostro con las duras líneas de las heroínas de la libertad. Ven algo que
sólo puede definirse como la cara de unas monjas vaticanas del siglo XIX que
residen en el convento de Las Carmelitas.
Porque eso es lo que son.
"Estigmatizar
a las mujeres que llevan velo con su pensamiento poscolonial que cree que los
que son distintos están atrasados", afirma la líder de las putas, los gigolós y los chaperos
de Francia.
Y las nuevas monjas carmelitas del
feminismo se indignan porque de nuevo la palma de la mano de la puta ha surcado
su rostro.
Pretenden que la mujer no lleve velo
aunque lo quiera, que la mujer no ejerza de puta aunque lo quiera, incluso que
no ame a un hombre aunque lo quiera. Como hiciera desde siempre la curia
vaticana, como hiciera la sociedad victoriana novecentista a lo largo y ancho
de la Europa pacata y melindrosa de por entonces, han decido qué tiene y qué no
tiene que hacer la mujer aunque no quiera, como debe comportarse y hasta como debe vestir
para ser digna y respetable.
Y toda la que no esté dentro de esos
parámetros o es víctima de algo o está loca y tiene que ser desdeñada como
referente.
La mujer tiene que percibir siempre al
hombre como un enemigo cuando menos potencial, no preocuparse demasiado por su
aspecto para que no parezca que piensa en ser atractiva para los hombres pero
por supuesto vestir sin velo, anteponer su progreso profesional a cualquier
otra consideración, sentirse maltratada con el mero hecho de que su pareja
respire demasiado fuerte en su presencia, no dedicarse a trabajos sexuales,
querer abortar a cualquier precio y ansiar el poder, el mando y el dominio por
encima de todo.
Y si no es así no sólo no es moderna,
no es progresista y no es feminista, sino que prácticamente no es mujer.
Y ahondan en su novecentismo cuando
consideran a la mujer una eterna víctima que debe ser protegida porque ella no
es capaz de hacerlo por si misma, cuando piden que aunque se quiera ser puta no
se pueda serlo porque ellas saben que eso es indigno, cuando exigen que aunque
una mujer disfrute frotándose contra su compañero o su jefe en la mítica
esquina de la fotocopiadora, la sociedad procese al individuo por acoso laboral
porque ellas saben que está siendo acosada aunque ella no lo note.
No es muy diferente de lo que defendía
el papa Inocencio en alguna de sus encíclicas -"es la vestimenta de la
mujer la que la hace digna ante los ojos del hombre y los de dios", decía
el gobernante vaticano-, ni de lo que exponía en sus libritos de puesta de
largo la sociedad victoriana en las campiñas inglesas ni de lo que reflejaba el
libro de cabecera de la Sección Femenina del nacionalcatolicismo español.
Las exigencias son distintas, las
condiciones son diferentes, pero el principio es el mismo: alguien impone lo
que tiene que pensar, hacer y vestir una mujer para reconocerle su dignidad.
Cambian a Dios, el padre, el marido o
el hermano como paladín defensor de una mujer inoperante, por la definición que
dan de ella, en su defensa por el Gobierno, el Estado y el colectivo feminista
subvencionado que toque en suerte.
De repente un solo bofetón de una puta
ha colocado el rostro del feminismo radical junto al del Vaticano y el del
siempre nombrado patriarcado machista que pobló el siglo XIX. Curiosos
compañeros de viaje.
Pero ahí no caba la cosa. Aun quedán algunos sonoros sopapos de la prostituta al rostro airado del feminismo radical...
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