- Jaque –anunció el recio peón negro con un respeto antiguo -.
- ¡Como osas! -al principio La Dama, radiante en su blancura,
se indignó, pero el resto de su frase enunciada en silencio fue casi un devaneo
- ¿no ves que si me amenazas me moveré tan sólo una triste casilla y acabaré
contigo?
- Es posible, Mi Reina, pero entonces ¿Qué será o habrá sido
de Vuestra Majestad?
La Dama dio un vistazo fugaz por el tablero. Avistó en lontananza
una torre remota que atisbaba y protegía al peón y, más cercano aun, un caballo
que también esperaba al acecho. Incluso por el rabillo de su dorado ojo
percibió hasta un alfil que en diagonal, como se mueve siempre la nobleza más
sacra, esperaba el momento.
- De acuerdo -concedió Su Alba Majestad desde su firme
escaque- Más me puedo marchar tan rápido y tan lejos que tu pobre caminar,
cansino y siempre lento, nunca podrá alcanzarme.
- Muy cierto, Mi Señora, mas entonces ¿Qué habrá de ser de
vos?
Exasperada, la reina se volvió a todas partes y contempló
aterrada los cuadrados vacíos, exentos de sus piezas. Y pudo ver en todas
direcciones que volviera la vista que ni una de sus defensas estaba ya con ella.
- ¿Dónde están mis defensas? –Gritó con un suspiro- ¡Mis
peones, mis fuertes caballeros, mis alfiles, mis torres! Decidme, ¿dónde han
ido?
- Los matasteis, Mi Dama, ¿sabéis como ha ocurrido?
Jugasteis la partida sin riesgo ni estrategia. Primero inmolasteis,
uno después de otro, todos vuestros peones, moviéndolos sin cuento al son de
vuestros ritmos, vuestros hechos, vuestras fugaces idas y vuestras derrotadas
venidas.
- Pero ellos son peones, ¡para eso se usan en el juego!
- Cierto y no, Mi Señora, cierto y no pese a todo.
Los peones os salvan las esencias, os abren las batallas, os
cierran las heridas, os guardan las ausencias. Más vos nunca luchasteis. Corríais
a otro lado al más mínimo signo de arduo enfrentamiento, de posible conato, de
escaramuza alguna. Los cambiabais de lado, de objetivo, de ritmo, de presencia,
de posición y escaque con tal de poder eludir al punto de iniciarse de una
lucha el más ínfimo atisbo.
Vos misma lo dijisteis. Un peón es cansino, su movimiento es
lento. No pudieron seguiros en vuestras retiradas, en los locos repliegues que
protagonizasteis en todas direcciones, en vuestras evasiones. Los dejasteis
tirados en mitad del tablero en cuanto no pudieron seguir vuestros deseos, acelerar
sus pasos por no cambiar el vuestro.
Y un peón sin defensa en mitad del tablero sin nadie que le
cubra, sin reina a quien le importe, es siempre un peón muerto.
- Llamaré pues en mi auxilio a todos mis valientes y aguerridos
caballeros –amenazó la dama-.
- Muertos también, Señora. Los gastasteis saltando tras de
vos para vuestros placeres, para vuestras veladas, para vuestros quehaceres. Y
de nuevo otra vez, cuando las cornetas de la carga a caballo sonaron junto a
vuestros oídos, los dejasteis atrás por no luchar con ellos, por venganza o temor
de morir junto a ellos.
- ¡Recurriré pues a mis sabios alfiles, que marquen mi
camino para salir del trance!
- Ya lo hicieron, Mi Dama, ¿tan pronto lo olvidasteis?
Os marcaron las sendas que vos nunca explorasteis, os abrieron
caminos por los que no anduvisteis, os dieron los consejos que vos misma
negasteis. Y agotados de tanta palabra sin respuesta, consejo sin escucha y fe sin
soberana, se quedaron aislados cuando esos caminos que quisieron explorar para
vos se cerraron tras ellos, dejándoles cansados, sombríos, mudos, ciegos.
- ¡Mis Torres! –un rastro de esperanza ilumino la faz de la
alba soberana- Ellas son firme piedra, roca dura y solvente. Ellas resistirán
por mí en este embate.
- ¿Vuestras torres, Mi Reina? ¿Cuántas veces volvisteis a
sus muros sin ciencia ni conciencia?, ¿Cuántas veces golpeasteis sus puertas sin
creer en su fuerza? ¿Cuantas veces regresasteis a ellas por miedo o por vergüenza?
¿Vuestras torres, Señora? O son polvo lodoso o no os abren
las puertas.
- Estoy sola –reconvino la reina mirando hacia el frente y
observando las negras huestes, aun compactas y recias, del índigo peón- Pero
vosotros no. Vosotros aún sois la multitud que salpica el tablero.
- ¿Nosotros? Nosotros jugamos la partida de un modo
diferente. Nos protegimos todos, nos buscamos y asimos, nos movimos como uno aun siendo cada uno distinto, nos enfrentamos todos a
aquello que enviasteis a romper nuestras filas. Unos pocos cayeron, otros
retrocedieron, algunos avanzaron, pero todos, los caídos y muertos y los que resistimos,
protegimos lo mismo porque aquella que era nuestra reina combatió con nosotros
- Pero la Reina Negra, la Soberana Oscura, murió, yo misma
la vencí a mitad del encuentro.
- Eso es verdad, Mi Reina, aunque si miráis bien y prestáis
atención a un peón de los nuestros está justo a un solo movimiento de dejar de
ser cierto.
¡Va a coronarse reina! –y la nívea monarca atisbó tras sus
inexistentes filas a otro negro peón a punto de lograrlo.
- Lo hará, Milady Blanca. Y será reina nueva. No la misma de
antes.
Será reina cambiada con el conocimiento logrado en el camino
forzoso de avanzar sus ocho cuadraturas, con esfuerzo, cansancio, resistiendo
en la lucha, perdiendo en la batalla, viendo morir incluso hasta a su propia
reina sólo por defenderla.
Lo hará. Será una nueva reina con una vida nueva. Y así
habrá aprendido, habrá cambiado en todo sin dejar de ser reina. Cosa que no ha
de hacerse si la única táctica de jugar es la huida.
- ¿Y mi rey?, -por fin le recordó la albina soberana- ¡Aun he
de tener un rey que pueda protegerme!
- ¡Ay, mi pobre y cana Dama!, pese a tanto jugarlo ¿no
entendisteis aun el sentido del juego?
El rey no puede protegeros si os alejáis de él, no puede
defenderos si le dejáis de lado, él no puede curaros si no le dejáis acercarse
al paso que él compone. El monarca no sabe custodiaros si no os detenéis y esperáis
a que llegue. Si no le guardáis vos, si no le vais mirando, si no hacéis todos
los movimientos pensando en él como si fuera vos, en vos como si fuerais él. En
los dos como un todo.
Hizo lo que podía. Lo único que el rey del juego puede hacer
si le deja su reina. Se enrocó y esperó. Buscó la protección de una almena olvidada
y allí aguardó, cansado, triste y esperanzado. Esperando de su reina que
reinara con él.
Y en vuestro deambular, en vuestro ir y venir loco y
desenfrenado, hasta esa protección pírrica y singular vos, mi reina y señora, decidisteis
quitarle. Miradle solo ahora, en una oscura esquina de un tablero olvidado,
sabiendo que su vida se acabará con vos.
- ¡Pues que venga a ayudarme! –exigió la alba soberana con
un grito marchito-.
- Mi señora, lamento recordaros que el rey no va a ayudaros.
Él no juega a este juego. Él es el objetivo.
- ¡Mentís, sucio peón! Yo, la blanca reina libre, sí conozco
el fin último de este juego de engaños, huidas y demoras. Yo, la reina decidida
que recorre el tablero, sé que desde siempre el destino del juego no es el rey,
es la vida.
- ¡Tan noble y tan errada, mi Dulce Soberana! La vida no es
el juego, ni aquellos que lo juegan, ni lo es la estrategia. No lo es tablero,
ni las normas del juego, ni el tiempo en que se juega. La vida sois vos misma,
mi dama. La reina siempre ha representado la vida en la partida.
- Pues si yo soy la vida y esta es mi partida porque yo la
he iniciado –masculló la alba soberana torciendo la sonrisa-, ¿por qué no ha este
rey mío de ayudarme, auxiliarme y servirme de apoyo ahora que he perdido a
todas mis defensas?
- ¿De verdad, Majestad, no entendéis el motivo?, ¿no os
llega la respuesta como eco atronador?, ¿no barrunta vuestra regia cabeza lo
que hace del rey el objetivo?
Si vos mientras jugáis sois y seréis la vida. El rey en la
partida tan sólo es el amor.
Desolada, la regia amarfilada se inclinó sobre aquel triste
índigo peón y le dijo al oído.
- Sois tan solo un peón ¿Cómo podéis estar al tanto de tan
altos misterios?
- Porque también soy rey, aunque en otro tablero. Y alfil en
otros tantos, caballero en algunos, torre en muchos dameros y peón, sobre todo
peón, en miles de jugadas. Lo sé porque todos somos y fuimos cada una de las piezas en múltiples
partidas, en juegos de otras reinas y damas, en jugadas, aperturas, tácticas,
estrategias y giros que sacrifican, descubren o protegen otros monarcas quietos,
otros amores regios. Lo sé porque, al igual que vos, mi Alba Soberana, yo soy
la reina blanca en mi propia partida.
- ¡Pues yo no he de ser otra cosa que Dama! –Desafío la reina
al peón que la hablaba- ¡Yo soy monarca aquí y no ansío ni quiero ser peón de
otros juegos ni pieza secundaria y sin toda la pompa e importancia sobre otros
tableros!
- Entonces, Mi Señora, lamento ser heraldo de lo que he de deciros
–los ojos del peón lucían afligidos-. Desde este momento, viviréis muestra
muerte por tan simple motivo.
A partir de este día por más que dure el juego, por más que avancéis
o que hagáis retroceso, que os mováis, a oriente u occidente, adelante o atrás,
a izquierda o a derecha, lo que hagáis ya no será en nada parte vuestra vida. Será tan
sólo empezar a morir esperando la muerte.
Si ahora, ajado vuestro brillo por toques de mil dedos,
perdida vuestra fuerza en cientos de fútiles huidas, alejados ya todos los que
fueron dispuestos para vuestra defensa, apartado el amor que es el rey en oscuro
rincón de este juego sin suerte y sola en soledades falsamente queridas, no aceptáis compartir las jugadas de otros, sólo
os puedo decir ¡bienvenida, Mi Reina, a vuestra propia muerte!
- ¿Por qué? ¡Aún estoy viva!
- No. Pues habéis olvidado el principio más simple que rige el juego del damero.
Por más que huyáis y que sigáis haciéndolo a lo largo y lo ancho
de todo vuestro tiempo y todo vuestro espacio, el juego no es huida y ya nunca podréis
ocultaros de todo, enfrentaros a nada ni escapar del tablero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario