Despejadas las incógnitas imposibles,
expuestas las ecuaciones de esta crisis nuestra y de todos en todo su conjunto
y desarrollo, parece que nuestro gobierno ha experimentado una especie de
regresión inconsciente a conceptos pretéritos.
No me estoy refiriendo a los únicos
tiempos pasados que parece que existen en este país cuando se habla del pasado,
no tiene nada que ver con caudillos bajitos autoproclamados ni con fascios
grandilocuentes divididos en colores varios. Es algo muy anterior.
Nuestro gobierno se ha refugiado para
huir de sí mismo, de sus actos, de las consecuencias de los mismos y de las
críticas, las callejeras y populares sobre todo, en un concepto pretérito y
arcaico que ya fue descrito y desenredado por gentes como Jovellanos o Larra.
Mariano Rajoy, el presidente del
Gobierno español, tira de apuntes de sociedad romántica y modernista y se
refugia en el concepto de gente de bien.
Y claro, como todo concepto
desempolvado a toda prisa exige un ajuste -algo muy de moda en estos tiempos-,
exige una remodelación, obliga a eso que parece no gustarle nada de nada al
ínclito gallego que ocupa La Moncloa: una explicación.
Según parece, el concepto de gente de
bien engloba a todos aquellos que no se manifiestan, que no protestan, que se
mantienen en sus casas sin recordarle al Gobierno que no les gusta lo que está
haciendo. La gente de bien es, según palabras del cada vez más inquieto presidente, "la gente
que trabaja por España y permanece en sus casas sin salir a la calle".
Y, claro, como ocurre con todo
concepto descontextualizado y sacado de ambiente, esa explicación nos arrastra
a un sinfín de matizaciones. Matices que nuestro Gobierno, adscrito para los
restos a lo macro de la economía, pretende ignorar.
En España hay casi seis millones de personas
que no pueden ser gente de bien. No pueden trabajar por España ni por Bélgica
ni por otro país, ni siquiera por ellos mismos por el simple motivo de que no
tienen lugar, empresa ni empleo en los que hacerlo. Esos no pueden ser gente de
bien.
En nuestro país hay un medio millón de
pequeños empresarios que no pueden ser gentes de bien porque sus negocios han
quebrado, porque no han podido soportar la presión de los impuestos, la bajada
de los beneficios y la destrucción del consumo y han visto sus negocios
diluirse por el sumidero de la crisis. Esos tampoco pueden trabajar por España
ni por ellos mismos. Esos tampoco pueden ser gente de bien.
En estas tierras hay quinientas mil
personas que no pueden quedarse en sus casas y ser gentes de bien por el simple
y curioso motivo de que no tienen casa en la que quedarse. De que 150.000 desahucios
en nueve meses les han dejado sin esa posibilidad, sin poderse guarecer en un
techo para ganarse el título que la Presidencia del Gobierno otorga a los que
permanecen en estos tiempos al abrigo de los muros de sus moradas. Ellos
tampoco pueden ser gentes de bien.
Así que se nos van acabando las
posibilidades de ser gentes de bien, según lo ve el proceloso Mariano Rajoy en
su empeño de que la crítica social no salpique su insostenible plan económico,
que se basa mucho más en la fe y en el voluntarismo que en la realidad que
necesita toda esa gente de bien.
A lo mejor tendríamos que revisar el
concepto y saber de verdad quiénes son gentes de bien y qué es lo que se espera
de ellos.
Porque, sustituidos los cascos por las
gorras, las guardas y defensas por los brazos cruzados y los antidisturbios por
los policías -va siendo hora de empezar a considerarlos dos cuerpos distintos-,
sustituidos los agitadores de extrema izquierda y de extrema derecha, por
auténticos manifestantes, los encapuchados infiltrados de la policía y de algún
que otro partido españolista o abertzale por ciudadanos a cada descubierta, lo
único que queda ahora en Neptuno, todo lo cerca del Congreso que el miedo
gubernativo les deja llegar, es precisamente gente de bien
Porque la maestra desesperada por
enfrentarse a un grupo de cincuenta alumnos, que llega a su casa destrozada y
abrumada porque sabe que en esas condiciones resulta imposible enseñarles nada,
es gente de bien.
Porque el parado que lleva ocho meses
sin trabajo, que ve agotarse su paro y que descubre que no tendrá subsidio
porque han descendido los presupuestos de cobertura ni empleo porque no hay ni
una sola medida de reactivación económica, es gente de bien.
Porque la doctora que se niega a ver cómo
pasan por su consulta inmigrantes enfermos sin curarlos porque no puede
atenderles ni recetarles algo que no pueden pagar y el vecino que les deja su
tarjeta sanitaria para ir al médico y el farmacéutico que sufre un descuido
imperdonable y no cobra el euro por receta son gente de bien.
Porque el ferroviario que, aunque no
le han tocado el puesto, protesta hasta quedarse afónico porque los recortes de
Fomento dejan a media España rural sin comunicación por tren y aislada del
resto del país, es gente de bien.
Porque la estudiante que, después de
machacarse durante todo el verano, solamente -¡que poco inteligente!- ha
conseguido sacar un siete en selectividad y teme que eso le deje sin acceso a
las becas que precisa para estudiar una carrera -no para ser un premio nobel,
para estudiar una carrera- porque sus padres no tienen dinero para pagársela y
no quiere resignarse a ser una administrativa sin objetivos laborales concretos
que no sean trabajar de nueve a cinco y ganar lo suficiente para pagarse
sus caprichos, es gente de bien.
Porque el afiliado del PP, que se
enfrenta a los antidisturbios y acoge en su bar a un cúmulo inagotable de
perroflautas y agitadores, aunque piensan en política de forma contraria a la
suya, solamente porque no soporta ver como las porras de aquellos que les
persiguen hacen sangre de su protesta y pulpa de sus huesos, es gente de bien.
Porque el bombero, que está dispuesto a
jugarse la vida cada día por la de los demás, pero que ve como su trabajo se
convierte en un acto de inmolación a lo bonzo por falta de recursos y de
inversión debido a los recortes, es gente de bien.
Porque la cuidadora del comedor de
Educación Infantil, que dedica el domingo a hacer una paella y distribuirla en
tarteras para que puedan comer por lo menos dos días cinco de sus alumnos,
cuyos dos padres parados no pueden pagar ni el comedor para el que ya no tienen
una beca, es gente de bien.
Porque el cura que, hastiado de la parálisis
permanente de sus jerarquías obispales y cardenalicias, recorre las urbanizaciones
de lujo, los supermercados y las tiendas cada día buscando la comida que se
tira para dársela a aquellos que no la tienen, es gente de bien.
Y todos ellos están a la entrada de la
Carrera de San Jerónimo.
Puede que el pasado día 25 de septiembre Don
Mariano mirara hacia el Congreso de los Diputados desde Nueva York y pese a lo
penetrante de su mirada, no pudiera verlos, ocultos por los gritos de los
radicales de izquierda, los extremistas de derecha y los infiltrados
policiales; puede que su capacidad de observación se viera diluida por la
distancia y por la presencia de 1.650 cascos en tres formaciones
triangulares que le dificultaban enfocar la visión.
Pero el día 26 siguieron ahí, el día 28 también. Y los días venideros el Presidente del Gobierno ya no tendrá nada delante ni detrás que le impida la visión, que le dificulte enfocar sus
lentes y sus políticas sobre esas personas, que están y van a seguir estando
ahí, esperando a que lo haga.
Si ahora no los puede ve es simplemente
porque no quiere verles.
Y entonces tendremos que cambiar el
concepto de gente de bien, que se preocupa por su país, por sus conciudadanos y
por su futuro de forma responsable y participativa, de Jovellanos y de Larra
por otro. Y me temo que falta poco para que descubramos que lo que Rajoy pide,
de hecho exige, es otra cosa. Es gente de orden.
Y eso sí que es propio de los tiempos
pretéritos que, por desgracia, todos tenemos siempre en mente cuando se habla del pasado. Espero equivocarme y no tener que dar la razón a la pancarta .
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