Hace tiempo, por otros motivos y otras
realidades, estas endemoniadas líneas albergaron un texto que, pese a lo
extenso de su desarrollo, podía resumirse en un sola idea: el buen rollo no lo
estropea quien se queja o quien acusa a los mandos o sus acólitos de practicar
el extendido e innoble arte de la injusticia. El buen rollo lo destruye quien
obliga a los que se quejan a quejarse y a los que protestan a protestar. O sea,
que el problema no es que se estropee el buen rollo es la injusticia que hace
que el buen rollo sea imposible.
Esta realidad, que se aplicaba
entonces -y se sigue aplicando ahora, por desgracia-, a los entornos laborales
ha de ser extendida por lo que parece al Gobierno de la nación. Que ya le vale.
Porque con 179.000 personas más en el
paro en el mes de septiembre -y subiendo-, con Alemania bloqueando el famoso
rescate, con dos de los antaño inamovibles pilares del ladrillo quebrados con
1.300 millones de euros en deudas -de nuevo con Bankia, o sea más dinero que
pierde la entidad y que tendrá que poner el Estado-, con los sistema de
cobertura de la pobreza públicos y privados desbordados y recortados hasta la
incapacidad de atender a los que lo precisan, con los presupuestos generales
del Estado de 2013 superados el mismo día de su publicación por el incremento
de los costes del desempleo, con las pensiones de nuevo en el alero y su fondo
de garantía menguando por semanas, el problema del Gobierno de Mariano Rajoy es
el mal rollo. Exclusivamente el mal rollo, nada salvo el mal rollo.
Porque parece ser que las fuerzas se
tienen que centrar en que la gente no pueda convocar reuniones no autorizadas
-primer escalofrío- por Internet; se tienen que concentrar en que sea más difícil
manifestarse -segundo escalofrío- y se tiene que emplear en procesar a 34
individuos que se manifestaron y en descubrir quién financió los autobuses que
trajeron a la gente a la manifestación del pasado 25 de septiembre. Tercer y
definitivo escalofrío.
El Gobierno de Rajoy no ha llevado al
parlamento ni una sola ley -ni decretos ley, que parecen gustarle más como
forma de gobierno- para la incentivación del empleo, para paliar el descenso
del consumo, para mitigar la pérdida de poder adquisitivo de la población, pero
ha remitido al Congreso un endurecimiento brutal y sin sentido jurídico del
código penal, ha convalidado un decreto que considera delito la convocatoria
por Internet de reuniones no autorizadas y ha anunciado una iniciativa para
modular el Derecho de Manifestación.
La Fiscalía del Estado no ha recurrido
ni una sola de las sentencias absolutorias de políticos acusados de cohecho o
corrupción, no ha presentado ni una sola denuncia de oficio contra
antidisturbios que incumplieron leyes por negarse a identificarse o por
disparar balas de fogueo en recintos cerrados -por no hablar de eso de golpear
antes de preguntar a gente que estaba cerca de las cabinas telefónicas o de las
papeleras en la estación de Atocha-, no se ha personado como parte en los juicios
por la preferentes o por la quiebra de las entidades financieras, ha archivado
por "falta de indicios" el
proceso por los fines de semana caribeños de Dívar, pero da tumbos de uno a
otro juzgado intentando que alguno asuma la competencia del procesamiento de
los 34 detenidos por el recientemente remodelado delito "contra las instituciones del Estado" y solicita a la
Audiencia Nacional que investigue quién pago los autobuses fletados para la
concentración -errónea a mi entender- del pasado 25 de septiembre.
O sea que parece ser que para el
inefable Mariano y su Gobierno el único problema es el mal rollo, es que la
gente proteste, es que se queje.
Como todos los malos jefes, ignoran
los motivos de la queja, ignoran los orígenes de la protesta y centran su
atención en la protesta en sí misma, convirtiéndola en el foco de su atención,
en el objetivo de su esfuerzo. Intentan acallarla, dificultarla, impedirla pero
no solucionarla.
Metafóricamente, eso les coloca a la
vera del trono de Saurón, que atisba contantemente con su ojo que todo lo ve,
escrutando en todas direcciones, para atisbar cualquier signo de rebelión,
ignorando de paso que Mordor arde por los cuatro costados a causa suya, que la
tierra se resquebraja por su culpa. Que el reino está en llamas y nadie está
haciendo nada para apagarlas.
Políticamente, el símil no es tan
épico. Les coloca simplemente al lado del fascismo más totalitario. Porque
solamente ese estilo de gobierno -sea del signo ideológico que sea- se preocupa
más de acallar las protestas que de solucionar los problemas.
Ana Botella, alcaldesa de Madrid, se
queja de que es muy fácil manifestarse. Ignora que su municipio es el más
endeudado de España -con 1.000 millones de facturas impagadas y 7.000 millones
de deuda con las entidades financieras-, para ella el problema es que “se dan muchas facilidades para manifestarse
y se autorizan demasiadas”.
Cristina Cifuentes, Delegada del
Gobierno en Madrid, ignora los motivos por los que se manifiesta la gente y
afirma que "no se puede consentir
que haya manifestaciones todos los días".
Jorge Fernández Díaz, Ministro del
Interior, obvia las ilegalidades cometidas por las fuerzas del orden y asegura
que hay que descubrir quién estaba detrás de la convocatoria y "asegurarse que no se pueda reproducir
un día tras otro una convocatoria que no ha sido autorizada".
Jaime Mayor Oreja, Presidente del
grupo parlamentario popular español en la Eurocámara, decide pasar por alto la
emisión televisiva de todos los excesos policiales, la emisión de programas de
opinión política sesgados en la elección de los contertulios, y asegura que "no debe darse cobertura en directo en
la televisión pública a las manifestaciones porque eso incita a
manifestarse".
Todos esos gobernantes y mentes
pensantes de Génova ponen el foco en el mal rollo porque, claro, el problema de
España es que se manifieste la gente, es que salga a la calle. Si nadie se
manifestara todo estaría en calma. Todo estaría en orden. Y ellos podrían hacer
lo que quisieran sin molestias.
Crean una metonimia absurda y
peligrosa en la cual los intereses del Gobierno -que es que nadie le tosa-
asumen el papel de los intereses del Estado -que consisten básicamente en que
se solventen los problemas-. Una metonimia que les coloca en la frontera
interna del totalitarismo, no porque sean conservadores o intenten aplicar, a
despecho de la realidad y de todos los economistas que puedas echarte a la
vista o al oído, una política económica neocon que yace muerta en la cuneta de
la historia, sino porque para ellos la disensión es un problema que no hay que
gestionar, que hay que contener y si es posible eliminar.
Y a Don Mariano, al cual las veleidades
autoritarias no se le dan bien porque -y lo digo, por una vez, sin rastro
alguno de sarcasmo- no cree en ellas, todo esto le suena mal, le molesta.
Así que pretende dar una pátina de ideario
democrático a todas estas excrecencias autocráticas de todos estos políticos de
su partido, que han demostrado una y mil veces moverse con gracia y salero en
el filo más cortante del totalitarismo, y para ello se invente un nuevo derecho
fundamental.
Apoyado en Cristina Cifuentes, cuyas
declaraciones suelen ser un elemento inflacionario continuo, porque cada vez
que habla sube el pan, afirma que hay que tener en cuenta el derecho de los
ciudadanos a "no estar en una ciudad
en ocasiones inhabitable".
Y suena bien. Suena bien hasta que uno
consulta un documento llamado Declaración Universal de Derechos, firmado el 10
de diciembre de 1948 en París por un organismo llamado Asamblea General de las
Naciones Unidas.
Porque en ese documento figura el
derecho de reunión y de manifestación, pero en ningún artículo, párrafo,
separata, anexo o epílogo se incluye el derecho a "no estar en una ciudad en ocasiones inhabitable".
Y si te inventas un derecho nuevo que
nadie ha reclamado solamente para confrontarlo y utilizarlo de límite a otro
reconocido por todos de forma universal, está al límite de caer en el
autoritarismo.
Porque ese derecho de nuevo cuño no
les preocupó a los pensadores del PP cuando protagonizaban, día tras día,
manifestaciones contra ETA que se transformaban en manifestaciones contra la
política antiterrorista del Gobierno de entonces, ni cuando domingo tras
domingo resultaba imposible deambular por el centro de Madrid, por el Barrio de
Salamanca o por el eje Prado Recoletos y sus museos porque estaban tomadas por
los manifestantes contra la ley del aborto o contra la asignatura de Educación
para la Ciudadanía, o cuando era imposible acceder a la Audiencia Nacional
porque los peones negros ocupaban sus puertas, día tras día, exigiendo que se
procesara a ETA por unos atentados que no había cometido.
Entonces no hubo propuesta de ley
ninguna del Partido Popular, que estaba en la oposición, para regular ese nuevo
derecho a no estar en una ciudad en ocasiones inhabitable.
Y si exiges un derecho cuando te viene
bien, después de haberlo ignorado cuando te era provechoso que no existiera,
estas bordeando el totalitarismo.
Y sobre todo porque, en contra de lo
que digan los baluartes de su partido, manifestarse tiene que ser sencillo,
como es sencillo votar, como es sencillo presentar una petición en el registro
del Congreso o del Senado, como es sencillo tramitar una denuncia o una
reclamación administrativa.
Porque, al igual que todo lo demás,
manifestarse es una herramienta de control democrático del gobierno, de
expresión democrática de la ciudadanía. Y dificultar cualquiera de ellas es
dificultar la democracia.
Y si no crees eso sencillamente ya has
atravesado la frontera de la antidemocracia.
Don Mariano y sus huestes harían bien
en dejar de preocuparse por el mal rollo y empezar a preocuparse por la
injusticia y se sorprenderán de lo rápido que desaparece el primero si afrontan
seriamente la segunda.
Aunque ahora aún no lo sea, el
Presidente del Gobierno debería tener claro que el camino hacia el
totalitarismo siempre comienza igual. Y siempre acaba de la misma manera.
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