Al Urdunn, es decir Jordania, era y
sigue siendo el único reducto que le queda a la paz en ese continuo hervidero
de conflictos que se llama o se ha querido llamar Próximo Oriente.
Lo era -o lo es- porque su población,
pese a ser una de las más pobres de la zona -haciendo omisión voluntaria de
Palestina, claro está- no sufre esa tensión social que marcan las diferencias
exacerbadas de riqueza en otros países de la zona. Y lo es porque se rey, que
no es tan rey ni tan absoluto como los emires y jeques del península arábiga y
como los presidentes títeres que lo eran de Siria o Egipto, por ejemplo, tiene
sin embargo una tendencia desconocida en la zona a la permisividad con el
cambio.
Eso está a punto de cambiar.
En unas
pocas semanas Jordania ha pasado de ser el único punto de escape hacia una
relativa calma de los refugiados sirios y prácticamente el único foco de
estabilidad en esa zona a convertirse en una pieza más del complicado puzle en
el que se maneja la política ahora por esos lares.
Los jordanos quieren a su rey -y a su
reina, sobre todo a su reina-, pero quieren algo más. Quieren una capacidad de
decisión que no tienen, quieren incrementar una posibilidad de elección que
cada vez se les antoja más reducida. El monarca hachemita es intocable, de
acuerdo. Pero todo lo demás no.
Los jordanos llevan pidiendo que su
democracia -porque la tienen- se amplíe desde quizás hace más tiempo que todos
los estallidos furibundos en los que culminaron las mismas reclamaciones en
otros países árabes y magrebíes.
Tienen una monarquía constitucional
-que se hizo constitucional por voluntad propia- y un sistema parlamentario
bicameral y cuatrienal. Muy moderno, muy democrático. Muy insuficiente.
Su forma de protesta es muy diferente
de la de los otros pueblos y naciones del entorno. Quizás porque son más gentes
del desierto que otra cosa, quizás porque su sentido religioso es más
pragmático y menos furibundo -al estilo turco- sus protestas son curiosamente
más silenciosas, más tranquilas. A lo que ayuda también la curiosa distribución que adopta la policia en ellas, como si la mitad de los efectivos los protegiera y la otra mitad los vigilara -curioso, ¿no?-.
No diría yo, que asistí como
observador -podría decirse- hace unos meses a algunas de ellas, que más
pacíficas que, cuando se te plantan cinco o diez mil personas en silencio
frente a tu puerta, tu paz interior tiende a resquebrajarse a pasos
agigantados.
“Nadie
grita nada ni corea ningún slogan”
-le comenté en Amman, en la original Philadelphia, a uno de los manifestantes
que portaba a su hijo a hombros en una de esas exhibiciones de descontento
comedido: "ellos saben para qué
estamos aquí y qué queremos y nosotros sabemos qué están haciendo ahí dentro,
¿qué más hace falta decir?".
Tan típico del desierto, tan parco en
esfuerzos baldíos en unas tierras en las que un esfuerzo a destiempo te puede
restar la vitalidad necesaria para sobrevivir, que resultaba un razonamiento
sencillamente irrebatible.
Ahora, sin perder esa impronta, sin
radicalizarse -al menos de momento- se hacen más numerosas, más
multitudinarias. Más dignas de salir en los papeles impresos occidentales y en
las cabeceras de los informativos televisivos atlánticos.
Y nosotros, orgullosos miembros de ese
civilizado club occidental atlántico que está haciendo aguas por babor y
estribor mientras nosotros debatimos qué melodía fúnebre entablamos durante el
hundimiento, miramos a las tierras de Al Urdunn, de una de las cunas del mundo,
y nos encogemos de hombros pensando que este movimiento en Jordania es uno más
de tantos con los que nos desayunamos cada día en el mundo árabe, magrebí y musulmán.
Pero nos equivocamos. No es uno más.
Es el último.
Jordania es importante porque es la
única frontera permeable que tiene una Israel auto segregada por su propia
política belicista con el mundo árabe. Militarizadas las fronteras con Siria, Líbano
y Palestina y en estado de perpetua desconfianza con Egipto, Jordania era la
más amplia frontera del estado hebreo y la única en la que las cosas estaban
siempre en calma.
Quizás por eso es -y por las
peculiaridades de su pueblo y su gobierno- el último bastión en el que han
prendido las quejas, la necesidad de cambio. En el que se ha iniciado una
búsqueda del poder por aquellos que ya lo han hecho en Egipto, Marruecos, Túnez
o Libia y que lo están haciendo en Siria.
Porque, una vez más, por enésima
ocasión, los que comandan, organizan y encabezan este movimiento de protesta
son los Hermanos Musulmanes.
Y si lo es, si se completa, será el
comienzo de algo nuevo, será el inicio de otra cosa nueva, de algo por lo que
Occidente ha clamado en la zona cuando le venía bien, cuando lo necesitaba,
pero de algo que no quiere que se produzca ahora y a lo que asiste temeroso y
distante: la estabilidad.
Porque, nos guste o no, lo queramos o
no, es innegable que si los mismos gobiernan en todos los países del entorno
las luchas intestinas tenderán a desaparecer, la posibilidad de acuerdos
globales aumentará. Es decir la zona se hará mucho más estable.
Si a eso añadimos la presencia en
Turquía del mismo tipo de gobierno demócrata islámico, las cuentas de la
estabilidad comienzan a producir dividendos.
Por cierto, una digresión:
¿Por qué se alude constantemente al
concepto de demócrata cristiano pero nadie utiliza otra cosa que el término
islamista para los Hermanos Musulmanes que, hasta ahora, han demostrado ser tan
demócratas como islamistas?, ¿Por qué nadie recurre a la definición demócrata
islámico con la misma naturalidad con la que se utiliza de demócrata cristiano?
Vale, entono un mea culpa, no es una digresión.
No lo hacen por un sencillo motivo.
Porque si se hace Occidente dará pábulo a introducir en el inconsciente
colectivo de sus poblaciones el hecho de que los gobiernos democráticos con
base ideológica en el islam pueden ser estables. Para el occidental atlántico
de a pie democracia es sinónimo de estabilidad. Todos sabemos que eso no es
cierto pero nos gusta pensar que sí lo es.
Y ahora Occidente ya no quiere la
estabilidad en esa zona.
Ahora, que no se basa en la
tranquilidad y el silencio impuesto por regímenes cuasi militares dirigidos por
gobernantes, supuestamente laicos, títeres voluntarios de los hilos que mueve
nuestra civilización, no la quiere; ahora, que no se basa en el gobierno de
reyes absolutos medievales apoyados en el poder militar del armamento
estadounidense y de la constante patrulla y vigilancia de la Sexta Flota en la
zona, no la desea; ahora, que no parte de la gestión occidental de los recursos
que genera una clase dirigente tremendamente rica y una ciudadanía incapaz de
enfrentar a ella y completamente miserable, la teme.
Porque nosotros nunca hemos querido la
estabilidad real en la zona, la estabilidad que parte de la unidad, la única
estabilidad que es posible y duradera.
La que ha hecho estable a Europa, la
que hace siglos hizo estable al Reino Unido al unir tres coronas en una sola
cabeza, la que hizo estable a cuarenta y tantos estados independientes que se
unieron para formar los Estados Unidos de América.
No la queremos porque sabemos en qué
se basará. Lo único que tienen ahora en común todos esos pueblos es una cosa.
No es que las diferencias nacionales les enfrentes -las fronteras inmensas y el
desierto diluyen mucho los enfrentamientos nacionales, pero solamente hay un
factor aglutinador. Su dios y sus creencias religiosas.
Por eso nuestros papeles entintados y
nuestros espacios informativos hacen hincapié en el islamismo y no en la
democracia cuando hablan de Los Hermanos Musulmanes.
Por eso nos intentan vender como algo
temible que en Túnez hayan levantado la prohibición de llevar velo -¿desde cuándo
levantar una medida de prohibición arbitraria sobre el vestuario es algo
retrógrado?-; por eso alertan de que el islamismo ha hecho volver el velo a las
pantallas de la televisión pública egipcia. Y la noticia la dan presentadoras
de informativos que no lucen profusos escotes, que no llevan un top que les
deje a la vista el ombligo o que ni siquiera visten tirantes en verano -o, ya
puestos, lucen los pechos al aire-, manteniendo el decoro en el vestir que
solamente emana de nuestra tradición religiosa judeocristiana.
Por eso las redes sociales crean una
polémica infinita sobre que un ministro egipcio de Los Hermanos Musulmanes ha
dicho a una presentadora que espera que "sus
preguntas no sean tan calientes como ella" -un comentario que, en
árabe, puede significar lo que nuestras mentes permanentemente sexuadas han
hecho significar o ser utilizado como sinónimo eufemístico de visceral,
radical, polémico o incendiario-, intentando demostrar que eso es producto del
islamismo, pero pasamos de largo cuando un cargo político en nuestro país tiene
que dimitir porque afirma que "las
leyes son como las mujeres, están para violarlas”, y nadie se lo achaca a
la perfidia de la democracia cristiana que dice mantener ese individuo y el
partido al que pertenece.
Por eso los columnistas nos avisan de
que la Constitución que preparan los Hermanos Musulmanes en Túnez define a
hombre y mujer como complementarios -no a la mujer como complemento del hombre,
como se ha querido hacer ver, aunque tampoco como iguales, todo hay que
decirlo- o de que el texto constituyente egipcio tiene seis referencias a
Allah.
Lo hacen ignorando que la Constitución
de los Estados Unidos de América y The
Bill of Rigths incluyen setenta y dos referencias al dios cristiano, que el
dinero de ese país refleja el lema nacional que es, ni más ni menos, que
"In God we trust", que la Carta Magna británica incluye la definición
del monarca como cabeza de la iglesia anglicana y esta como religión oficial
del reino o que Israel se define como un Estado Judío -no hebreo ni semita,
sino judío-, convirtiéndose en un estado que lleva la religión en su
definición.
Por eso, junto a las noticias que
tienen que ver con las acciones o reacciones de los Hermanos Musulmanes siempre
aparecen otras sobre la implantación de la Sharia en el nuevo estado surgido de
la escisión de Mali, sobre ejecuciones o juicios religiosos en Irán o sobre
acusaciones de indecencia a mujeres violadas en el enloquecido imperio talibán
de Afganistán. Para que parezca que son lo mismo, aunque saben de antemano que
no lo son.
Por eso tiramos de libertad de
expresión cuando realizan una protesta formal por un video lleno de
excrecencias o por la enésima caricatura innecesaria de Mahoma, fingiendo ignorar
que los que han atacado las embajadas, han quemado banderas y han mostrado su
furia no son los seguidores de los Hermanos Musulmanes, son los salafistas
radicales que son, curiosamente, sus más enconados detractores.
Tenemos que poner el acento en el islamismo
y no en la democracia porque ya no nos van quedando baluartes en los que
apoyarnos en Próximo Oriente.
Porque si le reconocemos el principio
democrático a esos gobiernos y a esos pueblos, la estabilidad que emane de ellos
nos obligará a muchas cosas.
Obligará a Palestina a cambiar. De
hecho, ya hay miembros de esa agrupación realizando protestas contra la tiranía
del miedo terrorista de Hamas en Gaza y contra la inoperatividad de Fatah en
Cisjordania.
Obligará a Israel a cambiar porque no
podrá seguir manteniendo su política bélica contra una unidad de gobierno cohesionada
-porque al final también triunfarán en Siria- que la rodee por todas partes y
que además esté creciendo en las falsas fronteras interiores que mantiene con
Palestina.
Y sobre todo nos obligará a nosotros a
cambiar.
Si Jordania también engrosa la filas
de la democracia islámica tenemos un problema. Bueno, los tenemos todos.
Porque entonces ya no podremos vender
el islamismo de los Hermanos Musulmanes como algo pérfido y nos daremos cuenta
de que los que cortan manos, flagelan adúlteros y adúlteras y matan
homosexuales en nombre de su dios no son los que nosotros llamamos islamistas,
que los que imponen esa ley arcaica son los dirigentes medievales de los países
en cuyos puertos descansa la Sexta Flota, son los reyes absolutos de los
emiratos que nos venden sus recursos a cambio de nuestras armas. Son los jeques
y emires de Los Reinos, como se llama en Oriente Próximo a todos esos países
surgidos de los reinos tribales beduinos de la península arábiga. Son nuestros
aliados.
Aquellos a los que defendemos a
ultranza y mantenemos en el poder para que el crudo siga fluyendo en
condiciones provechosas para nosotros.
Y, claro, si los Hermanos Musulmanes
triunfan y estabilizan la zona a lo peor la emprenden con Los Reinos y nos
cambian las condiciones que hacen que nuestro sistema occidental atlántico, en
el que consumimos lo que no producimos, gastando una energía de la que no
disponemos, se mantenga por los pelos.
Serán los nuevos bárbaros que, unidos
y cohesionados, solamente tendrán que sentarse, desplegar sus estandartes y encender sus hogueras a las
puertas de Roma para ver, armados de paciencia, como sus pobladores se rinden
por miedo a luchar y su poder se desmorona.
Así que Damasco, el antiguo
califato, era importante para esta revolución musulmana porque era la piedra
angular de la antigua grandeza y porque era el primer sitio al que se volvía la
vista para calibrar la situación en la zona.
Pero la antigua Al Urdunn, la tierra en
la que solamente las cabras son monarcas absolutas, lo es porque es el último
lugar en el que se nos antoja posible evitar que la estabilidad de la zona se
asiente sobre pilares que no nos favorecen en absoluto.
Lo de Damasco ya es cuestión de
tiempo, pero si cae Amman, perdón, cuando caiga Amman, caeremos todos.
Me temo que así ha de ser.
Se llama
evolución histórica. Para bien o para mal, nos guste o no, se llama historia.
Aunque todo nos lleve, en el mejor de los casos, una centuria.
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