Será que a mí se me da mejor
reflexionar en voz alta y a última hora como si se tratara de un control
orales por sorpresa de esos antiguos que buscaban descubrir los auténticos conocimientos
de los alumnos. O será que basta que me digan que puedo hacer algo para que se
me antoje hacerlo de forma casi automática, no lo sé.
Pero un día más, una jornada de
reflexión más, me encuentro dedicando estas endemoniadas líneas a unas
elecciones en la jornada de reflexión sobre unas elecciones. Justo el día que
se supone que debería hacerse pero que nuestras leyes electorales nunca dejan
claro si se puede o no se puede hacer realmente.
Cierto es que en este caso no son unas
elecciones mías, lo son de vascos y gallegos. Pero, de algún modo, toda
elección, todo comicio es nuestro, porque, de algún modo, todo está relacionado,
todo lo que ocurre a nuestro alrededor nos ocurre a nosotros, aunque este
Occidente Atlántico nuestro nos conmine constantemente a intentar minimizar o
eliminar esa influencia de los otros de nuestras vidas.
En cualquier caso, mañana votan
Euskadi y Galicia.
Y van a las urnas de forma
radicalmente diferente, como si fueran los extremos distantes de una campana de
Gauss, como si fueran los dos calderos de oro que cierran y guardan los
extremos del arco iris, como si fueran un joven y viejo que se encuentran por
casualidad en el parque y, ante la falta de acompañantes de su edad, deciden charlar
de lo mismo.
Y por supuesto Euskadi es el joven.
Euskadi estrena la capacidad de voto,
estrena la posibilidad de elección. O para ser más exactos, la reestrena desde
tiempos que ya casi se tenían olvidados.
Euskadi vota o puede votar como debió
hacerlo desde el principio. Libre. Pero claro votar libre tiene sus
complicaciones. Siempre las tiene.
Libre de la presión de una organización
mafiosa y criminal que fingía tener una ideología, libre de las excusas para la
indolencia que utilizaban algunos sectores para remar en las corrientes de la abulia
y la apatía electoral que esa presión producía y mantener así sus márgenes
electorales.
Pero Euskadi no solamente tiene la
posibilidad de votar libre de ETA. Vota libre de sus simbiontes, de aquellos
que utilizaban su presencia para airear las banderas del miedo y la victoria,
para sembrar en la mente de los votantes y de los electores que ellos eran la
herramienta definitiva contra el terror, que ellos eran la única esperanza
contra el terrorismo, cuando practicaban ese terrorismo -aunque fuera verbal y
electoral- con la misma eficacia y continuidad que los asesinos del tiro en la
nuca y la bomba lapa.
Vota o puede votar libre de ellos
porque ya no tienen nada a lo que engancharse. Porque, sin ETA, estar contra
ETA ya no es una condición ni un bagaje electoral -quizás ético sí, pero
electoral no-.
Euskadi puede acudir a las urnas como
un adolescente que, recién alcanzada la mayoría de edad, puede depositar su
sufragio sin que sus estrictos o bondadosos padres le impongan una dirección,
le marquen el camino correcto; sin que los tribunales le digan a quien pueden y
no pueden votar, sin que leyes que bordean el límite interior del fascismo les
recorten la posibilidad de elección de un partido u otro, sin que atentados ni
disparos les recuerden lo peligroso que sería votar en un sentido o el
contrario.
Euskadi vota o puede votar por
primera vez como el adulto responsable que no le han dejado ser, los unos y los
otros, los de Euskadi y los del resto de España, en las últimas dos
generaciones, en los últimos treinta años.
Las tierras vascas votan sobre la
palabra de aquellos que ocultaron su palabra tras el ruido de las armas, sobre
la palabra de aquellos que usaron el eco de los disparos de otros para evitar
tener que dar explicaciones de otras cosas, escudando sus políticas, sus
propuestas y sus discursos tras el monocromo problema del terrorismo, como si
todo lo demás no importara, como si un país, una región o un territorio, se pudiera
gobernar solamente combatiendo el terrorismo.
Así que por fin Euskadi puede votar
como lo hacen los demás: con los ojos abiertos, sin miedo a que un estallido se
los ciegue y con los oídos atentos, sin el malestar de escuchar el constante
eco de la amenaza, el insulto y el exabrupto que tremolan aquellos que quieren servirse
de ella para que sus ideas españolistas o nacionalistas se refuercen.
Y mañana, quizás por primera vez desde
el reencuentro de este país con la democracia, con toda certeza por primera vez
desde la aprobación de la cuasi fascista Ley de Partidos Políticos, Euskadi
tiene una obligación.
Puede que tenga el derecho del
adolescente a ejercer su voto por primera vez, pero también tiene la obligación
del adulto a responsabilizarse de ejercerlo. Esa, claro, es la complicación.
Sin ETA, la excusa del miedo ya no es
plausible, sin las posibilidades del españolismo radical de tirar de ETA para
sus fines electorales, la coartada de la indolencia ya no se sostiene, sin los
tribunales negando la participación de partidos abertzales, el pretexto de la
no representatividad ya no tiene fuerza.
Porque, con la capacidad de decisión
plenamente recuperada del adulto, la inconsciencia y el desapego del
adolescente ya no tienen cabida en sus decisiones.
Por primera vez Euskadi -como todas
las sociedades, no nos engañemos- se enfrenta a lo que ha de enfrentarse
cualquier sociedad al ejercer su derecho a elegir: a sí misma.
Ha de enfrentarse a la apatía de creer
que su decisión no importa y no cambia nada y optar por la playa -la eterna
borrasca del Cantábrico seguramente ayudará a minimizar esa opción- y no por la
urna.
Ha de oponerse a la cerrazón egoísta e
individualista de volverse hacia adentro de sí misma como sociedad y como
individuos y votar o tomar la decisión solamente por lo que es bueno para mí en
este preciso momento y no por lo que puede ser positivo para todos en los
tiempos futuros -sea cual sea la opción política que se elija-.
Ha de luchar contra la ignorancia y la
simplicidad de elegir por los eslóganes, por los rostros de los líderes, por
las premisas propias sin revisar o ajenas sin contrastar para poder hacerlo por
los programas las propuestas y las ideas.
Ha de decidir entre la percepción
propia y la realidad de los hechos en su justo contexto, entre la
interpretación individual en el que uno es el centro de su mundo y la
concepción universal en la que el mundo no tiene centro o por lo menos no está
en nuestro ombligo, entre el egoísmo de pensar solamente en el favor propio y
el molesto esfuerzo de pensar en el beneficio común aunque sea un poco -o un
mucho- en contra propia.
Ha de hacer lo que toda sociedad que
exija el derecho a la democracia -y que se lo haya ganado además como la de
Euskadi tras años de sangre criminal y estupidez ideológica- debe intentar
hacer en unas elecciones, que no es otra cosa que responsabilizarse de que la
democracia se ejerce como debe ejercerse.
Y, claro, puede no hacerlo. De hecho
pocas sociedades lo hacen.
Pero ya no podrá atrincherarse detrás
de ninguna zanja de miedo para justificarlo, ya no podrá refugiarse detrás del
hoplos de la injusticia o el terror para explicarlo. Si no lo hace solamente
será porque no quiere hacerlo. Y las consecuencias de ello solamente serán
achacables a las gentes de Euskadi que no quisieron hacerlo.
Como pasa con los actos de cualquier
adulto maduro y responsable.
Porque, ahuyentadas con el manotazo de
la lógica y la razón las campanillas criminales que querían mantener Euskadi
como Nunca Jamás, agotado con la justicia y la equidad el polvo de hadas que permitía
volar a los peterpanes, eternos adolescentes del honor patrio y el orgullo
españolista, que sobrevolaban continuamente sus cielos para vigilar las
fronteras del país de la eterna niñez, Euskadi ya no tiene coartada alguna para
no hacer lo que toda sociedad debe hacer, aunque muchas de ellas se nieguen a
hacerlo.
Euskadi ya no tiene pretexto alguno
para no crecer.
Zorionak, Euskadi. Zorionak eta arduratsua hauteskunde (más o menos, creo, Lo siento si no.)
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