miércoles, octubre 31, 2012

El blasfemo anatema del canibalismo desconfiado.

Si hay un sintagma que se ha repetido hasta la extenuación, hasta el límite interno de la redundancia en estas endemoniadas líneas, es aquel que, con el sujeto colectivo o individual que se precisa en cada momento, culmina en "pensar en contra nuestra".
Parece algo antinatural, algo incluso perverso o masoquista para nosotros, orgullosos garantes occidental atlánticos de nuestro egocéntrico ombligo y nuestra supervivencia individual. Se antoja como algo imposible o como poco extremadamente oneroso y extenuante. 
Demasiado para nuestras mentes que navegan por los siempre procelosos mares del egoísmo unívoco, demasiado para el más agrietado y anquilosado de nuestros músculos que ni todas las mancuernas ni todos los steps del mundo han logrado mantener tan firme como nuestros glúteos ni tan acerado como nuestros bíceps: eso que otrora se llamara corazón y que ahora ya no tiene ni nombre porque nadie quiere hablar ni escuchar hablar de él.
Y puede que sea cierto, puede que no sea factible para todo el que habita el Occidente Atlántico pensar en contra propia, pero, por desgracia para aquellos que creyeron que seríamos una generación más que pasaríamos sin pena ni gloria -sobre todo sin pena, si había que elegir- por el mundo es lo único que nos queda. 
Tenemos que intentar pensar - y lo que ya es un esfuerzo ciclópeo para nosotros, actuar- en contra nuestra simplemente porque es lo único que nunca hemos intentado.
De hecho no debe ser imposible porque hasta tiene un nombre y todo lo que puede ser nombrado es susceptible de existir: se llama decrecimiento.
Serge Latouche, uno de sus principales ideólogos, lo ha bautizado de esta forma. Un bautismo que de momento solamente garantiza que el bebé ideológico del francés no muera sin cristianizar. Porque de momento no hay cola para hacerse cargo del recién nacido. Desde luego no lo hay entre los pobladores de nuestra civilización que de un tiempo a esta parte está empeñada en transformar la dulce caricia de la indolencia en el afilado zarpazo de la decadencia.
Y uno de los principales ejemplos es el consumo. 
Tenemos que pensar en contra nuestra en el consumo. Tenemos que consumir menos. Pero no porque no haya existencias, no porque no tengamos capitales para acceder a esos bienes, no porque ese consumo no sea posible o sea muy difícil. Esa reducción del consumo se ha de deber simplemente a que nuestros propios pensamientos se han puesto en contra nuestra y nos han llevado a la conclusión de que podemos vivir con mucho menos.
Pero, claro, eso es una anatema, una herejía de imposible seguimiento, en una economía de mercado que se basa en el consumo, en una sociedad que se basa en la aquiescencia individual a que el bienestar está medido por aquello que consumimos y podemos consumir y en el egocentrismo mercantilista que nos hace a todos desear ser ricos para poder comprar y consumir todo aquello que queramos.
El Decrecimiento quiebra por la mitad la piedra angular de nuestro sistema económico y nuestro sistema de pensamiento. Niega la mayor de que la economía solamente va bien si engorda y engorda continuadamente -aunque se le llame crecimiento- y que nosotros, como individuos solo progresamos si mejoramos financieramente sin pausa y sin límite.
Y habrá quien sacuda levemente la cabeza en gesto afirmativo cuando lea esto asintiendo a la expresión y habrá quien tuerza el gesto pensando que no se diferencia mucho de la economía de recursos o de otras propuestas que hablan de la contención como pilar de la economía.
Pero en ambos casos se equivocarán. Se equivocaran radicalmente.
Todas esas teorías -positivas en sus logros si se pudieran llevar a cabo- no cambian en lo radical nuestra forma de pensar. Desde la economía de recursos hasta la desglobalización nos instan a contenernos porque nos viene bien porque si no todo se acabará y tendremos que rebuscar alimento entre las piedras y energía en el calor corporal. Todo lo que nos proponen hacer es porque nos viene bien a nosotros.
El ideólogo francés -¡que rebuscados son estos gabachos, madre mía!- nos propone otra cosa. Nos propone decrecer en nuestro consumo y en otras muchas de nuestras actitudes económicas, sociales y personales. Aunque no nos venga bien. Solamente porque les viene bien a los que están peor que nosotros.
Y eso duele hasta el delirio. Eso hace rechinar todos las bisagras de nuestro egoísmo social y personal y atascarse todos los engranajes de nuestro fatuo personalismo individual.
Hasta ahora nos proponían ser adultos responsables que pasan por delante de una pastelería y compran un solo dulce para poder adquirir otro el día siguiente. Latouche nos obliga a ser infantes, ansiosos de azúcar y grasas saturadas y con algo de dinero en el bolsillo, que pasan de largo por el escaparate porque saben que otros necesitan más ese alimento. O que incluso lo compran para otros.
Porque esa es la diferencia radical del Decrecimiento. Nos obliga a pensar en contra nuestra o, para ser más exactos, a favor de los otros, que no es lo mismo, aunque a nuestras mentes y nuestras almas occidentales atlánticas, les parezca lo mismo.
No tenemos que consumir menos energía por el bien del planeta, ni crear menos contaminación y residuos por el bien del ozono o de la atmósfera estratosférica, no hemos de consumir menos comida para estar más "coitables" o atractivos, no tenemos que gastar menos en caprichos para tener dinero de remanente para gastos imprevistos, no tenemos que consumir menos entretenimiento porque nos satura y nos nubla el entendimiento o menos alcohol porque sea perjudicial para nuestro organismo o menos tabaco porque nos vaya a matar o comprar menos ropa porque no nos lleguen las cuentas a fin de mes.
El decrecimiento de Latouche y otros nos propone que hagamos todo eso sin obtener ningún rendimiento particular de ello, sin que eso suponga mejora individual para nosotros. Solamente porque supone un beneficio para otros, aunque a nosotros nos viniera bien seguir haciéndolo
Los que pretenden vender la teoría la visten y decoran luego con pinceladas de consumo ecológico, de moderación social y de otros elementos de marketing ideológico que la hagan digerible para nuestras mentes, acostumbradas a pensar solamente en lo individual y en la parte de lo colectivo que nos beneficia. Pero el pensamiento del decrecimiento es tan radicalmente opuesto a lo que hacemos  y pensamos como lo sería el idioma de un alíen o un predator a la lengua de Cervantes o de William Shakespeare.
Si en lo externo, en lo social, nos lleva a un cambio demoledor, en lo interior, en lo personal y afectivo, sencillamente dinamita nuestro centro.
Porque en esta civilización nuestra el principal bien de consumo no es la energía, ni la comida, ni los servicios, ni la vivienda ni ningún bien mueble o inmueble que podamos imaginar. Lo que más consumimos son personas. Por más tabúes que tengamos en lo físico y lo alimenticio somos fundamentalmente caníbales en todo lo demás.
Y esto nos dice que nuestro placer, ese al que siempre volvemos sin que la satisfacción nos dure más tiempo del que es capaz aspirina de contener los síntomas del cáncer, no puede seguir consumiendo más cuerpos, que nuestra necesidad de aumentar beneficios no puede seguir consumiendo más empleados, que nuestro egoísmo o nuestra indolencia no puede seguir consumiendo más padres y madres y que nuestra imperante necesidad de imponer nuestros criterios no puede seguir consumiendo hijos e hijas, que nuestro egocentrismo no puede seguir consumiendo amistades, que nuestra necesidad de relevancia no puede seguir consumiendo relaciones sociales y afectivas tan rápidamente como arde la madera en la locomotora a vapor de Los Hermanos Marx.
Y eso ya no es un anatema, no es una herejía. Es directamente un blasfemo escupitajo en el rostro del dios de nuestro egocentrismo irrenunciable.
Eso nos obliga a algo que no hacemos como sociedad desde que se cerraron las puertas de la primera muralla edificada por eso que llamamos Humanidad.
Nos exige pensar en el amante y en el amado un poco más que mí, nos obliga a gestionar los beneficios pensando en los otros un poco más que en mí, nos obliga a abordar nuestro trabajo pensando en los otros -incluso en el jefe- un poco más que en mí, a organizar la familia pensando en los otros un poco más que mí. Incluso a practicar el sexo, por muy esporádico y sin afecto que sea, pensando en quien ocupa la otra posición un poco más que en mí. 
Nos hace imposible seguir viviendo si no cambiamos el centro del mundo y lo movemos un poco -tampoco es necesario que sea demasiado- justo de ese eje simétrico e inmóvil que marca nuestro ombligo.
Y además nos fuerza a tomar esa decisión sin esperar a que lo hagan los demás. Sin red de seguridad que nos permita sumarnos a una mayoría una vez que otros ya lo hacen y les va bien. Nos fuerza a decidir dar antes de recibir en la confianza de  que los otros en nuestros ámbitos privados o públicos, sociales o afectivos harán lo mismo.
Y nombrar la confianza en la sociedad occidental atlántica es como mentar la soga en casa del ahorcado, como usar una cuchara de acero inoxidable en casa del herrero. Hace tanto que no la practicamos, que nuestro individualismo egoísta nos impide recurrir a ella, que ya no sabemos ni cómo se esboza su rostro en las alegorías pictóricas.
Será que la confianza es algo propio del valor y la seguridad de alguien que ha crecido a buen ritmo y de forma equilibrada. Quizás ese sea el gran fallo de la ideología de Latouche.
Para poder decrecer hay que haber crecido previamente y hoy por hoy, hay demasiada gente en el Occidente Atlántico que no crece, tan solo se hace vieja.
Por desgracia para el Decrecimiento y para nuestro futuro a partes iguales.

No hay comentarios:

Lo pensado y lo escrito

Real Time Analytics