Si hay un sintagma que se ha repetido
hasta la extenuación, hasta el límite interno de la redundancia en estas
endemoniadas líneas, es aquel que, con el sujeto colectivo o individual que se
precisa en cada momento, culmina en "pensar en contra nuestra".
Parece algo antinatural, algo incluso
perverso o masoquista para nosotros, orgullosos garantes occidental atlánticos
de nuestro egocéntrico ombligo y nuestra supervivencia individual. Se antoja
como algo imposible o como poco extremadamente oneroso y extenuante.
Demasiado para nuestras mentes que
navegan por los siempre procelosos mares del egoísmo unívoco, demasiado para el
más agrietado y anquilosado de nuestros músculos que ni todas las mancuernas ni
todos los steps del mundo han logrado
mantener tan firme como nuestros glúteos ni tan acerado como nuestros bíceps:
eso que otrora se llamara corazón y que ahora ya no tiene ni nombre porque
nadie quiere hablar ni escuchar hablar de él.
Y puede que sea cierto, puede que no
sea factible para todo el que habita el Occidente Atlántico pensar en contra
propia, pero, por desgracia para aquellos que creyeron que seríamos una
generación más que pasaríamos sin pena ni gloria -sobre todo sin pena, si había
que elegir- por el mundo es lo único que nos queda.
Tenemos que intentar pensar - y lo que
ya es un esfuerzo ciclópeo para nosotros, actuar- en contra nuestra simplemente
porque es lo único que nunca hemos intentado.
De hecho no debe ser imposible porque
hasta tiene un nombre y todo lo que puede ser nombrado es susceptible de
existir: se llama decrecimiento.
Serge Latouche, uno de sus principales
ideólogos, lo ha bautizado de esta forma. Un bautismo que de momento solamente
garantiza que el bebé ideológico del francés no muera sin cristianizar. Porque
de momento no hay cola para hacerse cargo del recién nacido. Desde luego no lo
hay entre los pobladores de nuestra civilización que de un tiempo a esta parte
está empeñada en transformar la dulce caricia de la indolencia en el afilado
zarpazo de la decadencia.
Y uno de los principales ejemplos es
el consumo.
Tenemos que pensar en contra nuestra
en el consumo. Tenemos que consumir menos. Pero no porque no haya existencias,
no porque no tengamos capitales para acceder a esos bienes, no porque ese
consumo no sea posible o sea muy difícil. Esa reducción del consumo se ha de
deber simplemente a que nuestros propios pensamientos se han puesto en contra
nuestra y nos han llevado a la conclusión de que podemos vivir con mucho menos.
Pero, claro, eso es una anatema, una herejía
de imposible seguimiento, en una economía de mercado que se basa en el consumo,
en una sociedad que se basa en la aquiescencia individual a que el bienestar
está medido por aquello que consumimos y podemos consumir y en el egocentrismo mercantilista
que nos hace a todos desear ser ricos para poder comprar y consumir todo
aquello que queramos.
El Decrecimiento quiebra por la mitad
la piedra angular de nuestro sistema económico y nuestro sistema de
pensamiento. Niega la mayor de que la economía solamente va bien si engorda y
engorda continuadamente -aunque se le llame crecimiento- y que nosotros, como
individuos solo progresamos si mejoramos financieramente sin pausa y sin
límite.
Y habrá quien sacuda levemente la
cabeza en gesto afirmativo cuando lea esto asintiendo a la expresión y habrá
quien tuerza el gesto pensando que no se diferencia mucho de la economía de recursos
o de otras propuestas que hablan de la contención como pilar de la economía.
Pero en ambos casos se equivocarán. Se
equivocaran radicalmente.
Todas esas teorías -positivas en sus
logros si se pudieran llevar a cabo- no cambian en lo radical nuestra forma de
pensar. Desde la economía de recursos hasta la desglobalización nos instan a
contenernos porque nos viene bien porque si no todo se acabará y tendremos que
rebuscar alimento entre las piedras y energía en el calor corporal. Todo lo que
nos proponen hacer es porque nos viene bien a nosotros.
El ideólogo francés -¡que rebuscados
son estos gabachos, madre mía!- nos propone otra cosa. Nos propone decrecer en
nuestro consumo y en otras muchas de nuestras actitudes económicas, sociales y
personales. Aunque no nos venga bien. Solamente porque les viene bien a los que
están peor que nosotros.
Y eso duele hasta el delirio. Eso hace
rechinar todos las bisagras de nuestro egoísmo social y personal y atascarse
todos los engranajes de nuestro fatuo personalismo individual.
Hasta ahora nos proponían ser adultos
responsables que pasan por delante de una pastelería y compran un solo dulce
para poder adquirir otro el día siguiente. Latouche nos obliga a ser infantes,
ansiosos de azúcar y grasas saturadas y con algo de dinero en el bolsillo, que
pasan de largo por el escaparate porque saben que otros necesitan más ese
alimento. O que incluso lo compran para otros.
Porque esa es la diferencia radical
del Decrecimiento. Nos obliga a pensar en contra nuestra o, para ser más
exactos, a favor de los otros, que no es lo mismo, aunque a nuestras mentes y
nuestras almas occidentales atlánticas, les parezca lo mismo.
No tenemos que consumir menos energía
por el bien del planeta, ni crear menos contaminación y residuos por el bien
del ozono o de la atmósfera estratosférica, no hemos de consumir menos comida
para estar más "coitables"
o atractivos, no tenemos que gastar menos en caprichos para tener dinero de
remanente para gastos imprevistos, no tenemos que consumir menos
entretenimiento porque nos satura y nos nubla el entendimiento o menos alcohol
porque sea perjudicial para nuestro organismo o menos tabaco porque nos vaya a
matar o comprar menos ropa porque no nos lleguen las cuentas a fin de mes.
El decrecimiento de Latouche y otros
nos propone que hagamos todo eso sin obtener ningún rendimiento particular de
ello, sin que eso suponga mejora individual para nosotros. Solamente porque
supone un beneficio para otros, aunque a nosotros nos viniera bien seguir haciéndolo
Los que pretenden vender la teoría la
visten y decoran luego con pinceladas de consumo ecológico, de moderación
social y de otros elementos de marketing ideológico que la hagan digerible para
nuestras mentes, acostumbradas a pensar solamente en lo individual y en la
parte de lo colectivo que nos beneficia. Pero el pensamiento del decrecimiento
es tan radicalmente opuesto a lo que hacemos y pensamos como lo sería el
idioma de un alíen o un predator a la lengua de Cervantes o de William
Shakespeare.
Si en lo externo, en lo social, nos
lleva a un cambio demoledor, en lo interior, en lo personal y afectivo,
sencillamente dinamita nuestro centro.
Porque en esta civilización nuestra el
principal bien de consumo no es la energía, ni la comida, ni los servicios, ni
la vivienda ni ningún bien mueble o inmueble que podamos imaginar. Lo que más
consumimos son personas. Por más tabúes que tengamos en lo físico y lo
alimenticio somos fundamentalmente caníbales en todo lo demás.
Y esto nos dice que nuestro placer,
ese al que siempre volvemos sin que la satisfacción nos dure más tiempo del que
es capaz aspirina de contener los síntomas del cáncer, no puede seguir
consumiendo más cuerpos, que nuestra necesidad de aumentar beneficios no puede seguir
consumiendo más empleados, que nuestro egoísmo o nuestra indolencia no puede
seguir consumiendo más padres y madres y que nuestra imperante necesidad de
imponer nuestros criterios no puede seguir consumiendo hijos e hijas, que
nuestro egocentrismo no puede seguir consumiendo amistades, que nuestra
necesidad de relevancia no puede seguir consumiendo relaciones sociales y
afectivas tan rápidamente como arde la madera en la locomotora a vapor de Los
Hermanos Marx.
Y eso ya no es un anatema, no es una herejía.
Es directamente un blasfemo escupitajo en el rostro del dios de nuestro
egocentrismo irrenunciable.
Eso nos obliga a algo que no hacemos
como sociedad desde que se cerraron las puertas de la primera muralla edificada
por eso que llamamos Humanidad.
Nos exige pensar en el amante y en el
amado un poco más que mí, nos obliga a gestionar los beneficios pensando en los
otros un poco más que en mí, nos obliga a abordar nuestro trabajo pensando en
los otros -incluso en el jefe- un poco más que en mí, a organizar la familia
pensando en los otros un poco más que mí. Incluso a practicar el sexo, por muy
esporádico y sin afecto que sea, pensando en quien ocupa la otra posición un
poco más que en mí.
Nos hace imposible seguir viviendo si
no cambiamos el centro del mundo y lo movemos un poco -tampoco es necesario que
sea demasiado- justo de ese eje simétrico e inmóvil que marca nuestro ombligo.
Y además nos fuerza a tomar esa
decisión sin esperar a que lo hagan los demás. Sin red de seguridad que nos
permita sumarnos a una mayoría una vez que otros ya lo hacen y les va bien. Nos
fuerza a decidir dar antes de recibir en la confianza de que los otros en
nuestros ámbitos privados o públicos, sociales o afectivos harán lo mismo.
Y nombrar la confianza en la sociedad
occidental atlántica es como mentar la soga en casa del ahorcado, como usar una
cuchara de acero inoxidable en casa del herrero. Hace tanto que no la practicamos,
que nuestro individualismo egoísta nos impide recurrir a ella, que ya no
sabemos ni cómo se esboza su rostro en las alegorías pictóricas.
Será que la confianza es algo propio
del valor y la seguridad de alguien que ha crecido a buen ritmo y de forma
equilibrada. Quizás ese sea el gran fallo de la ideología de Latouche.
Para poder decrecer hay que haber
crecido previamente y hoy por hoy, hay demasiada gente en el Occidente
Atlántico que no crece, tan solo se hace vieja.
Por desgracia para el Decrecimiento y
para nuestro futuro a partes iguales.
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