Después de unos días atrapado en las
ficciones y universos de otros escritos vuelvo a estas endemoniadas líneas para
descubrir que nuestra crisis continúa su rumbo invariable hacia el choque
definitivo. Con la inercia que solamente tienen las embarcaciones fantasma, con
la ciega rutina con la que solamente es capaz de moverse aquello que está
muerto y aún no se ha dado cuenta.
Pero lo que me hace volver a despecho
de mí mismo a este espacio no es el nacionalismo español ni el independentismo
catalán, no es la anticipación de una prima de riesgo tan estratosférica como
un salto imposible que mantuvo en vilo durante horas a audiencias que ya
estaban en vilo por otras cuestiones y querían olvidarlas. No es por eso
por lo que mis dedos regresan sobre el teclado de la realidad, abandonando el
más placentero y original de la ficción.
Lo que me hace volver es el futuro.
Nos estamos quedando sin futuro. Y no
es una cuestión de finales apocalípticos o desastres imparables; no es una
cuestión de batallas finales entre fuerzas benéficas y maléficas ni de
conflagraciones planetarias que arrasen nuestros hábitats ancestrales.
Es algo mucho más sencillo, mucho más
simple y cotidiano, mucho más nuestro.
El mundo no tiene futuro porque lo
estamos vendiendo.
Desde la temerosa Tombuctú hasta la
asediada Damasco, desde la arrebatada Madrid hasta la inamovible Berlín, desde
la electoralmente disputada Arizona hasta la motivada en los sufragios Caracas,
desde la fanática Teherán hasta la desesperada Atenas, estamos subastando el
futuro.
Lo estamos troceando en partes, empaquetándolo
en asequibles lotes y ofreciéndolo a los mejores postores de nuestro presente a
cambio de un presente que ya está muerto y que no resucitará ni con todo el oro
del mundo.
Pese a que el desenlace de esa venta
absurda nos llega ahora, se nos hace visible sin paliativos en recortes
gubernamentales, ideologías medievales, acciones administrativas y peligros
militantes que abarcan toda la rosa de los vientos, ese comercio sobre un
tiempo que no es nuestro ni nos pertenece empezó de otra forma y fue iniciado
por gentes distintas de las que ahora pueblan los despachos y los hemiciclos de
la civilización Occidental Atlántica y del resto del mundo.
Como siempre en estas cosas, la
empezamos nosotros.
La empezamos hace un puñado de
generaciones cuando comenzamos a decidir que un hijo era alguien a quien teníamos
que enseñar a pensar como nosotros, a ser como nosotros, a ser nuestra
proyección en los años y los tiempos que no veríamos porque nuestro orgullo y
nuestra pervivencia era más importante que aquello que había de pasar más
adelante. Cuando decidimos que nuestra función era dar continuidad a nuestros
pensamientos no ayudar a otros a aprender a pensar por su cuenta.
Declaramos abierta la puja por los
tiempos futuros cuando decidimos que podíamos estar solos en el mundo, que éramos
la última generación sobre La Tierra, que teníamos derecho a exigirlo todo y
ahora. Cuando renunciamos a los amores futuros para no tener que soportar el
cansancio y el hastío de los esfuerzos y las frustraciones presentes. Cuando
decidimos que podíamos pensar solo en nosotros, que nuestro personalismo
egocéntrico y nuestro individualismo egoísta no solo eran la medida de toda
nuestra vida sino de todas las vidas y de todos los tiempos.
Iniciamos este saldo del futuro de
otros cuando pervertimos el derecho de decidir si necesitábamos o no necesitábamos
y lo hicimos depender de nuestra cuenta corriente, de nuestra vida social, de
nuestra agenda amorosa o de nuestra buena figura. Cuando creímos que el futuro
debía aclimatarse a nuestro a nuestras necesidades presentes y que si no lo
hacía tenía que sentarse y esperar.
Y ahora ya no podemos parar esa venta,
ya no podemos detener ese comercio absurdo que nunca nos dará rédito alguno,
que nunca llenara nuestras bolsas, que nos hará empeñar por el presente algo
que será imposible recuperar más adelante.
Porque, aquellos que lleguen a él a
través de una ley recalcitrante y arcaica en aras de una religión y un supuesto
pasado glorioso que les deje sin capacidad de oponerse a ella ni de pensar en contra
de ella, ya no tendrán futuro.
Porque aquellos que lo alcancen en la
miseria, sin posibilidad de pensar en otra cosa que en la supervivencia diaria,
sin otra circunstancia que la urgencia de descubrir como podrán mantenerse de
pie un día más, ya no tendrán futuro.
Porque, los que sean arrojados a él
con los conocimientos adquiridos para servir de herramienta a la generación de
una riqueza que nunca se distribuirá, con la única esperanza de mejorar en lo
económico y los únicos estudios que les sirvan a otros para seguir acumulando
beneficios, ya no tendrán futuro.
Porque, los que desemboquen en el
acuciados por la necesidad de mirar a los cielos para predecir el estallido
hipersónico de un bombardeo, obligados a atisbar tras las esquinas para
descubrir la posición encubierta de cruel francotirador o la marcha imparable
de un pelotón de castigo, ya no tendrán futuro.
Porque, los que arriben a él pensando
que pueden encerrarse en sí mismos, que tienen el inalienable derecho al
aislamiento solitario, a usar a los demás para sus fines lícitos o no sin
preocuparse de las consecuencias que sus actos tienen en los demás, encerrados
cada día en la soledad elegida y eligiendo a sus semejantes según sus
necesidades como un comprador en el laberíntico recorrido del Ikea, ya no
tendrán futuro.
Porque por culpa de nuestro presente,
todos ellos es más que probable que ya no tengan futuro.
Gobiernos y gobernantes, poderosos y
rebeldes, autoridades y opositores, que son como nosotros, que no hace
otra cosa que lo que nosotros les hemos enseñado a hacer, han dado comienzo al
último turno de ese saldo de los tiempos futuros que nosotros iniciamos hace
tiempo.
Unos con sharias medievales, otros con
recortes educativos, otros con recuperaciones de espíritus ancestrales enterrados
en el profundo Idaho, otros con bombas que asolan sus propias ciudades, otros
con recuperaciones de teorías políticas o económicas que estaban muertas cuando
el mundo era joven. Pero todos hacen lo mismo.
Empeñan el futuro a cambio de unas
pocas monedas en el presente. Y lo hacen sabiendo que no llegarán a tiempo para
recuperarlo cuando cumpla el recibo que les ha dado el prestamista para
recuperarlo.
Puede que eliminar las becas de
comedor y de libros parezca que no es lo mismo que disparar a una niña
pakistaní porque quiere ir a la escuela; puede que abatir mujeres embarazadas
en las afueras de Jenin o patear el estómago de un niño en Gaza no aparente ser
lo mismo que hacer descender hasta la eliminación las becas Erasmus, puede que
detener a jóvenes en las calles de Shanghái se antoje algo distinto a eliminar
todas las asignaturas no instrumentales de las enseñanzas de la Universidad de
Tubinga o que declarar la obligatoriedad de asistir a la Madrassa parezca algo
distinto que eliminar del sistema de educación superior a casi la mitad de la
población docente en Grecia cuando aún no les ha dado ni tiempo a pensar qué es
lo que quieren estudiar.
Y seguro que éticamente no son lo
mismo. Están en gradaciones muy distintas y alejadas. Son circunstancias
separadas por varios centenares de círculos del infierno. Pero todas ellas
están en el infierno. Todas contribuyen al mismo inconsciente objetivo.
Todas son formas de conseguir recursos
a costa del futuro para luego colocar esos pírricos óbolos en los cerrados ojos
de un presente muerto, en la vana esperanza de que nos permitan atravesar una
laguna estigia por la que Caronte se niega a trasladarnos hacia unos Campos Elíseos
que no veremos nunca.
Porque esta venta sin sentido de los
tiempos por venir parte de una compra que hicimos hace tiempo y cuyas
mensualidades somos incapaces de afrontar.
Alguien nos vendió el falso Carpe Diem
de que el futuro no existe y nosotros lo compramos por un precio astronómico.
No nos importó pagar por ello porque nos venía bien. Porque nosotros somos el
presente, no el futuro.
Pero en realidad no nos dimos cuenta de
que era una publicidad engañosa, que era un producto de marketing corrupto. Lo
que no existe es el presente. Los que no existimos somos nosotros.
El presente solamente es una
responsabilidad. Pero no hacia grandezas nacionales pasadas ni hacia
independencias pretéritas, no hacia mensajes divinos antiguos ni hacia
ideologías pensadas hace siglos, no hacia territorios ancestrales ni hacia
troncos genéticos comunes, no hacia la sangre diluida con las generaciones ni
hacia la patria articulada con el correr de las centurias.
El presente es solamente un efímero
puente hacia el futuro. El futuro que no nos pertenece ni puede pertenecernos.
El futuro es de otros. Aunque no nos guste, aunque no soportemos no poder actuar como inmortales
En un intento de que nuestro presente
durara siempre, de que el futuro fuera nuestro y llegara ahora mismo, vendimos
nuestros propios tiempos futuros y ahora, cuando nos damos cuentas que eso no
fue suficiente, cogemos los de otros, que no nos pertenecen y los empeñamos en
un intento torticero de salvar nuestro presente aún a cambio de su futuro.
Como diría el poeta urbano, estamos
vendiendo almas nuevas, sin usar. Y si completamos la subasta, adquiriremos una
deuda de tales proporciones que nunca podremos pagarla, que no podremos
recuperar lo que hemos empeñado. Aunque digamos mil veces que lo sentimos.
Aunque queramos pedir perdón desde la tumba.
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