No quisiera resultar apocalíptico,
pero nos estamos muriendo.
Vale, reconozco que suena bastante
apocalíptico, pero eso no hace que se me antoje menos cierto.
Si echamos un vistazo, por somero que
sea, a lo que sucede a nuestro alrededor, no solamente en las exiguas fronteras
de nuestro territorio soberano sino a ese alrededor más amplio e inexplorado
para nuestra cotidianeidad que es el mundo, nos damos cuenta de que nos estamos
muriendo, como civilización, como organización social y como estructura
racional.
Esta civilización occidental atlántica
nuestra ha sido arrojada por la historia fuera del tanque dorado de aguas más o
menos limpias en el que nadaba y ahora boquea en busca de un oxígeno que no
llega a sus encogidas branquias como una carpa arrojada a la ribera del río por
una crecida de las aguas que luego se retiraron a su cauce de nuevo sin
acordarse de llevarla de vuelta con ellas.
Y no estamos muriendo por los
políticos, no estamos agonizando por los banqueros, no estamos boqueando porque
nos falte el aire del dinero, de la sociedad del bienestar o de la creación de
riqueza del liberal capitalismo. Miramos a nuestro alrededor y percibimos
-quizás aún de lejos- ese tufillo extraño y dulzón de la mortandad de nuestra
civilización por lo que fuimos. Ni siquiera por lo que somos ahora o por lo que
nos negamos a ser.
Simplemente morimos hoy por lo que
fuimos ayer y hemos sido todo este tiempo.
Porque, con toda nuestra pompa y
circunstancia, con toda nuestra tecnología y nuestra ciencia, con todo nuestro
pensamiento y nuestra filosofía, no hemos sido, a lo largo de las generaciones,
otra cosa que la protagonista de ese eterno son cubano convertido en canción
pop por unos chicos castellanos.
Morimos porque hemos sido y hemos
vivido como La Lola.
Al igual que la protagonista de la trova
caribeña, durante generaciones hemos pasado la vida entera buscando noches de
gloria como almas en pena. Hemos ido pasando de mano en mano, de boca en boca y
de cama en cama.
Como civilización nos hemos comportado
como un caballero promiscuo, como una dama lasciva e insaciable.
Nos hemos encamado con cualquier
ideología que nos ha prometido algo que queríamos, algo que deseábamos. Hemos
yacido con cualquier presupuesto ideológico, con cualquier pensamiento, que nos
prometiera poder, estabilidad o riqueza, acudiendo raudos a su lecho en cuanto
sus promesas brillaban rutilantes ante nuestros ojos.
Nos abrimos de piernas al liberalismo
capitalista a cambio de la obtención de la riqueza que nos prometía crear,
acomodamos nuestros cuerpos entre los muslos del comunismo orgánico que nos
juraba distribuir esa riqueza, nos comimos los morros con el individualismo
integral a cambio de proteger nuestro propio egoísmo y nos besuqueamos con el
colectivismo solícito a cambio de guardar una parte, aunque fuera ínfima, de nuestra mal entendida
solidaridad.
Hemos fornicado con cualquier religión
a cambio de poder olvidarnos de este mundo en aras del siguiente, hemos
cohabitado con cualquier deriva filosófica a cambio de poder convertir el mundo
y la realidad en "mi mundo y mi realidad" como baluartes únicos de la
existencia. Hemos copulado con cualquier pensamiento o creencia que nos salvara
o nos limpiara aun a cambio de condenar o ensuciar a todos los demás.
Cuando tuvimos miedo nos tiramos al
fascismo, cuando tuvimos hambre nos follamos al anarquismo, cuando quisimos
orden nos metimos en la cama del totalitarismo y cuando quisimos libertad nos
revolcamos en el lecho de la acracia libertaria.
Como civilización hemos sido como La
Lola, cambiando de amante cada noche, de ideología cada década, en busca de
una noche de gloria que no podía llegar, que no iba a llegar nunca, de esa
manera.
Porque, como La Lola, o como las
chonis de polígono, los ciclados de gimnasio o las grupis cuarentonas de salida
desmedida los viernes por los noche, no hemos sido capaces de comprender que
por más que volvamos al garito, al afterhour
o a la macro discoteca nunca vamos a encontrar de esa forma el amor verdadero. La
ideología que sirva a todos, no solamente a nosotros.
Podremos fingir que no la necesitamos,
que no la queremos y conformarnos con el amante que nos toque en suerte esa
nueva noche de excesos, ligues y etilismos, pero no encontraremos la gloria que
buscamos o que buscábamos cuando empezamos a intentar, como civilización y como
individuos, ser lo que queríamos ser.
Porque, como ella, hemos olvidado que
esa gloria no llega de los amantes, llega de los amores.
Y nosotros, al igual que la dama
cubana homenajeada por Café Quijano, nunca hemos tenido amores. Nunca hemos
durado lo suficiente en la cama de ninguna ideología como para poder girarnos
al despertar, mirarla a los ojos y decirle que la amábamos.
Ha sido en ese momento, en el amanecer
enlazados después de la pasión, después del arrebato fugaz e incontinente,
cuando nuestro amante nos miraba a los ojos y nos pedía más, nos exigía que le devolviéramos
algo a cambio de lo que nos había prometido, cuando a toda prisa y casi sin
acabar de vestirnos hemos saltado de su lecho y huido sin mirar hacia atrás.
Hemos escapado cuando el liberalismo
nos pedía redistribución, cuando el comunismo nos exigía creación de riqueza,
cuando el individualismo nos demandaba respeto, cuando la solidaridad nos
imponía compromiso, cuando la religión nos pedía ejemplo, cuando la filosofía
nos reclamaba cambio.
Como La Lola, hemos abandonado a lo
largo de nuestra vida como civilización todas nuestras camas ideológicas,
nuestros polvos filosóficos, todos nuestros coitos vivenciales en cuanto estos
han tenido la desfachatez de exigirnos compromiso, de abocarnos al esfuerzo
necesario para mantenerlos y llevarlos a buen puerto.
Y ahora, que miramos alrededor y nos
damos cuenta de que algo hace falta, de que el afterhour de las ideologías está cerrado, de que el garito de las
filosofías ha chapado por falta de existencias, de que la macro discoteca de
las creencias mantiene sus puertas cerradas a piedra y lodo porque ya no es
capaz de armonizar sus ritmos y músicas desmedidos para que suenen bien a
nuestros oídos, nos sentimos como La Lola.
Sabemos que tenemos algo dentro, que
podemos dar más, pero culpamos a nuestros amantes de no haber sabido
arrancarnos de dentro nuestro amor y de habernos obligado a tirar nuestra vida
como cultura, como sociedad, como civilización, por el sumidero de incontables
búsquedas en lugares equivocados, de innumerables aventuras de pasión que se
desvanecieron al amanecer.
Puede que tengamos razón y fuera culpa
de esas ideologías, de esas creencias, y no nuestra. Pero el hecho es que no dimos
lo que llevábamos dentro cuando podíamos, cuando sabíamos o cuando queríamos
hacerlo y ahora ya no hay nadie, ningún nuevo amante ideológico, al que dárselo. Aunque nos siga quemando por dentro.
Lo queremos sacar, pero ya solamente
nos sirve de pobre consuelo y de pírrica autojustificación el hecho de saber
que lo tenemos dentro aunque no lo usáramos a tiempo.
Ahora que, como civilización,
deberíamos estar cómodos en la seguridad de nuestra vejez, en la estabilidad de
nuestra antigüedad, nos mostramos inquietos, inconstantes e inconscientes
porque sabemos que no podemos envejecer porque no hemos crecido y no podemos
volver a nacer porque aún no hemos muerto.
Así que, en lugar de recurrir a lo que
recurriría una civilización estable y sostenida para seguir avanzando, el
cambio, tiramos de lo mismo que tira La Lola para negarse a sí misma el tiempo
desperdiciado y el impulso perdido. Buscamos maquillarnos porque ya no podemos
rejuvenecer, buscamos sobrevivir porque ya no sabemos vivir.
Hoy, para la civilización occidental
atlántica como en la canción, es el tiempo de la arruga y la pintura.
Puede que no sea la muerte. Pero se le
parece mucho.
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