viernes, octubre 05, 2012

Cuando Occidente muere por ser como La Lola.


No quisiera resultar apocalíptico, pero nos estamos muriendo.
Vale, reconozco que suena bastante apocalíptico, pero eso no hace que se me antoje menos cierto. 
Si echamos un vistazo, por somero que sea, a lo que sucede a nuestro alrededor, no solamente en las exiguas fronteras de nuestro territorio soberano sino a ese alrededor más amplio e inexplorado para nuestra cotidianeidad que es el mundo, nos damos cuenta de que nos estamos muriendo, como civilización, como organización social y como estructura racional.
Esta civilización occidental atlántica nuestra ha sido arrojada por la historia fuera del tanque dorado de aguas más o menos limpias en el que nadaba y ahora boquea en busca de un oxígeno que no llega a sus encogidas branquias como una carpa arrojada a la ribera del río por una crecida de las aguas que luego se retiraron a su cauce de nuevo sin acordarse de llevarla de vuelta con ellas.
Y no estamos muriendo por los políticos, no estamos agonizando por los banqueros, no estamos boqueando porque nos falte el aire del dinero, de la sociedad del bienestar o de la creación de riqueza del liberal capitalismo. Miramos a nuestro alrededor y percibimos -quizás aún de lejos- ese tufillo extraño y dulzón de la mortandad de nuestra civilización por lo que fuimos. Ni siquiera por lo que somos ahora o por lo que nos negamos a ser.
Simplemente morimos hoy por lo que fuimos ayer y hemos sido todo este tiempo.
Porque, con toda nuestra pompa y circunstancia, con toda nuestra tecnología y nuestra ciencia, con todo nuestro pensamiento y nuestra filosofía, no hemos sido, a lo largo de las generaciones, otra cosa que la protagonista de ese eterno son cubano convertido en canción pop por unos chicos castellanos.
Morimos porque hemos sido y hemos vivido como La Lola.
Al igual que la protagonista de la trova caribeña, durante generaciones hemos pasado la vida entera buscando noches de gloria como almas en pena. Hemos ido pasando de mano en mano, de boca en boca y de cama en cama.
Como civilización nos hemos comportado como un caballero promiscuo, como una dama lasciva e insaciable.
Nos hemos encamado con cualquier ideología que nos ha prometido algo que queríamos, algo que deseábamos. Hemos yacido con cualquier presupuesto ideológico, con cualquier pensamiento, que nos prometiera poder, estabilidad o riqueza, acudiendo raudos a su lecho en cuanto sus promesas brillaban rutilantes ante nuestros ojos.
Nos abrimos de piernas al liberalismo capitalista a cambio de la obtención de la riqueza que nos prometía crear, acomodamos nuestros cuerpos entre los muslos del comunismo orgánico que nos juraba distribuir esa riqueza, nos comimos los morros con el individualismo integral a cambio de proteger nuestro propio egoísmo y nos besuqueamos con el colectivismo solícito a cambio de guardar una parte, aunque fuera ínfima, de nuestra mal entendida solidaridad.
Hemos fornicado con cualquier religión a cambio de poder olvidarnos de este mundo en aras del siguiente, hemos cohabitado con cualquier deriva filosófica a cambio de poder convertir el mundo y la realidad en "mi mundo y mi realidad" como baluartes únicos de la existencia. Hemos copulado con cualquier pensamiento o creencia que nos salvara o nos limpiara aun a cambio de condenar o ensuciar a todos los demás.
Cuando tuvimos miedo nos tiramos al fascismo, cuando tuvimos hambre nos follamos al anarquismo, cuando quisimos orden nos metimos en la cama del totalitarismo y cuando quisimos libertad nos revolcamos en el lecho de la acracia libertaria.
Como civilización hemos sido como La Lola, cambiando de amante cada noche, de ideología cada década, en busca de una noche de gloria que no podía llegar, que no iba a llegar nunca, de esa manera.
Porque, como La Lola, o como las chonis de polígono, los ciclados de gimnasio o las grupis cuarentonas de salida desmedida los viernes por los noche, no hemos sido capaces de comprender que por más que volvamos al garito, al afterhour o a la macro discoteca nunca vamos a encontrar de esa forma el amor verdadero. La ideología que sirva a todos, no solamente a nosotros.
Podremos fingir que no la necesitamos, que no la queremos y conformarnos con el amante que nos toque en suerte esa nueva noche de excesos, ligues y etilismos, pero no encontraremos la gloria que buscamos o que buscábamos cuando empezamos a intentar, como civilización y como individuos, ser lo que queríamos ser.
Porque, como ella, hemos olvidado que esa gloria no llega de los amantes, llega de los amores. 
Y nosotros, al igual que la dama cubana homenajeada por Café Quijano, nunca hemos tenido amores. Nunca hemos durado lo suficiente en la cama de ninguna ideología como para poder girarnos al despertar, mirarla a los ojos y decirle que la amábamos.
Ha sido en ese momento, en el amanecer enlazados después de la pasión, después del arrebato fugaz e incontinente, cuando nuestro amante nos miraba a los ojos y nos pedía más, nos exigía que le devolviéramos algo a cambio de lo que nos había prometido, cuando a toda prisa y casi sin acabar de vestirnos hemos saltado de su lecho y huido sin mirar hacia atrás.
Hemos escapado cuando el liberalismo nos pedía redistribución, cuando el comunismo nos exigía creación de riqueza, cuando el individualismo nos demandaba respeto, cuando la solidaridad nos imponía compromiso, cuando la religión nos pedía ejemplo, cuando la filosofía nos reclamaba cambio. 
Como La Lola, hemos abandonado a lo largo de nuestra vida como civilización todas nuestras camas ideológicas, nuestros polvos filosóficos, todos nuestros coitos vivenciales en cuanto estos han tenido la desfachatez de exigirnos compromiso, de abocarnos al esfuerzo necesario para mantenerlos y llevarlos a buen puerto.
Y ahora, que miramos alrededor y nos damos cuenta de que algo hace falta, de que el afterhour de las ideologías está cerrado, de que el garito de las filosofías ha chapado por falta de existencias, de que la macro discoteca de las creencias mantiene sus puertas cerradas a piedra y lodo porque ya no es capaz de armonizar sus ritmos y músicas desmedidos para que suenen bien a nuestros oídos, nos sentimos como La Lola.
Sabemos que tenemos algo dentro, que podemos dar más, pero culpamos a nuestros amantes de no haber sabido arrancarnos de dentro nuestro amor y de habernos obligado a tirar nuestra vida como cultura, como sociedad, como civilización, por el sumidero de incontables búsquedas en lugares equivocados, de innumerables aventuras de pasión que se desvanecieron al amanecer.
Puede que tengamos razón y fuera culpa de esas ideologías, de esas creencias, y no nuestra. Pero el hecho es que no dimos lo que llevábamos dentro cuando podíamos, cuando sabíamos o cuando queríamos hacerlo y ahora ya no hay nadie, ningún nuevo amante ideológico, al que dárselo. Aunque nos siga quemando por dentro.
Lo queremos sacar, pero ya solamente nos sirve de pobre consuelo y de pírrica autojustificación el hecho de saber que lo tenemos dentro aunque no lo usáramos a tiempo.
Ahora que, como civilización, deberíamos estar cómodos en la seguridad de nuestra vejez, en la estabilidad de nuestra antigüedad, nos mostramos inquietos, inconstantes e inconscientes porque sabemos que no podemos envejecer porque no hemos crecido y no podemos volver a nacer porque aún no hemos muerto.
Así que, en lugar de recurrir a lo que recurriría una civilización estable y sostenida para seguir avanzando, el cambio, tiramos de lo mismo que tira La Lola para negarse a sí misma el tiempo desperdiciado y el impulso perdido. Buscamos maquillarnos porque ya no podemos rejuvenecer, buscamos sobrevivir porque ya no sabemos vivir.
Hoy, para la civilización occidental atlántica como en la canción, es el tiempo de la arruga y la pintura.
Puede que no sea la muerte. Pero se le parece mucho.

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