Hemos matado a Amanda.
Aunque viviera en Canadá, lejos de
nosotros, en un país que no suele aparecer ni en los papeles y en el que parece
que ni siquiera la secesión independentista de una parte del mismo genera
tensiones sociales, la hemos matado nosotros.
Aunque un criminal cibernético se
aprovechara de su candidez y de la acumulación de hormonas en su joven cuerpo
para lograr una foto de sus pechos, la hemos matado nosotros.
Aunque ni siquiera sepamos quien era
Amanda, aunque no podamos ubicar en el mapa su país y aunque nunca hayamos
visto ni su mensaje de suicidio ni sus pechos desnudos, aunque ni siquiera
conozcamos su historia, la hemos matado nosotros.
Y ese nosotros es un genérico de la Civilización
Occidental atlántica, es un compendio de la sociedad ciberdesarrollada, es un
eufemismo del mundo hiperconectado, es un gentilicio de todos los que pasamos
horas conectados al vacío virtual. Puede que todos esos matices nos permitan
salvar nuestras pírricas conciencias individuales.
Pero eso no significará que no hayamos
matado a Amanda Todd.
Una niña de quince años se suicida en
la Columbia Británica y Canadá se conmociona mientras el resto de la sociedad
occidental atlántica menea compungida la cabeza y se lanza al consumo del video
en el que la joven anuncia su suicidio y explica sus motivos.
La niña, que no debería ni estar cerca
del concepto de la muerte a esa edad, se suicida porque un ciberacosador hizo
de su vida un infierno, porque la chantajeaba para que se desnudara ante su
cámara web, porque hizo de su vida una circunstancia imposible de vivir para una niña de su edad.
Así que parece que Amanda ha muerto
por su propia mano o como mucho por la mano del ciberacosador criminal que,
incapaz de relacionarse sexualmente consigo mismo, inventó ese sistema criminal
de satisfacerse.
Pero eso es mentira por más que lo
digan los periódicos. Es una verdad a medias por más que lo oculten los
noticieros. A Amanda la hemos matado nosotros.
Porque nosotros contratamos a un
asesino a sueldo para que se deshiciera de Amanda y le pagamos con nuestras visitas
a la página en la que colgó las fotos de la niña y de sus pechos desnudos.
Porque puede que Amanda, en su
inocencia infantil, le proporcionara con sus fotografías a su verdugo
contratado el arma para asesinarla. Pero fuimos nosotros, con nuestras opiniones,
nuestros comentarios sobre el tamaño de sus senos, nuestras reflexiones sesudas sobre su
catadura moral o nuestras peticiones de más material, nuestras bromas subidas
de tono, o nuestras ocurrencias sarcásticas, quienes facilitamos la munición a ese
asesino para que pudiera seguir disparando día tras día a quemarropa sobre la
vida de Amanda hasta matarla.
Si su acosador hubiera colgado las
fotos y no hubiera recibido ni una visita, su capacidad de presión hubiera sido
reducida a cero; si no se hubiera escrito ni un solo comentario, ni una sola
opinión, ni un solo retwitt, la munición del armamento de su asesino se habría
mojado en el mar de la indiferencia general.
Si Amanda hubiera recibido cientos o
miles de mensajes privados de apoyo y hubiéramos denunciado masivamente ese
enlace a los servidores que lo albergaban, el acosador se hubiera convertido
en acosado, el perseguidor en perseguido, el cazador en cazado. Y ahora no nos sentiríamos
obligados a llorar la injusta muerte de su presa para acallar nuestras
consciencias sino que quizás nos mostraríamos un poco satisfechos de la muerte
-por lo menos cibernética- del depredador.
Puede ser que esta vez el nosotros que
engloba a la civilización occidental, a la sociedad hiperconectada, se disfrace
de sus compañeros de instituto, de las navegantes virtuales canadienses o de
los consumidores de porno rápido de la Columbia Británica, pero ninguno de
ellos deja de ser uno nosotros y de haber hecho lo que muchos de nosotros
habríamos hecho si hubiéramos conocido a Amanda.
Y, por supuesto, esa excusa no hace
que Amanda deje de estar muerta.
Así que la próxima vez que sepamos de
la existencia de las fotografías de los pechos, el culo o el pene de alguien
conocido o del video de una persona cercana en una situación íntima o
simplemente comprometida en la red y corramos a conectarnos para buscar el
enlace y verlo, pensemos en Amanda.
La próxima vez que consideremos divertido convertir una fotografía de unos pechos robados o de un culo arrebatado en trending topic, pensemos en Amanda.
La próxima vez que creamos que estamos
autorizados a opinar sobre algo simplemente porque está en Facebook, Twitter,
Tuenti o donde sea y porque debajo hay un recuadro que pone comentarios,
pensemos en Amanda.
La próxima vez que se nos antoje
sencillo hacer una gracia ocurrente, una broma grosera o un comentario
sarcástico sobre materiales de ese tipo porque nos los encontramos en La Red,
pensemos en Amanda.
La próxima vez que sintamos la
tentación de agitar el báculo de nuestra moral o nuestra ética antes de
preguntar si la exposición de ese material es voluntaria, tecleando insultos,
descalificaciones o juicios morales, pensemos en Amanda.
La próxima vez que entremos en una
página porno y no nos aseguremos de que sus protagonistas son adultas y
voluntarias, pensemos en Amanda.
La próxima vez que veamos el enlace en
la red social de un conocido sobre una tercera persona y no la llamemos para
comprobar si ese enlace cuenta con su aprobación antes de mirarlo y comentarlo, pensemos en
Amanda.
Así, por lo menos, si terminamos
matando a alguien lo haremos con absoluta consciencia y no podremos eludir
nuestra responsabilidad.
Mientras tanto, ni siquiera tenemos
derecho a entrar en el vídeo funerario de Amanda, ni a dejar flores en su tumba
virtual, ni a convertirla en trending topic para acallar nuestras conciencias
con nuestra indolente solidaridad postmorten.
No es muy ético ni muy elegante que
los asesinos acudan a los sepelios de sus víctimas.
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