Hoy hay una huelga y eso ya no es ni
siquiera noticia en esta Europa nuestra que está intentando sobrevivir a su
propia muerte, en esta España nuestra que está intentando no participar
activamente en la defenestración que otros han diseñado para ella.
Hay una huelga de alumnos por la Educación
y eso entra dentro del mito recurrente de que los alumnos hacen huelga porque
no quieren ir a clase; hay una huelga de profesores por la Educación y eso
forma parte de la ancestral acusación de que no están dispuestos a perder sus
injustos privilegios. Y hay una huelga de padres por la Educación.
Y eso no entra dentro de ningún mito
recurrente ni de ninguna ancestral acusación porque es algo que no suele
ocurrir, que no ha ocurrido nunca, que no puede intentar desmantelarse
recurriendo a los tópicos baldíos ni a las artimañas dialécticas habituales.
Esas declaraciones con las que todo
gobierno intenta desmontar las iniciativas que se les oponen o que simplemente quieren
hacer patente su mala gestión. O sea, la pesadilla de cualquier gobierno.
Y como el nuestro, el de Moncloa, el
de Mariano Rajoy, se encuentra ante algo que no figura en su manual de desinformación,
de desprestigio o directamente de manipulación mediática e informativa, se le
nota un poco descompensado, un poco pillado de través, un tanto descolocado.
No olvidemos que los estudiantes son
muchos pero la mayoría no vota; recordemos que la mayoría de los profesores
vota pero son pocos. Pero los padres... Esos son muchos y todos votan.
Así que el Gobierno se ve impelido a
hacer algo. Las miradas de los ministros se vuelven de soslayo a Wert, el
ministro del área, en busca de algo que les permita tirar de cualquier
argumento y seguir a lo suyo que, hoy por hoy, es vender el país de saldo para
ingresar los réditos en los bancos.
Y José Ignacio Wert, coge aire, se
acicala la calva, se ajusta el traje y tira de Stanford.
Quizás sea porque su ínclito y
mitológico líder., José María Aznar, fue recibido con los brazos abiertos en
esa universidad estadounidense o porque sea donde se educa la flor y la nata de
la élite republicana estadounidense, pero el caso es que el ministro echa mano
a todo correr de Eric Hanushek y le cita sin complejos: "En realidad,
no es que un gobierno invierta más en educación y así tenga mejores alumnos y
luego trabajadores más productivos, sino que si se mejora el rendimiento –sobre
todo en matemáticas, lectura y escritura– de los estudiantes de un país
aumentará su crecimiento económico, lo que es crucial porque permite recortar
inversión en educación y al mismo tiempo que mejore el rendimiento de los estudiantes”.
Y de repente él, que acusa a los
padres, los alumnos, los profesores y todo el que cae en su punto de mira de
radicales antisistema, se transforma en el principal elemento antisistema con
el que cuenta la educación española.
Porque, por mucho que lo haya dicho un
profesor de Stanford, por mucho que le venga bien al Gobierno, por mucho que
pueda ser una excusa no solamente para los recortes hechos sino también para los
recortes educativos por hacer, esa afirmación está fuera del sistema, de nuestro
sistema. Del feudal quizás no, del de castas indio seguro que tampoco. Pero del
nuestro sí.
Me explico.
Las afirmaciones de Nanushek afirma
que lo que hay que hacer es mejorar el rendimiento de los alumnos en las asignaturas
básicas -lo que antaño se llamaba leer y escribir y las cuatro reglas- y eso
aumentará el crecimiento económico de un país.
Puede que hasta tenga razón. Pero lo
malo es que no es eso lo que se quiere. El objetivo de nuestro sistema no es
mejorar el crecimiento económico del país.
Si solamente se mejora el rendimiento
en ese rango educativo solamente formamos operarios, formamos trabajadores que
tienen un mayor nivel pero que se encuentran por debajo de las capacidades
necesarias para desarrollar muchas de las funciones que se pueden elegir en la
sociedad.
Si hacemos eso estamos contra nuestro
propio sistema. Creamos operarios más productivos -es cierto- pero elegimos por
ellos casi desde el momento de su nacimiento que sean operarios y no otra cosa.
El sistema elige, por nacimiento o por
educación, qué es lo que va a ser una persona. Ideal para el feudalismo o para
el varnarismo hindú, pero que nada
tiene que ver con nuestro sistema.
Aplicamos un concepto que solamente
proviene de las necesidades económicas de un sector, la productividad, a la
conformación de toda la sociedad, a las expectativas vitales del individuo y al
sistema educativo.
Creo haber leído en alguna parte que
ese no es el objetivo de nuestro sistema.
Porque si alguien decide ser abogado y
ganarse así la vida, la productividad no es un concepto que se le aplique.
Puede trabajar una hora o cien, pero
lo que se le pide es que defienda y gane un caso. Si ese caso le lleva años no
se le puede achacar falta de productividad, si es capaz de hacer su trabajo en
dos días no se le puede achacar falta de productividad. La productividad no es aplicable.
Los resultados sí, la productividad no.
Y por supuesto para eso no bastan
exclusivamente las cuatro reglas.
Pero ni siquiera para la inmensa
mayoría de los trabajos menos cualificados el concepto de trabajadores
productivos es aplicable de forma completa y precisa.
Servir más cafés a la hora, o sea ser
más productivo, te servirá para mejorar el rendimiento de un establecimiento
hostelero. Pero prepararlos con exquisitez, servirlos con gracia e
interactuar con una cierta corrección y simpatía, preparar tartas originales,
elaborar canapés sabrosos, equilibrar los menús o saber elegir el canal de
televisión que se emite en el local en cada momento serán valores que
contribuyan mucho más si cabe al aumento de la clientela que el ratio de cafés/hora
que tengan los camareros.
La productividad no es un factor
determinante o al menos no es tanto como la mercadotecnia, la capacidad
comunicativa o la sociabilidad del negocio. Y eso no se adquiere con saber
leer, escribir sumar y restar.
Y lo mismo en el comercio, en la
actividad hotelera y en la mayoría de los servicios, en los que, por cierto, se
basa la economía de nuestro país.
Todo ello dejando al margen los
trabajos donde la creatividad es el valor fundamental. Algo que parece ser que
Wert deja intencionadamente fuera de su disquisición y de su cita porque deben
ser cosas de radicales y antisistema.
No se tienen inventores con las cuatro
reglas, no se forman científicos, médicos o investigadores enseñando a leer y
escribir.
Y por supuesto olvidémonos de escritores,
periodistas, músicos, artistas y toda esa morralla molesta e inútil para que un
país sea productivo y crezca económicamente.
Todo eso Wert lo sabe -o debería
saberlo, que a estas alturas uno ya no está seguro de nada- pero tira de la
cita de Stanford a sabiendas de que esa frase está construida para un sistema
diferente.
Un sistema en el que se considera un
pecado capital que el Estado ayude al individuo. En el que se considera que la
educación pública debe detenerse en el momento en el que el individuo sepa lo
mínimo necesario para subsistir en el escalafón más bajo del sistema económico
y que todo lo demás es responsabilidad suya y solamente suya, en lo monetario y
en lo personal. El sistema republicano estadounidense, ni siquiera el sistema
estadounidense en su conjunto.
Y Wert se convierte en antisistema
porque de repente afirma que es el Estado el que decide, a través de la
educación, lo que va a ser la población: operarios sin cualificar. Porque el
objetivo es la productividad y todo debe subsumirse a ese objetivo diseñado por
el Gobierno.
Hombre, si el objetivo es la
productividad y todo lo demás puede modificarse para lograrlo, recuperemos el
látigo, que con seguridad aumentará la productividad; apliquemos el derecho de
pernada por cuotas, que seguro que una administrativa de cualquier empresa
trabaja mucho más si intenta evitar que, por no llegar a una cuota determinada,
su orondo jefe pueda meterse impunemente entre sus piernas; rescatemos el
trabajo a destajo; desempolvemos el pago en especie con comida y alojamiento,
que si alguien tiene riesgo de dormir a la intemperie un día de lluvia sin
haber comido por no haber cumplido su cuota de productividad, seguro que
trabaja más rápido.
Creo que, aunque últimamente algunas
reformas laborales tienden a acercarse a ese concepto, es no es, por decirlo de
alguna manera, nuestro sistema.
Por el contrario, nuestro sistema mantiene que es el individuo
el que es responsable de decidir su nivel de formación y es por ello que el
Estado debe garantizar que no exista imposibilidad -ni económica, ni de ningún
otro tipo- para acceder incluso a los más altos niveles de formación y la ponga
a disposición de aquellos que no pueden costeársela. Y eso solamente se
consigue con inversión en todos los niveles de la educación, no enseñando a
leer, escribir y las cuatro reglas.
Para evitar el abuso están los filtros
de capacidad, las notas medias, los exámenes de ingreso o los numerus clausus, pero no reducir la enseñanza a lo mínimo
básico porque así tendremos operarios funcionales más productivos. Y los que
quieran ser otra cosa que se las maravillen por su cuenta.
Y José Ignacio Wert, el martillo
ideológico del conservadurismo más radical contra los infieles antisistema, de
repente se convierte en el principal antisistema del país.
Defiende que el Estado tiene que
decidir por encima de los intereses del individuo el grado de educación al que
puede acceder. Defiende que como el gobierno del que forma parte ha decidido
que España necesita operarios productivos para su crecimiento económico ese es
el máximo nivel de educación que se le puede exigir al Estado que facilite para
todos.
Wert se equivoca primero porque
nuestro país no es industrial y por tanto los operarios productivos no son la
única necesidad. Quizás en Alemania o en Estados Unidos donde la mayor parte de
sus beneficios - si eliminamos el 40% de los beneficios empresariales, que se
logran por pura especulación financiera a través de la deuda apalancada privada
y corporativa- y su crecimiento económico los genera la actividad industrial sí
sean imprescindibles. Pero aquí no.
Pero su error de fondo, el más
importante de todos, el que le hace convertirse en un antisistema furibundo
aunque no tenga pelo suficiente para engancharse unas buenas rastas, está en
otra cosa.
Puede que su incapacidad para girarse
a la izquierda le haya impedido ver que otrora, al otro lado de un muro
invisible que se dio en llamar Telón de Acero, eso ya se intentó.
Se llama Materialismo Económico y
Sistema de Productividad Estatal y llevó al desastre al comunismo institucional
de la extinta Unión Soviética.
Como el Estado necesita operarios, se
educan operarios, como el estado necesita agricultores, se forman agricultores.
Los intereses, las expectativas e incluso las capacidades del individuo son
irrelevantes; todo se subsume a las necesidades económicas del Estado. Lo
demás es superestructura, si no innecesaria al menos prescindible.
Puede que Wert haya descubierto el
concepto en la cita de un profesor de Stanford pero es algo que, en un alemán
novecentista, ya expuso Engels y que, en un ruso con cerrado acento georgiano, Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, por muchos conocido como Stalin, repitió
una y otra vez en sus discursos.
Va a ser que los extremos, según la
máxima tradicionalmente reconocida, se tocan y terminan defendiendo lo mismo. Y
en ambos casos, como José Ignacio Wert, están fuera del sistema.
Los alumnos, los profesores y los
padres seguimos dentro del sistema defendiendo
aquel que elegimos y que nos permite elegir.
Bienvenido al radicalismo antisistema,
señor ministro Wert, salude el bueno de Iósif de mi parte.
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