Esa parte del mundo que compone el
Occidente Atlántico hay veces que se empeña en hacer posible lo imposible, en
desparramar por la realidad flores y perlas que ahondan en la exposición
desgarrada y constante de su incapacidad para comprender elementos y conceptos
que ella misma creo cuando todavía, hace muchos siglos ya, era un colectivo
activo y vital.
Y uno de esos conceptos que se nos escapan
de entre los dedos porque nunca hacemos el esfuerzo real de agarrarlos es la
responsabilidad.
Tanto hemos olvidado como se ejerce y
en que consiste que en ocasiones, cuando creemos que no hay más remedio que
tirar de ella, no sabemos cómo exigirla, como ejecutarla y mucho menos como
repartirla.
Uno de los casos más dantescos es lo
acaecido en los juzgados italianos. Siete científicos de la Comisión de Grandes
Riesgos del gobierno italiano han sido condenados a seis años de cárcel por
homicidio doloso por fallar en sus previsiones del terremoto de L'Aquila en
abril de 2009 que se llevó por delante a 309 personas.
Porque claro alguien tiene que ser
responsable del terremoto, porque, claro, ellos tenían que haberlo sabido,
porque, claro, tendrían que haber acertado y haber dicho "tal día a tal hora habrá un terremoto de 6,7 grados en la escala
de Richter" y haber marcado con una cruz roja en un mapa las casas -o
por lo menos las calles- que iban a ser más afectadas. Y no tendrían que haber
dicho que, según lo que sabían, no había riesgos de un gran terremoto.
Ellos son responsables y hasta habrá
gente que considere el razonamiento plausible. Y lo harán porque no han
entendido el concepto de responsabilidad. O mejor dicho porque lo eluden, lo
evitan de una forma tan descarada que simplemente se han acostumbrado a
cargarlo sobre otros, siempre sobre los demás.
Nadie condena a cárcel a un analista
financiero por fallar en sus previsiones sobre la deuda soberana -cosa que
últimamente hacen todos los días-, nadie condena a daños y perjuicios a un meteorólogo
televisivo por fallar en sus previsiones de lluvias y hacer que media población
salga en manga corta y se pille un resfriado al volver empapada a su casa o por
no anticipar que una tormenta generará una riada que anegará por completo un
pueblo entero. Y parece que no es lo mismo, parece que esas circunstancias -incluso
la riada- son menores, no son trágicas, no han matado a 309 personas y por eso
se pueden pasar por alto con alguna que otra crítica y un torcimiento de gesto
contrariado. Pero lo de L'Aquila es diferente. Eso es terrible, es trágico.
Alguien tiene que ser responsable.
Alguien que no seamos nosotros
claro.
Porque el juez que ha condenado a los
científicos en realidad no ha hecho algo que no hagamos nosotros cada día, cada
vez que es necesario recurrir a ese concepto de responsabilidad que tanto nos
hace rechinar los dientes por el esfuerzo y las obligaciones que nos impone.
Es una situación idéntica, pasada por
el tamiz de un estrado judicial, eso sí, a cuando achacamos a las
circunstancias económicas una ruptura sentimental o cuando culpamos al caos organizativo
de nuestro jefe de nuestros errores laborales, o cuando echamos la culpa a la
suegra de que nuestra pareja nos vea los defectos, o cuando culpamos a los
bancos de que debamos 200.000 euros porque hemos ido pidiendo préstamo tras
préstamo y saltando el crédito de tarjeta tras tarjeta hasta que las facturas
impagadas nos sumergen, o cuando responsabilizamos a nuestros sueldos de seguir
viviendo a los cuarenta en casa de nuestros padres mientras nos hartamos de
salir los fines de semana y hacer compras por Internet, o cuando culpamos a
nuestros padres de habernos educado mal para explicar porque somos unos
egoístas a ultranza, o cuando le echamos la culpa al coste de la vida -¡que
poco se usa ya ese antiguo sintagma!- de habernos obligado al fraude fiscal, a
la evasión de impuestos, al engaño impositivo o a beneficiarnos de
desgravaciones a las que no tenemos derecho.
En definitiva, es hacer caer la
responsabilidad de una situación indeseada sobre alguien que no somos nosotros
para que nadie pueda reflexionar sobre si nosotros somos al menos parcialmente
responsables de esa situación.
Porque claro, si los científicos
hubieran dicho que sí había riesgos, el terremoto no hubiera ocurrido, por
supuesto. Si Galileo no hubiera dicho que la tierra se movía está hubiera
seguido quieta y sin girar con toda seguridad.
No llegamos a eso, al menos en este
caso concreto, pero utilizamos el condicional para crear un escudo de
responsabilidades basado en cosas que quizás hubieran ocurrido de otra manera.
Convertimos la realidad en un What if de
comic.
Entonces la gente hubiera abandonado
sus casas, entonces el gobierno los hubiera evacuado, entonces hubieran
apuntalado los edificios más viejos para que no se vinieran abajo, entonces
hubieran vivido durante esos días debajo de los vanos de las puertas y se
hubieran salvado.
Sabemos que es mentira. Sabemos que la
mayoría de la gente hubiera tenido más miedo pero hubiera seguido en sus casas
porque no tenía otro sitio adonde ir, sabemos que el gobierno -y mucho menos el
de Berlusconi- no hubiera movido un dedo, sabemos que la gente hubiera seguido
saliendo a la calle porque no le quedaba más remedio. Sabemos que hubieran
muerto las mismas personas.
Pero es mejor vivir en ese condicional
que impone la responsabilidad de otros para eludir el hecho de que esa
responsabilidad está diluida a lo largo de siglos. Porque las personas que se
asentaron allí hace cientos de años ni siquiera conocían el concepto de
movimiento sísmico, porque cuando ya se sabía, nadie impidió que se siguiera
construyendo en esas zonas para evitar que hubiera más población en riesgo,
porque nadie impuso estrictas normas de edificación antiterremotos desde que
estas existen, porque nadie informó a los que compraban las viviendas de que
corrían ese peligro, porque nadie dotó a una zona sísmicamente activa de
refuerzos excepcionales en su sistema de emergencias, porque nadie hizo el
esfuerzo añadido de inculcar la forma correcta de reaccionar ante un terremoto
ni nadie hizo el más mínimo intento de aprenderlo.
Porque sabemos que si analizamos las
verdaderas responsabilidades, los verdaderos porqués, de esa tragedia, sabemos
que, aunque sea de lejos, alguno nos va a terminar cayendo encima como sociedad
al menos y como individuo en el peor de los casos.
Así que, como en otras muchas facetas
sociales y personales, culpamos a otro, responsabilizamos a terceros y seguimos
adelante. Aunque eso suponga una condena a cárcel de alguien que no la merezca.
Y más en este caso donde la
supervivencia, el bien que hemos considerado siempre sagrado por confundirlo
con la vida, ha sido ultrajada.
Nos volvemos a los científicos con la
misma mirada que en los tiempos oscuros de la protohistoria se volvían a los
magos, los alquimistas o los oráculos.
Los médicos tienen la obligación de salvarnos
la vida, de curarnos, y si no lo hacen es que han fallado, los policías tienen
la obligación de protegernos y si no llegan a tiempo es que han fallado, los
bomberos tienen la obligación de rescatarnos y sin no logran hacerlo es que han
fallado.
Creemos que tenemos derecho a la
supervivencia eterna, a que se nos garantice, a que todos muramos de viejos -o
incluso ni eso- y cuando vemos que eso no ocurre nos giramos hacia aquellos que
han hecho posible con sus conocimientos, con su trabajo y con su esfuerzo que esa
supervivencia se alargue y se haga más segura y les preguntamos airados ¿por
qué ahora no?, ¿por qué en esta ocasión no habéis obrado el milagro?, ¿por qué
a mí no?
Los transformamos en magos ex machina
que están obligados a salvarnos siempre y que si no lo hacen simplemente son
negligentes, inútiles o criminales.
Olvidamos que el planeta, la naturaleza y la realidad en general no han firmado
la Carta Universal de Derechos Humanos, que a ellos nuestra supervivencia no les
importa lo más mínimo y contra eso ningún científico, por mucho que sepa, puede luchar.
Y olvidamos sobre todo que, por mucho
que eludamos nuestras pretéritas responsabilidades achacándoselas a ellos en un
presente en el que ya ha estallado la tragedia, condenar a siete científicos
por no predecir que La Tierra iba a temblar no va a obligar a La Tierra a
permanecer quieta.
Ni en L´Aquila, ni en el resto del
mundo, ni en ninguna de las facetas de nuestra existencia individual o colectiva. Descargar la
responsabilidad en otros no suaviza las consecuencias sobre la vida. Las conciencias quizás, pero las
consecuencias no.
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