jueves, octubre 25, 2012

Encarcelar a Galileo para que La Tierra siga quieta

Esa parte del mundo que compone el Occidente Atlántico hay veces que se empeña en hacer posible lo imposible, en desparramar por la realidad flores y perlas que ahondan en la exposición desgarrada y constante de su incapacidad para comprender elementos y conceptos que ella misma creo cuando todavía, hace muchos siglos ya, era un colectivo activo y vital.
Y uno de esos conceptos que se nos escapan de entre los dedos porque nunca hacemos el esfuerzo real de agarrarlos es la responsabilidad. 
Tanto hemos olvidado como se ejerce y en que consiste que en ocasiones, cuando creemos que no hay más remedio que tirar de ella, no sabemos cómo exigirla, como ejecutarla y mucho menos como repartirla.
Uno de los casos más dantescos es lo acaecido en los juzgados italianos. Siete científicos de la Comisión de Grandes Riesgos del gobierno italiano han sido condenados a seis años de cárcel por homicidio doloso por fallar en sus previsiones del terremoto de L'Aquila en abril de 2009 que se llevó por delante a 309 personas.
Porque claro alguien tiene que ser responsable del terremoto, porque, claro, ellos tenían que haberlo sabido, porque, claro, tendrían que haber acertado y haber dicho "tal día a tal hora habrá un terremoto de 6,7 grados en la escala de Richter" y haber marcado con una cruz roja en un mapa las casas -o por lo menos las calles- que iban a ser más afectadas. Y no tendrían que haber dicho que, según lo que sabían, no había riesgos de un gran terremoto.
Ellos son responsables y hasta habrá gente que considere el razonamiento plausible. Y lo harán porque no han entendido el concepto de responsabilidad. O mejor dicho porque lo eluden, lo evitan de una forma tan descarada que simplemente se han acostumbrado a cargarlo sobre otros, siempre sobre los demás.
Nadie condena a cárcel a un analista financiero por fallar en sus previsiones sobre la deuda soberana -cosa que últimamente hacen todos los días-, nadie condena a daños y perjuicios a un meteorólogo televisivo por fallar en sus previsiones de lluvias y hacer que media población salga en manga corta y se pille un resfriado al volver empapada a su casa o por no anticipar que una tormenta generará una riada que anegará por completo un pueblo entero. Y parece que no es lo mismo, parece que esas circunstancias -incluso la riada- son menores, no son trágicas, no han matado a 309 personas y por eso se pueden pasar por alto con alguna que otra crítica y un torcimiento de gesto contrariado. Pero lo de L'Aquila es diferente. Eso es terrible, es trágico.
Alguien tiene que ser responsable. Alguien que no seamos nosotros claro.
Porque el juez que ha condenado a los científicos en realidad no ha hecho algo que no hagamos nosotros cada día, cada vez que es necesario recurrir a ese concepto de responsabilidad que tanto nos hace rechinar los dientes por el esfuerzo y las obligaciones que nos impone.
Es una situación idéntica, pasada por el tamiz de un estrado judicial, eso sí,  a cuando achacamos a las circunstancias económicas una ruptura sentimental o cuando culpamos al caos organizativo de nuestro jefe de nuestros errores laborales, o cuando echamos la culpa a la suegra de que nuestra pareja nos vea los defectos, o cuando culpamos a los bancos de que debamos 200.000 euros porque hemos ido pidiendo préstamo tras préstamo y saltando el crédito de tarjeta tras tarjeta hasta que las facturas impagadas nos sumergen, o cuando responsabilizamos a nuestros sueldos de seguir viviendo a los cuarenta en casa de nuestros padres mientras nos hartamos de salir los fines de semana y hacer compras por Internet, o cuando culpamos a nuestros padres de habernos educado mal para explicar porque somos unos egoístas a ultranza, o cuando le echamos la culpa al coste de la vida -¡que poco se usa ya ese antiguo sintagma!- de habernos obligado al fraude fiscal, a la evasión de impuestos, al engaño impositivo o a beneficiarnos de desgravaciones a las que no tenemos derecho.
En definitiva, es hacer caer la responsabilidad de una situación indeseada sobre alguien que no somos nosotros para que nadie pueda reflexionar sobre si nosotros somos al menos parcialmente responsables de esa situación.
Porque claro, si los científicos hubieran dicho que sí había riesgos, el terremoto no hubiera ocurrido, por supuesto. Si Galileo no hubiera dicho que la tierra se movía está hubiera seguido quieta y sin girar con toda seguridad.
No llegamos a eso, al menos en este caso concreto, pero utilizamos el condicional para crear un escudo de responsabilidades basado en cosas que quizás hubieran ocurrido de otra manera. Convertimos la realidad en un What if de comic. 
Entonces la gente hubiera abandonado sus casas, entonces el gobierno los hubiera evacuado, entonces hubieran apuntalado los edificios más viejos para que no se vinieran abajo, entonces hubieran vivido durante esos días debajo de los vanos de las puertas y se hubieran salvado.
Sabemos que es mentira. Sabemos que la mayoría de la gente hubiera tenido más miedo pero hubiera seguido en sus casas porque no tenía otro sitio adonde ir, sabemos que el gobierno -y mucho menos el de Berlusconi- no hubiera movido un dedo, sabemos que la gente hubiera seguido saliendo a la calle porque no le quedaba más remedio. Sabemos que hubieran muerto las mismas personas.
Pero es mejor vivir en ese condicional que impone la responsabilidad de otros para eludir el hecho de que esa responsabilidad está diluida a lo largo de siglos. Porque las personas que se asentaron allí hace cientos de años ni siquiera conocían el concepto de movimiento sísmico, porque cuando ya se sabía, nadie impidió que se siguiera construyendo en esas zonas para evitar que hubiera más población en riesgo, porque nadie impuso estrictas normas de edificación antiterremotos desde que estas existen, porque nadie informó a los que compraban las viviendas de que corrían ese peligro, porque nadie dotó a una zona sísmicamente activa de refuerzos excepcionales en su sistema de emergencias, porque nadie hizo el esfuerzo añadido de inculcar la forma correcta de reaccionar ante un terremoto ni nadie hizo el más mínimo intento de aprenderlo.
Porque sabemos que si analizamos las verdaderas responsabilidades, los verdaderos porqués, de esa tragedia, sabemos que, aunque sea de lejos, alguno nos va a terminar cayendo encima como sociedad al menos y como individuo en el peor de los casos.
Así que, como en otras muchas facetas sociales y personales, culpamos a otro, responsabilizamos a terceros y seguimos adelante. Aunque eso suponga una condena a cárcel de alguien que no la merezca.
Y más en este caso donde la supervivencia, el bien que hemos considerado siempre sagrado por confundirlo con la vida, ha sido ultrajada. 
Nos volvemos a los científicos con la misma mirada que en los tiempos oscuros de la protohistoria se volvían a los magos, los alquimistas o los oráculos.
Los médicos tienen la obligación de salvarnos la vida, de curarnos, y si no lo hacen es que han fallado, los policías tienen la obligación de protegernos y si no llegan a tiempo es que han fallado, los bomberos tienen la obligación de rescatarnos y sin no logran hacerlo es que han fallado.
Creemos que tenemos derecho a la supervivencia eterna, a que se nos garantice, a que todos muramos de viejos -o incluso ni eso- y cuando vemos que eso no ocurre nos giramos hacia aquellos que han hecho posible con sus conocimientos, con su trabajo y con su esfuerzo que esa supervivencia se alargue y se haga más segura y les preguntamos airados ¿por qué ahora no?, ¿por qué en esta ocasión no habéis obrado el milagro?, ¿por qué a mí no?
Los transformamos en magos ex machina que están obligados a salvarnos siempre y que si no lo hacen simplemente son negligentes, inútiles o criminales.
Olvidamos que el planeta, la naturaleza y la realidad en general no han firmado la Carta Universal de Derechos Humanos, que a ellos nuestra supervivencia no les importa lo más mínimo y contra eso ningún científico, por mucho que sepa, puede luchar.
Y olvidamos sobre todo que, por mucho que eludamos nuestras pretéritas responsabilidades achacándoselas a ellos en un presente en el que ya ha estallado la tragedia, condenar a siete científicos por no predecir que La Tierra iba a temblar no va a obligar a La Tierra a permanecer quieta.
Ni en L´Aquila, ni en el resto del mundo, ni en ninguna de las facetas de nuestra existencia individual o colectiva. Descargar la responsabilidad en otros no suaviza las consecuencias sobre la vida. Las conciencias quizás, pero las consecuencias no.

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