En mitad de la vorágine diaria que
para nosotros supone esta inacabable crisis que no sacuda desde todos los
frentes por mor de un gobierno que ha olvidado que debería ser escudo de
ciudadanos y no martillo de infieles, hay situaciones que corren el peligro de escapársenos,
de parecer que no tienen relevancia alguna en esto que nos aqueja cuando en
realidad son síntomas mucho más diáfanos del mal que nos aqueja que cualquier
norma gubernamental que emane de Moncloa o Bruselas o que cualquier excrecencia
virtual del twittero oficial por Almería del Partido Popular.
Y una de estas pequeñas píldoras de
realidad que son mucho más de lo que parecen a nuestros ojos occidentales
atlánticos acostumbrados a pasar la mirada rápida y poco atenta sobre todo
aquello que está lejos se llama Desertec.
Desertec podría ser el nombre de un
nuevo videojuego de combate o de un Smartphone que no perdiera cobertura ni en
Gobi, pero en realidad lo es de un proyecto inmenso que pretendía extraer
energía eléctrica del eterno sol desértico y convertirla en electricidad.
Cuando se puso definitivamente en
marcha hace dos años era la panacea. Los ecologistas lo adoraban, los
defensores e inversores en energías renovables lo veneraban, los gobiernos
europeos -con Alemania a la cabeza- se volcaron en él. Si hay algo que precisa
nuestra sociedad es energía. La eterna conexión virtual demanda energía,
nuestros umbrales cada vez más reducidos de tolerancia al frío o al calor
requieren energía, nuestra condena económica a un sistema que precisa
crecimiento continuo -como los tumores- para sobrevivir exige energía.
Y producirla con el sol del desierto y
con tecnología termosolar y fotovoltaica era el compendio de las tres bes de
cualquier mercadillo de domingo: Bueno porque cubría una de nuestras
necesidades, bonito porque era limpio y contentaba a los autoproclamados
portavoces de La Madre Tierra y barato, sobre todo barato, porque se obtenía en
países donde el coste de la mano de obra es un saldo veraniego.
Así que Alemania -sobre todo Alemania,
siempre necesitada de alimentar su actividad industrial para mantener su
economía- se lanzó a ello con denuedo con todas sus empresas franqueándola y el
resto de los países europeos, incluida España, arañando una parte de la tajada.
Pero había un problema, un pequeño
problema que pasó inadvertido a todos. Que ni siquiera fue considerado un
problema por los que pusieron en marcha Desertec. Algo a lo que estábamos tan
acostumbrados que ni siquiera nos paramos a pensarlo.
El sol estaba en el Erg, en el gran
desierto que recorre el Magreb de cabo a rabo, En el Sahara Marroquí, argelino,
Mauritano. El sol estaba en África pero la energía era para Europa.
No se
pretendía abastecer Tánger o Nuakchot o Argel o Trípoli, se pretendía abastecer
Madrid, París o Berlín.
De nuevo pretendíamos llevarnos algo
que no era nuestro, de un sitio que no era nuestro solamente para nuestro
beneficio. Practicábamos de nuevo el automatismo del colonialismo económico
como un atavismo tan interiorizado que ya forma parte de la información de
nuestra base genética occidental atlántica.
Pero esta vez no funcionó.
Cuando los problemas para canalizar
toda esa energía generada y trasladarla al Viejo Continente empezaron a
aflorar, el gobierno marroquí se encogió de hombros porque ni siquiera le compensábamos
desde Europa con unas tarifas más reducidas en la electricidad que ahora se ve
obligado a comprarnos; cuando los ingenieros descubrieron que los cables
submarinos llevarían mejor esa energía hasta nuestros ordenadores, nuestros
televisores, nuestros centros comerciales y nuestras luces navideñas si
atravesaban aguas jurisdiccionales de Túnez o de Mauritania, esos países se encogieron
de hombros porque el proyecto a ellos no les daba nada. Seguía dejando sin
electricidad sus pueblos en el límite del desierto o no les aportaba un aumento
en sus posibilidades energéticas.
Y así Siemens se marcha del proyecto
Desertec porque no lo ve claro, porque empiezan a no salirle las cuentas,
porque un coste de 10 millones de euros se ha multiplicado por diez o por
quince. Así Alemania se desinfla en su apoyo a las energías renovables que
suponía ese proyecto y todo el complejo energético europeo da un paso atrás.
Y aunque parezca que es por los problemas
técnicos de la perdida de energía en el traslado, por las resistencias
burocráticas o por el retraimiento de la liquidez y los beneficios de esas
empresas que las obligan a pensarse mucho más sus inversiones no es por eso.
Todos esos son problemas que tienen solución. El contratiempo para el que no
encuentran arreglo es otro mucho más inesperado.
Después de siglos haciéndolo por las
sobras, por las migajas del pastel en el mejor de los casos, el mundo se ha
cansado de trabajar para nosotros.
Porque primero conseguimos engañarles
en su ingenua ignorancia para quitarles sus tierras y sus cultivos a cambio de
whisky y abalorios, luego logramos robarles lo que estaba debajo de ellas,
desde el carbón a los diamantes, desde el petróleo hasta el coltán, tentando en
la inconsciente avaricia de sus caudillos y reyes pero ahora, que
queremos apropiarnos de su cielo y su sol parece que ya han aprendido a ser
como nosotros y no se dejan.
El Sahara seguirá estando en su sitio
y el sol seguirá quemando el Gran Erg, Sudán, Eritrea o el Sinaí, pero no será
para nosotros. Eso sol no saldrá para nosotros.
Porque en realidad Desertec sigue y
los campos de paneles solares terminarán poblando todos esos desiertos y
captando la energía del sol para transformarla en electricidad -probablemente
combinados con bosques eólicos que aprovechen los ocasionales estallidos de
furia de ese antiguo dios olvidado que es el Simún del desierto- pero quien los
construirá y explotará ahora será una empresa saudí dirigida por algún primo
tercero de un jeque que se hizo grande y poderoso en otro desierto y que habrá
aprendido en alguna universidad de élite que es mucho mejor crear la
electricidad, gastarla y malgastarla para tí y luego vender al precio que se te
antoje la que te sobra que dejar que otros se la lleven en bruto y luego te
devuelvan lo que a ellos les sobra.
Alguien que ya sabrá que es mucho
mejor disfrazarse de nosotros e interpretar el mismo papel que nosotros pusimos
en escena en otros desiertos más lejanos cuando en ellos apareció otra fuente
de energía que entonces parecía inagotable llamada petróleo.
Alguien que habrá aprendido a ser más
listo que su bisabuelo y prefiere trabajar para sí mismo que para nosotros.
Y eso, más allá de políticas ciegas e
insolidarias que también ayudan bastante a conseguirlo, es lo que nos está
matando. Porque nuestro sistema económico no se fundamenta en el libre mercado,
ni en la libertad de empresa, ni en la libre circulación de capitales ni en
ninguno de los supuestos pilares teóricos e ideológicos que los gobiernos
europeos desde Madrid hasta Berlín, desde Atenas hasta Ámsterdam están diciendo
defender con sus recortes, sus políticas de austeridad y de control del
déficit.
Eso son solo las volutas corintias que
decoran la auténtica columna vertebral del sistema económico que ahora se nos
muere matándonos con él. Pero la única base de ese sistema es la creencia de
que todos los recursos del mundo están a nuestro servicio. De que esa parte de
la humanidad que no es occidental ni es atlántica tiene la obligación de
proveernos de lo que necesitamos a cambio de cuatro chucherías, un coche de
segunda mano y un flamante IPhone.
Y cuando el resto del planeta no juega
a ese juego, como en el caso de Desertec, la crisis se convierte en agonía, el
crecimiento en tumoración y la economía en una guillotina que cercena el
gaznate de nuestro futuro antes de darnos cuenta.
Porque nuestro sol es el mismo sol que
el del Erg, el Sahara o el Sinaí. Pero el sol europeo no tiene donde generar
energía porque hemos edificado hasta el último rincón de sus dominios con
urbanizaciones de lujo, hoteles playeros y campos de golf que consumen más agua
que un país africano entero.
Y puede que China con su inmenso Gobi
pueda recurrir al sol -de hecho ya lo hace- y puede que Estados Unidos que es
medio continente lo pueda hacer en Colorado o Atacama o EL Valle de la Muerte,
y puede que Sudamérica lo pueda hacer en Tierra de Fuego, pero Europa no puede
hacerlo porque ya nadie nos regla su sol para que lo desperdiciemos.
Hubo un momento, una ventana temporal,
en la que podíamos haber cambiado eso. Pero tenía que haber partido de
nosotros. Tendríamos que haber aprendido a ser justos sin estar obligados a
ello, a ser equitativos con los poseedores de los recursos en lugar de
explotarlos con la aquiescencia de unas élites de esos países tiránicas y
avariciosas, pero no lo hicimos. Tenía que haber partido de nosotros entonces,
cuando nuestra prevalencia era incuestionable, cuando nuestra hegemonía era
incontestable. Pero preferimos callar porque, como siempre, nos venía bien.
Porque la injusticia no nos parecía tal porque nos beneficiaba.
Y, claro, ahora que estamos en el
mismo borde del desastre, no vale que nuestros líderes hablen de globalidad, de
solidaridad internacional, de interconexión mundial ni de equilibrio económico.
No vale porque ahora somos nosotros los
que lo necesitamos para sobrevivir y los que durante siglos no lo han tenido
porque nosotros se lo negamos, se encogen de hombros desde China hasta Brasil,
Desde Venezuela hasta Rusia, desde Marruecos hasta Sudán y nos simplemente nos
dan, con una sonrisa condescendiente en los labios, la bienvenida a su
mundo.
Al mundo que creamos para ellos y del
que ellos escapan mientras nosotros nos hundimos porque han aprendido a ser tan
egoístamente individualistas con nosotros como nosotros lo hemos sido siempre
con ellos.
Puede que aún quede un resquicio antes
de que se cierre completamente esa ventana de tiempo que nos permite cambiar
las cosas pero somos nosotros los que tenemos que mantenerla abierta aunque nos
suponga herirnos los dedos en el intento. Somos nosotros los que tenemos que
renunciar a muchas cosas en aras del bienestar de otros muchos a los que se lo
hemos negado durante centurias. Quizás así podamos convencerles de que hemos
cambiado. Si es que lo hemos hecho.
Así que si morimos no es porque el mundo
se haya vuelto injusto. El mundo siempre ha sido injusto. La única variante es
que ahora lo es con nosotros.
Como dice el cantor italiano, el sol existe para todos. Pero ahora
cada uno se queda con el suyo y nosotros ya no sabemos brillar si no le robamos
el sol a los demás.
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