Hay formas
verbales que tienen vida propia. Que se construyen a sí mismas más allá de la
gramática, basadas exclusivamente en nuestras necesidades comunicativas y por
tanto sociales. Desde el ablativo absoluto, sinuoso y escurridizo del latín,
hasta el inútil y ampuloso vocativo, que paso a la historia de un español no
acostumbrado a lo épico por naturaleza ni a lo lírico por necesidad, hay formas
que nacen para llamar, para proclamar, para...
Y, como no
podía ser de otra forma, en este tiempo nuestro, en este espacio occidental
atlántico que ocupamos, hay una que lo llena todo, que lo abarca, que aparece
en cuanto lo necesitamos: el gerundio sajón. Una forma verbal que se construye
a sí misma en cada ocasión que necesitamos hacer lo que más nos gusta hacer y
para la que hemos recurrido a esa construcción gramatical en concreto:
escondernos.
Una
adolescente que debería estar persiguiendo sus hormonas en los garitos de moda
en la Columbia Británica, deja un mensaje y se suicida; un hombre más grande
que un castillo, llora como un niño escondido en un rincón de su casa en Holanda
con miedo a acudir a donde debería ganarse el pan, una mujer tan fuerte como un
roble como para mantener a toda su familia se convierte en una botica andante,
desde el Lexatín al Tranxilium, encadenando baja depresiva tras baja depresiva
para no sentarse en la mesa a la que la rutina del esfuerzo la obliga a acudir.
Y nosotros
sustantivamos un gerundio de otra lengua, ponemos un artículo delante de una
palabra acabada en el proverbial y salvador "ing"
anglosajón y nos escondemos.
Hoy, en la
erada la autoayuda, del individualismo extremo y egocéntrico, de la realización
personal, del “buenrollismo” laboral
y de las eternas campanillas y los eternos peterpanes que hacen del mundo Nunca
Jamás, se llama bulling o mobbing y eso nos esconde.
Antaño, en
las eras de los patronos y no las corporaciones, de los colegios de curas y de
monjas, de las pintadas y no Internet, de las pandillas adolescentes y no de
las redes sociales infinitamente llenas de amistades vacías y desconocidas, se
llamaba putear, humillar, joder, destrozar. Y claro, eso no nos permitía
escondernos.
Porque
antaño, si nos puteaban al amigo en el colegio, nos pegamos por él en el patio
de recreo; si nos amenazaban al hermano, nosotros y nuestra pandilla, la emprendíamos
a cabezazos en el parque; si nos jodían al compañero, dábamos la cara por él en
el curro; si nos humillaban a la colega, nos poníamos de su lado pública y abiertamente;
si nos acosaban a la amiga, arañábamos la cara, zarandeábamos al baboso, golpeábamos
con el bolso o, si, por cuestiones genéticas, no se tenían las uñas
convenientemente largas o el bolso lo suficientemente repleto, tirábamos de
arcaico varonil y montábamos una trifulca de bar en toda regla. Si nos
deprimían a la pareja, estábamos a su lado para reconstruirla lo mejor que
podíamos.
Pero ahora
no. Ahora el gerundio sajón acabado en "ing" nos permite escondernos.
Si vemos el bulling nos escondemos en la esperanza
de que alguien lo denuncie y nosotros no tengamos nada que hacer, si conocemos
el mobbing nos refugiamos en el mutismo
y la lejanía deseando de que, en caso de denuncia, nuestro testimonio no sea
imprescindible y ni siquiera reclamado.
Porque hemos
cometido el error metonímico de tomar la parte de la defensa del débil que
corresponde a la ley por el todo que nos incluía a nosotros.
Tiene que
haber leyes contra el bulling, contra
el mobbing y contra todos los
gerundios que se nos ocurran y que engloban eufemísticamente a los y las
puteadores, acosadoras, jodedores y humilladoras. Es innegable. Pero con eso,
que es necesario, pensamos que es bastante, que es suficiente para que nadie
nos pueda reclamar la parte de esa defensa que nos corresponde.
Porque, en
nuestro egoísmo personal de la supervivencia, hemos creído que la fortaleza,
que la fuerza que desarrollamos o estamos obligados a desarrollar en una
sociedad como la nuestra, solamente ha de servirnos a nosotros, solamente está
destinada a protegernos individualmente, a mantener a salvo nuestro ombligo
universal.
Y esa
mentira que nos repetimos una y otra vez en la oscuridad de nuestras
habitaciones, en el claroscuro y ruidoso garito que es nuestro territorio de
caza del polvo de viernes por la noche, en las ergonómicas sillas de nuestro
entorno de trabajo, es la que nos permite convertirnos en espectadores
neutrales que ven como otros destrozan sistemáticamente a adolescentes en las
redes sociales sin hacer nada para enfrentarnos a ellos, es la que nos
posibilita convertirnos en espías lejanos de como personas que se encuentran
por encima en el escalafón laboral se dedican a humillar a quien se sienta a
nuestro lado sin enfrentarnos a ellas, en voyeurs de como compañeros de aula
humillan y maltratan a otro sin acudir a nadie, sin ni siquiera organizar una
buena pelea en el patio aunque el humillado o la acorralada sea amiga nuestra
en la red social de moda.
Por eso
miramos con desprecio a la que se encierra en los antidepresivos y los
ansiolíticos tres veces al día para poder seguir viviendo, por eso nos
apartamos del que se compromete en la protesta y se refugia en el aislamiento
de la jefatura, negándole el evangelio del buen rollo, por eso torcemos
el gesto ante la debilidad de aquellos que no lo soportan en su adolescencia o
su madurez y se derrumban hasta preferir una salida definitiva que la
resistencia cotidiana. Por eso cogemos las maletas cuando nuestras parejas se
retraen en la entropía de su sufrimiento y nos marchamos a buscar pastos más
verdes, amores más divertidos y polvos más excitantes.
Porque la
ley y la psiquiatría están para esas cosas. No nosotros.
Allá donde
hay un gerundio sajón sustantivado nosotros no tenemos responsabilidad ninguna.
Hemos decidido que nuestra humanidad está suficientemente cubierta con las leyes
y nuestros actos solamente deben servirnos a nosotros mismos.
Ahora
tenemos la sensación de que si hacemos lo que tenemos que hacer estamos
sacrificando lo nuestro por un beneficio de otros, estamos poniéndonos en
riesgo sin que nadie antes lo haya hecho por nosotros, estamos perdiendo el
tiempo y las fuerzas en vivir la vida de otros.
Y es verdad.
Pero eso es ser humano.
Saber que
nuestra vida es también la vida de otros y la vida de otros es parte, dichosa o
sufriente, de la nuestra; saber que tenemos que decidir dar antes de haber
recibido en la confianza de que los otros piensen de idéntica manera. Pero los gerundios
que esconden eufemísticamente la perversidad nos ayudan a olvidarlo, a
escondernos de esa realidad, a circunvalar nuestra humanidad.
Si la
autoayuda, el egoísmo positivista y la falsa autoestima nos permite hacerlo con
aquellos a los que estamos vinculados sentimental o afectivamente, como no iba
a bastar una simple construcción verbal de la lengua de Shakespeare para
lograrlo con todos los demás.
A ignorar lo
que verbos como putear o humillar nos mostraban a las claras.
Que nuestra
fortaleza, nuestra fuerza no es nuestra, no nos sirve a nosotros. Que defender,
proteger y ayudar al débil no es solamente trabajo de policías, soldados, fiscales,
psiquiatras asistentes sociales y psicólogos.
Que nuestro
trabajo como seres humanos es pelear por aquellos que no pueden hacerlo por sí
mismos y no lo estamos haciendo. Y todo lo demás es basura banal y sin sentido.
Por mucho
que la decore y la esconda un gerundio anglosajón sustantivado.
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