Hay situaciones que sin estar muy
claro el motivo se transforman en referencia de todo lo demás, se convierten en
ejemplo de lo que está pasando y de cómo nos comportamos cada uno de nosotros
con respecto a esta realidad nuestra que nos acosa con la crisis eterna y nos
persigue con la posibilidad cada vez más cercana de no tener futuro.
Y los desahucios son en este momento
nuestro faro de referencia, nuestra piedra de toque, nuestra mítica boca del
corso en la que metemos la mano para ver si somos dignos de seguir con ella o
si la magia arcana nos la devorará por injustos y mentirosos.
Los 360.000 desahucios producidos en
nuestro país desde que el sistema liberal capitalista comenzara a agonizar en
continuas oleadas de estertores han marcado una línea, han elevado una pared
que, por primera vez en mucho tiempo obliga a una sociedad occidental atlántica
-la española en este caso- a hacer algo que nunca quiere hacer del todo y que,
por supuesto, no está interesada en hacer de forma continua: tomar partido.
Y además nos obligan, por mor de la
incomprensible pasividad de un gobierno que solamente se preocupa por mirar las
líneas cada vez más quebradas y descendentes de la macroeconomía, a elegir en
una disyuntiva que creíamos que no existía, que creíamos superada desde hacía
varias generaciones, que se nos antojaba que nunca más iba a colocarse ante
nuestros ojos.
No se trata de elegir entre bancos y
deudores, entre capitalismo y otros sistemas económicos, entre gobierno y
acracia, entre ricos y pobres o entre neoconservadurismo o socialdemocracia.
Todo eso es baladí. Tenemos que elegir en qué lado de la línea que separar
justicia y ley nos colocamos.
A eso hemos llegado.
Y no son los perroflautas embozados de
quemar contenedores los que nos lo piden, no son los políticos de partidos
supuestamente alternativos los que nos lo demandan, no son los colectivos
sociales, sindicales u organizaciones las que nos lo reclaman. Los que han
trazado esa frontera cada vez más visible que separa la ley de la justicia son
aquellos de los que nunca habíamos esperado que adoptaran el rol de Robín de
Los Bosques, manipulando e ignorando la ley en bien de la justicia.
Son ni más ni menos que los jueces.
Sus señorías, desde Navarra a
Valencia, desde Lleida a Torrejón de Ardoz, están recordando que su poder, que
emana del pueblo -como el Legislativo y el Ejecutivo- les conmina a impartir
justicia. A aplicar la ley, sí, pero sobre todo a hacer justicia.
Y, como no ocurría desde hace mucho
tiempo, un gran número de ellos han elegido la justicia.
Y así han trazado una line que deja a
un lado a unos y en el lado opuesto a otros. Una línea que es fácil de pasar,
que es absolutamente permeable, pero que exige voluntad para cruzarla.
Una división que deja en el lado de la
ley a unos bancos -no todos, por cierto- que la utilizan en su beneficio
forzando ejecuciones hipotecarias en lugar de renegociar las condiciones cuando
las familias se quedan sin ingresos o ven estos descender de forma drástica.
Unas entidades financieras que
pretenden seguir haciendo negocio en un tiempo y un espacio en que sus negocios
fallidos -sino irregulares o directamente ilegales- han llevado a un país a una
situación económica insostenible.
Y los jueces lo denuncian, lo intentan
paliar, lo intentan impedir no porque no sea legal, sino porque simplemente
hasta la alegoría más ciega de lo que es el poder judicial se da cuenta de que
es injusto.
Porque es legal que una entidad
bancaria ejecute una hipoteca, deje a una familia sin hogar, se quede con la
vivienda, la tase en 350.000 euros, se la adjudique en una subasta en la que
solamente participa ella por 150.000, obligue al deudor a pagar los 200.000
euros de diferencia pese a no tener ni vivienda, ni ingresos y luego saque al
mercado esa misma vivienda por su nivel de tasación para volver a intentar
ganar dinero con ella.
Cualquier magistrado sabe que es
legal, pero cualquier juez ve que no es justo.
Porque es legal - o lo va a ser- que
un banco intervenido -que está recibiendo dinero de todos los españoles para
cubrir las pérdidas que solamente la incapacidad de sus gestores ha generado-
haga esa misma operación en cuanto se dejan de pagar dos plazos para luego
endosar esa propiedad al futuro banco malo por su valor de tasación y así
quitarse el problema.
Cualquier tribunal moderno puede decir
que eso es legal, pero hasta el más antiguo de los pretores romanos se daría
cuenta de que es injusto.
Y por ello los jueces están empezando
a hacer lo que quizás nadie esperaba que hicieran. Están tirando de leyes
todavía más antiguas que la decimonónica ley hipotecaria española para
paralizar ejecuciones, están aplicando fueros contra la usura que no se
referenciaban como jurisprudencia desde hacía varios siglos, están aplicando
conceptos de enriquecimiento injusto -no ilícito, fijémonos bien- que hasta
ahora no se veían en sentencia ninguna y están desempolvando todas sus armas
para intentar para la injusticia que la ley les impone.
Y mientras los jueces se disfrazan con
las calzas verdes ajustadas de Errol Flynn para clavar saetas de justicia en
las tapas estampadas en oro de la ley de desahucios, mientras los magistrados
se transforman en saqueadores de opulentas caravanas que luego redistribuyen
entre aquellos que no pueden pasar el invierno por si mismos ¿qué papeles
desempeñan en este renovado drama del Señor de Locksley el resto de aquellos
forzados por la iniciativa de los jueces a tomar partido?
Algunos pensarán que nuestro gobierno
es el no menos famoso Sheriff de Nottingham -sin la gracia de Alan Rickman, eso
sí- que acosa para recaudar impuestos y dar carta blanca a los ricos para
campar a sus anchas. Pero no. No es él. Ese papel puede que corresponda a los
bancos, las entidades financieras y todos aquellos que saquean las arcas reales
para su beneficio y además intentan saquear las privadas para que sus
despilfarros no se noten demasiado.
Pues será el Príncipe Juan, -podemos
pensar-, el perverso regente que solamente se obsesiona con llenar su
tesoro a cualquier precio y que con absoluta ceguera solamente mira hacia su
oro y no hacia su pueblo. Pero tampoco.
Ese papel lo ejecutan algún que otro
ministro soberbio y maledicente, los dirigentes de las comunidades autónomas y
nuestro Banco Central que hace oídos sordos a todas las recomendaciones de
allende nuestras fronteras para que emprenda una política económica distinta.
Entonces ¿Qué papel ejecuta nuestro gobierno, las gentes de Moncloa, en esta revisión
liberal capitalista del mito que nos imponen los desahucios?
Pues muy sencillo. Es el rey Ricardo.
El rey que se haya ausente sin permiso
embarcado en sus cruzadas en lugar de atender a las necesidades de aquellos
sobre los que gobierna. El rey que ha desenvainado su espada para luchar contra
el soberanismo, el déficit, la fragmentación de Europa y no se sabe cuántos
demonios personales más en lugar de hacerlo para proteger a aquellos de los
suyos que no pueden protegerse por sí mismos.
Claro que Don Mariano no tiene la
excusa de estar fuera y no haberse enterado de lo que ocurre. Él se va fuera
cada vez que puede precisamente para intentar no enterarse.
Porque un solo acto de este gobierno
ausente pondría las cosas en su sitio. Un solo acto evitaría que los bancos se enriquecieran
injustamente, que los jueces se expusieran día sí y día también a la
prevaricación por defender la justicia y que nosotros tuviéramos que decidir a
toda prisa si atravesamos la línea que ahora separa ley de justicia para poder
defendernos.
Solo hace falta cambiar la ley. Es muy
sencillo. Y el Gobierno puede hacerlo, puede lograr que ley y justicia vuelvan
a ser lo mismo.
Puede obligar a las entidades
intervenidas a no ejecutar hipotecas en determinadas situaciones económicas,
puede imponer la dación por pago, puede legislar para que las tasaciones sean
independientes o para que sea obligatorio sacar al mercado la vivienda por el
valor de la deuda, no por el de tasación, puede legislar lo que quiera porque
en eso es como Ricardo Corazón de León. Tiene poder absoluto -en forma de
mayoría- para hacerlo.
Pero no lo hace porque este gobierno
decidió hace tiempo entre otra disyuntiva diferente.
Entre personas y dinero, eligió el
dinero. Siempre el dinero.
¿Y nosotros? ¿Qué papel desempeñamos
nosotros en este monumental drama de los desahucios?
Por una vez y quizás no durante mucho
tiempo aún podemos elegir. Podemos convertirnos en los alegres compinches de
los nuevos Locksley que se sientan en los juzgados y pelear por aquellos que ya
no pueden hacerlo por si mismos o podemos ser simplemente Lady Marian.
Encerrada en su castillo, cuyos muros
y defensas se desmoronan día a día, mientras ve que los demás pierden todas sus
posesiones, en la vana esperanza de que el Sheriff de Nottingham no se fije en
ella y en sus posesiones y decida simplemente levantarle las faldas con un
abrupto golpe de sus botas y meterse entre sus piernas cuantas veces se le
antoje.
Nuestra disyuntiva ya no es entre ley
y justicia, ni siquiera es entre personas y dinero. Nuestra disyuntiva es la
misma de siempre: defender solo lo nuestro o lo de todos.
Porque ya no tenemos la esperanza de
un Rey Ricardo que vuelva de las cruzadas para ocuparse de esas cosas.
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