Tener un techo en el que cobijarse es
algo que hemos dado por sentado. Es una de esas circunstancias que damos por
sentada en esta sociedad occidental atlántica nuestra y que parece que todo
sistema tiene que garantizar.
Ahora sabemos que no es así.
Los partidos políticos, los de
siempre, los que nunca han hecho de la política otra cosa que la lucha por el
poder y no el esfuerzo por la responsabilidad del servicio a los demás, han
decidido firmar un armisticio en esa eterna lucha polarizada entre la falsa
izquierda que quiso cambiar demasiado y la mastodóntica derecha que se resiste
demasiado a cambiar. Si estuviéramos en el olvidado Imperio Español esto se estudiaría
con el nombre de alguna ciudad del sacro imperio o de Flandes detrás como la
Paz de Utrecht o de Aquisgrán, pero como estamos donde estamos y vivimos en el
tiempo en el que vivimos solamente podrá conocerse como El Armisticio de la
Primera Revuelta de los Desahucios.
Porque en esto de dejar a la gente sin
casa y sin cobijo en pleno barrido huracanado de la más galopante crisis
económica desde el crack del 29 el presidente de nuestro gobierno se está
comportando, quizás por la obsesión que tiene el conservadurismo español con el
orgullo patrio del pasado glorioso, como el emperador Carlos. Ese que, por cierto,
también vino de Alemania.
Porque Mariano I de España y último en
Alemania, cuando la plebe se le subleva en justo reclamo por sus techos
imitando a los chicos del viejo Flandes allá en los comienzos del imperio, les envía
a sus tercios, -ahora con petos de kevlar y defensas flexibles que sustituyen a
las más vistosas picas- a que partan y repartan antes de ninguna otra cosa.
Y cuando eso no acaba de funcionar y
los jueces se le empecinan en circunvalar la ley por injusta y abusiva, los munícipes
en no usar a sus policías en los desahucios y los expertos en criticar, columna
tras columna y escrito tras escrito, una ley hipotecaria casi tan antigua como
el Sacro Imperio, hace lo que hizo el monarca de Yuste y se sienta a firmar con
los que están en el otro lado de la balanza del poder un armisticio que le
permita poner fin a esta Revuelta de los Desahucios para poder seguir a lo
suyo.
Como hiciera el emperador Carlos con
La Paz de Londres, intenta engañarnos, intenta vendernos gato por liebre,
intenta convencernos de que esa rúbrica es el fin de nuestros problemas, la
protección definitiva contra aquello que ha originado la revuelta. Como el
monarca de los Austrias hiciera con Los Comuneros, con los protestantes o con
las gentes de Flandes, intenta colarnos una metonimia imposible.
Nos vende como una paz lo que
solamente es una tregua. Nos presenta como una solución lo que solamente es una
demora.
El y la oposición que se reúne con él
pretenden que creamos que la paralización por dos años de las ejecuciones de
hipotecas y los desahucios es una solución cuando no lo es. Intentan
presentarnos un dique de contención que presenta múltiples grietas desde el
momento mismo de su construcción como una canalización que desvía el curso del
río cuyo caudal amenaza con anegar nuestro futuro y ahogarnos en sus turbias
aguas.
Como Carlos I firmó con Inglaterra en
la Paz de Londres una demora en el embargo a Flandes, Mariano Rajoy -o Soraya Sáenz
de Santamaría, que tanto monta, monta tanto- firma con el partido socialista una
moratoria a la destrucción de nuestro futuro. Y ni siquiera por doce años, como
hiciera el emperador con Su Graciosa Majestad. Tan solo por dos.
Pero eso no soluciona el problema.
El problema lo soluciona el cambio, la
erradicación de privilegios, la modificación de leyes injustas y
desproporcionadas. La tranquilidad puede llegar con una tregua. Pero la paz
solo llega con la justicia.
Y eso significa que los bancos no
puedan cobrar todos los intereses por adelantado, que tengan una autoridad
hipotecaria por encima que les impida hacer préstamos que bordean la usura, que
no puedan beneficiarse tres veces del valor de un piso hipotecado, cobrando la
hipoteca, revendiendo el piso y forzando subastas amañadas, que no puedan
endosar los pisos embargados al llamado banco malo para librarse de la rémora
financiera que suponen en sus cuentas de resultados, que tengan que asumir la
pérdida que supone la dación en pago si el mercado inmobiliario se mueve a la
baja cuando ejecuten la hipoteca, que no puedan tasar ellos mismos los pisos a
los que luego licitan en las subastas cerradas.
Esa es la única paz que pondrá fin a
la Revuelta de los Desahucios, como la única paz que sirvió para acabar con los
alzamientos en Flandes fue el fin definitivo de los privilegios de La Mesta
-entonces lo que se peleaba era por el comercio textil, entre otras muchas
cosas-.
No se trata de salvar durante dos años
a 175.000 familias amenazadas por los desahucios para evitar que los
telediarios y las portadas sigan poblándose de imágenes de gentes que se
arrojan al vacía de su desesperación y su negro futuro para que, dentro de dos
años, cuando la cosa ya no llame tanto la atención, todo siga igual.
Se trata de cambiar la ley para que el
futuro de todos sea justo y los privilegios legales de la banca desaparezcan.
Esperemos que nosotros, habitantes
cada vez más indolentes de la sociedad occidental atlántica, no dejemos que
esta tregua fugaz cuele como una paz duradera como no se lo permitieron al
Emperador los Comuneros, las gentes de Flandes y los seguidores a ultranza de
Martín Lutero.
Claro que, si recordamos lo que les
costó a ellos imponerle al Imperio Español lo que era justo, me temo que muchos
de nosotros estaremos más que dispuestos a aceptar moratoria como sinónimo de
solución y pulpo como animal de compañía.
En eso nos estamos convirtiendo si es
que no nos hemos convertido ya.
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