Ya lo han hecho. Ya pueden decir,
quizás por primera vez desde que la aciaga alternancia política de este país les
arrojara al Gobierno, que han actuado según sus principios, que han hecho lo
que piensan, lo que creen y lo que ocasionalmente sienten.
No ha sido el aborto, no ha sido el
matrimonio homosexual, el arrojo juedeocrisitiano del conservadurismo español
no se ha disfrazado de teología en ninguno de esos puntos. Ninguno de esos
asuntos ha sido la punta de lanza teologal de este Gobierno.
Aunque parezca mentira, aunque no se
antoje demasiado relacionado con los asuntos del alma y del cuadrante inferior
al ombligo del ser humano -que para estas gentes es lo mismo-, el decreto ley
sobre los desahucios es un pilar teologal que merecería colocarse justo entre
el relato de pentecostés y la carta de Saulo a los gálatas.
Porque cuando la situación exigía
acción, cuando se imponía una reforma de una ley arcaica y decimonónica que
impidiera que los más fuertes estuvieran más protegidos que los débiles, que impidiera
a las entidades bancarias beneficiarse una y otra vez de la misma hipoteca aun
cuando habían recibido ya la propiedad hipotecada, nuestro gobierno no lo ha
hecho.
Cuando la única solución era una
acción directa se han refugiado en la fe.
En la fe de que los bancos cambiarán
por sí mismos, de que las entidades financieras no impondrán cláusulas
abusivas, de que los dadores de créditos se avendrán a aceptar como pago lo
único que debería estar permitido como tal pago, o sea la vivienda.
Cuando la miseria que su propia
política está generando, la desesperación que muchos están sufriendo y la
avaricia y la arrogancia de aquellos que se refugian tras los contratos
firmados casi a ciegas clamaban a gritos por una acción definitiva que pusiera
a cada uno en su lugar ellos se han dedicado en su decreto simplemente a
confiar en que eso ocurra.
Han cambiado la acción de obligar a
las entidades financieras a comportarse adecuadamente por la fe de hincarse de
rodillas y rezar para que vean la luz.
La fe, la primera y más grande de las
virtudes teologales. Válida para acercarse a la esencia divina invisible e
inexistente pero a todas luces insuficiente como política social sobre
desahucios.
Pero ahí no acaba la cosa.
Como se han debido sentir bien en esto
de aplicar lo inaplicable a los desahucios, han tirado de catecismo católico
naranja y han completado su decreto urgente, ese que se supone que va a
solucionar la secular injusticia del negocio hipotecario en nuestro país,
con un nuevo recurso teologal digno del Santo Job o incluso de Santa Teresita
de Lillie.
Han echado mano de la esperanza, la
más paralizante de las virtudes teologales de las que parecen tirar ahora que
han hecho que pinten bastos y se abran las puertas del infierno para 350.000
familias en este país.
Ellos, que deberían haber hecho algo
definitivo, algo que se extendiera en el tiempo para evitar los errores que nos
han llevado a esto, se han enrocado en la esperanza. Han promulgado -como
Pilatos, el que se lavaba las manos ¿nos acordamos?- un decreto temporal, no
una modificación parcial, no. No una acotación legal, no. Un efímero decreto
temporal. Esperanzado, eso sí, pero efímero.
Cuando el único camino era el compromiso y la lucha, ellos han abrazado la esperanza
Agarrados al clavo ardiendo, que ya ni
siquiera les quema la piel porque les ha hecho cayo, de que dentro de dos años
las cosas estarán mejor, a la ilusión de que en 24 meses habremos salido de
esta, a la confianza en que los parados encontraran trabajo en 720 días.
A la esperanza de que el puñetero
reino de los cielos, en forma de estabilidad de un sistema financiero y
económico que no es otra cosa que una plaga sistémica, cíclica y endémica,
descenderá sobre nosotros, aquí en la tierra de Jauja, en los próximos dos
años.
La esperanza es lo último que se
pierde aunque este gobierno no haya hecho absolutamente nada para ganársela.
Y para rematar la trilogía teologal
por excelencia, han rubricado su decreto con la virtud judeocristiana que más
gusta de utilizar porque es la que demuestra que tenemos, que podemos, que
estamos en condiciones de considerarnos privilegiados a los ojos de este nuevo
dios que nos mira de través llamado Los Mercados.
Durante los próximos dos años, esa fe
y esa esperanza se arrojarán magnánimamente, como las monedas a la salida del
templo sobre aquellos que no ganen más de 19.000 euros anuales, sobre las familias
que tengan bebés, sobre ancianos o personas que tengan a otras dependientes a
su cargo.
El largo brazo de la caridad de
Moncloa amparará a esos pobres miserables a los que las decisiones de Moncloa
han conducido a la miseria.
A los demás las entidades financieras
podrán seguir prestando a usura, imponiendo condiciones draconianas y
ejecutando sus desalojos. De las viviendas de los demás podrán seguir
beneficiándose dos y tres veces con la misma impunidad con la que empezaron a
hacerlo a finales del siglo XIX.
La caridad bien entendida empieza por
uno mismo, dijo el banquero.
Así que, aunque a simple vista no lo
parezca, el gobierno ha querido solucionar la incipiente revuelta de los
desahucios tirando de breviario y carta apostólica a los corintios.
Con fe donde debería haber colocado
acción. Con esperanza donde debería haber puesto compromiso.
Y, por encima de todo, con caridad
donde debería haber impuesto justicia. Debe ser que un gobierno no está para
hacer justicia. Aunque, en este caso, se lo reclamen incluso los jueces.
Ora
pro nobis.
1 comentario:
Muy bueno, me ha gustado sobre todo lo de que la caridad es un pobre sustituto para la justicia, que debieran haber hecho.
N.B.: "callo", no "cayo". ;o)
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