jueves, noviembre 22, 2012

Sandy, negacionismo e inocente soberbia ecologista

Desde que Sandy, ese huracán con nombre e cerveza con limón, asolara la Gran Manzana y metiera en el cuerpo a las gentes de New York esa parte de la humanidad llamada civilización occidental atlántica ha reabierto un debate -como si tuviéramos pocos entre manos o entre sinapsis- que parecía paralizado. De nuevo se han establecido los superfluos frentes de batalla entre los dos bandos de una discusión inagotable: la de la existencia o no del cambio climático.
Para los defensores de la existencia de ese calentamiento del planeta, el bueno de Sandy arrasando una zona del mundo a la que nunca llegaban los huracanes con tanta fuerza es una prueba de que las cosas en lo del clima están cambiando, de que aquellos que se encogen de hombros ante el concepto y lo plantean como una invención desproporcionada de los ecologistas están en un error.
Y los otros pues siguen encogiéndose de hombros, negándose a reducir las emisiones de Co2, pasando por activa y por pasiva de Kioto y sonriendo condescendiente cada vez que Al Gore -ese que fue víctima del silencioso golpe de Estado que el hermano del presidente estadounidense George. W. Bush protagonizó en Florida- abre la boca para hablar de la materia.
Y el ecologismo carga contra el negacionismo climático con datos de temperaturas, de niveles marinos, de desertización, de todo lo que se quiera, incluido Sandy, para apoyar su teoría sobre el cambio arropado por la mortal violencia del huracán neoyorquino.
Pero lo que no ven porque es muy difícil verte a ti mismo se no te paras a mirarte es que detrás de esa carga, detrás de ese empuje, detrás de esa teoría solamente hay dos cosas, solamente hay dos motores: soberbia y miedo. En idénticas proporción.
Porque el negacionismo climático -por lo menos el que se basa en la lógica, no en las necesidades económicas- no dice que no se produzca el cambio en el clima, lo que mantiene es que no tiene nada que ver con nosotros y que no podemos pararlo.
Hace varias eras geológicas los desiertos eran mares rebosantes de vida, las sábanas eran praderas verdes, los más profundos cañones eran lechos de ríos tumultuosos, las estepas eran frondosos bosques.
¿Estábamos nosotros para convertirlos en lo que son ahora?, ¿fueron las emisiones de Co2 de la prospera e irresponsable industria de los enanos y elfos, ahora ignotos y perdido salvo en las obras de Tolkien las que calentaron el planeta?, ¿fue una serie de flatulencias en cadena de los grandes saurios?
Podemos contestar lo que queramos a esas preguntas, pero desde Gobi hasta el Valle de La Muerte, desde Los Monegros hasta el Sahara, la respuesta será siempre la misma. El cambio climático se produce y no tiene nada que ver con nosotros.
Y eso es lo que dispara la reacción de la soberbia -inocente en la mayoría de los casos- de todos los que quieren ver nuestra mano en el cambio climático.
Porque nuestros atavismos de especie dominante, nuestra tradición de monarcas absolutos de la cadena alimenticia nos hace pensar que todo lo que ocurre a nuestro alrededor tiene que ver con nosotros. Nos hace pensar que dominamos y podemos dominar un planeta por el mero hecho de que nos resulta necesario para la supervivencia.
Y así, nuestra soberbia nos impide digerir el hecho de que no es así. Aunque los terremotos, los volcanes, los huracanes o los tsunamis nos lo recuerden periódicamente nuestra soberbia nos impide ver la realidad y forzamos las cosas para que todo dependa de nuestras acciones y de nuestra voluntad.
Nuestra arrogancia inmanente nos hace sustituir la religión por el ecologismo.
Hace siglos era lo mismo pero en forma divina. los dioses castigaban los malos actos de los hombres con un terremoto, sus acciones perversas con un rayo, una tormenta, su perfidia con el estallido de una erupción de llamas y ceniza que sepultaba una ciudad.
Ahora es nuestra avaricia la que se castiga de forma más sutil con el aumento de las temperaturas, nuestra irresponsabilidad con el debilitamiento de la capa de ozono, nuestra falta de criterio con el deshielo de los casquetes polares.
En cualquier caso, en el arcano antiguo y en el científico moderno, nuestra altivo orgullo depredador está cubierto. Lo que ocurre sobre la faz de La Tierra responde a nuestros actos y solamente a nuestros actos. 
Así que nuestros actos -y nosotros a través de ellos- controlamos el planeta.
Pero en realidad ese orgullo presuntuoso es inocente. No esconde ninguna oscura desviación, ninguna depravación psicológica, solamente esconde el más viejo de los atavismos que ahora nos vuelve en forma de ecologismo -y de otras muchas teorías-, el mismo rasgo interiorizado que heredamos de generación en generación y acarreamos sobre nuestras espaldas desde que tuvimos que decidir si salíamos o no de las cavernas: el miedo.
Porque tenemos miedo a que el planeta se mueva y nos deje a nosotros atrás, porque tenemos miedo a no poder controlar nuestro entorno, miedo a que aquello que nos es necesario para vivir nos falte, a que lo que nos resulta imprescindible para la supervivencia deje de servir a nuestros intereses.
Ese miedo nos nubla el sentido, nos borra la memoria, impidiéndonos recordar que este planeta desde hace 40 millones de años ha tenido muchos más periodos en los que era completamente inhabitable para nosotros que en los que soportaba nuestra existencia.
Ese miedo a no poder controlarlo todo y que eso nos acarrea el dolor, el sufrimiento y la muerte, nos permita pasar por encima como de puntillas por hechos que cubren millones de años, por glaciaciones continuas y cíclicas que hacen que el planeta rechace la vida, incluida la nuestra. Nos hace ignorar el hecho casual de que nos hemos desarrollado en uno de los escasos periodos en los que la vida humana ha sido posible más allá de lo que hagamos o podamos hacer al respecto.
Cierto es que nuestra existencia será mejor sin contaminación, cierto es que probablemente el Co2 emitido contribuya mínimamente al efecto invernadero pero, si superamos nuestra soberbia y nuestro miedo, nos daremos cuenta de que lo que hagamos o dejemos de hacer afectará drásticamente a los ciclos glaciares y tórridos del planeta.
Comprenderemos que la vida de La Tierra no tiene nada que ver con nuestra supervivencia y que Gaia seguirá su camino y su eterno retorno estemos nosotros o no sobre su superficie y esté esta superficie arrasada por el calor solar, revitalizada por la fecunda vegetación y la abundancia de agua o congelada por la enésima glaciación.
La discusión es baladí porque La Tierra es necesaria para nosotros pero nosotros no somos imprescindibles para ella aunque nos resulte difícil aceptarlo.
Y nuestra soberbia y nuestro miedo de occidentales atlánticos, bienintencionados pero permanentemente adoradores de su ombligo, tienen que aprender a vivir con ello. Al menos hasta que seamos una capa más de restos arqueológicos y sedimentos bajo el congelado suelo del planeta.
Deseen nuestra soberbia y nuestro miedo lo que deseen, somos irrelevantes.

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