Desde que Sandy, ese huracán con
nombre e cerveza con limón, asolara la Gran Manzana y metiera en el cuerpo a las
gentes de New York esa parte de la humanidad llamada civilización occidental
atlántica ha reabierto un debate -como si tuviéramos pocos entre manos o entre
sinapsis- que parecía paralizado. De nuevo se han establecido los superfluos
frentes de batalla entre los dos bandos de una discusión inagotable: la de la
existencia o no del cambio climático.
Para los defensores de la existencia
de ese calentamiento del planeta, el bueno de Sandy arrasando una zona del
mundo a la que nunca llegaban los huracanes con tanta fuerza es una prueba de
que las cosas en lo del clima están cambiando, de que aquellos que se encogen
de hombros ante el concepto y lo plantean como una invención desproporcionada
de los ecologistas están en un error.
Y los otros pues siguen encogiéndose
de hombros, negándose a reducir las emisiones de Co2, pasando por activa y por
pasiva de Kioto y sonriendo condescendiente cada vez que Al Gore -ese que fue
víctima del silencioso golpe de Estado que el hermano del presidente
estadounidense George. W. Bush protagonizó en Florida- abre la boca para hablar
de la materia.
Y el ecologismo carga contra el
negacionismo climático con datos de temperaturas, de niveles marinos, de
desertización, de todo lo que se quiera, incluido Sandy, para apoyar su teoría
sobre el cambio arropado por la mortal violencia del huracán neoyorquino.
Pero lo que no ven porque es muy difícil
verte a ti mismo se no te paras a mirarte es que detrás de esa carga, detrás de
ese empuje, detrás de esa teoría solamente hay dos cosas, solamente hay dos
motores: soberbia y miedo. En idénticas proporción.
Porque el negacionismo climático -por
lo menos el que se basa en la lógica, no en las necesidades económicas- no dice
que no se produzca el cambio en el clima, lo que mantiene es que no tiene nada
que ver con nosotros y que no podemos pararlo.
Hace varias eras geológicas los
desiertos eran mares rebosantes de vida, las sábanas eran praderas verdes, los
más profundos cañones eran lechos de ríos tumultuosos, las estepas eran
frondosos bosques.
¿Estábamos nosotros para convertirlos
en lo que son ahora?, ¿fueron las emisiones de Co2 de la prospera e
irresponsable industria de los enanos y elfos, ahora ignotos y perdido salvo en
las obras de Tolkien las que calentaron el planeta?, ¿fue una serie de flatulencias
en cadena de los grandes saurios?
Podemos contestar lo que queramos a
esas preguntas, pero desde Gobi hasta el Valle de La Muerte, desde Los Monegros
hasta el Sahara, la respuesta será siempre la misma. El cambio climático se
produce y no tiene nada que ver con nosotros.
Y eso es lo que dispara la reacción de
la soberbia -inocente en la mayoría de los casos- de todos los que quieren ver
nuestra mano en el cambio climático.
Porque nuestros atavismos de especie
dominante, nuestra tradición de monarcas absolutos de la cadena alimenticia nos
hace pensar que todo lo que ocurre a nuestro alrededor tiene que ver con
nosotros. Nos hace pensar que dominamos y podemos dominar un planeta por el
mero hecho de que nos resulta necesario para la supervivencia.
Y así, nuestra soberbia nos impide
digerir el hecho de que no es así. Aunque los terremotos, los volcanes, los
huracanes o los tsunamis nos lo recuerden periódicamente nuestra soberbia nos
impide ver la realidad y forzamos las cosas para que todo dependa de nuestras
acciones y de nuestra voluntad.
Nuestra arrogancia inmanente nos hace
sustituir la religión por el ecologismo.
Hace siglos era lo mismo pero en forma
divina. los dioses castigaban los malos actos de los hombres con un terremoto,
sus acciones perversas con un rayo, una tormenta, su perfidia con el estallido
de una erupción de llamas y ceniza que sepultaba una ciudad.
Ahora es nuestra avaricia la que se
castiga de forma más sutil con el aumento de las temperaturas, nuestra
irresponsabilidad con el debilitamiento de la capa de ozono, nuestra falta de
criterio con el deshielo de los casquetes polares.
En cualquier caso, en el arcano
antiguo y en el científico moderno, nuestra altivo orgullo depredador está
cubierto. Lo que ocurre sobre la faz de La Tierra responde a nuestros actos y
solamente a nuestros actos.
Así que nuestros actos -y nosotros a
través de ellos- controlamos el planeta.
Pero en realidad ese orgullo
presuntuoso es inocente. No esconde ninguna oscura desviación, ninguna
depravación psicológica, solamente esconde el más viejo de los atavismos que
ahora nos vuelve en forma de ecologismo -y de otras muchas teorías-, el mismo
rasgo interiorizado que heredamos de generación en generación y acarreamos
sobre nuestras espaldas desde que tuvimos que decidir si salíamos o no de las
cavernas: el miedo.
Porque tenemos miedo a que el planeta
se mueva y nos deje a nosotros atrás, porque tenemos miedo a no poder controlar
nuestro entorno, miedo a que aquello que nos es necesario para vivir nos falte,
a que lo que nos resulta imprescindible para la supervivencia deje de servir a
nuestros intereses.
Ese miedo nos nubla el sentido, nos
borra la memoria, impidiéndonos recordar que este planeta desde hace 40 millones
de años ha tenido muchos más periodos en los que era completamente inhabitable
para nosotros que en los que soportaba nuestra existencia.
Ese miedo a no poder controlarlo todo
y que eso nos acarrea el dolor, el sufrimiento y la muerte, nos permita pasar
por encima como de puntillas por hechos que cubren millones de años, por
glaciaciones continuas y cíclicas que hacen que el planeta rechace la vida,
incluida la nuestra. Nos hace ignorar el hecho casual de que nos hemos
desarrollado en uno de los escasos periodos en los que la vida humana ha sido
posible más allá de lo que hagamos o podamos hacer al respecto.
Cierto es que nuestra existencia será
mejor sin contaminación, cierto es que probablemente el Co2 emitido contribuya mínimamente
al efecto invernadero pero, si superamos nuestra soberbia y nuestro miedo, nos
daremos cuenta de que lo que hagamos o dejemos de hacer afectará drásticamente
a los ciclos glaciares y tórridos del planeta.
Comprenderemos que la vida de La
Tierra no tiene nada que ver con nuestra supervivencia y que Gaia seguirá su
camino y su eterno retorno estemos nosotros o no sobre su superficie y esté
esta superficie arrasada por el calor solar, revitalizada por la fecunda
vegetación y la abundancia de agua o congelada por la enésima glaciación.
La discusión es baladí porque La
Tierra es necesaria para nosotros pero nosotros no somos imprescindibles para
ella aunque nos resulte difícil aceptarlo.
Y nuestra soberbia y nuestro miedo de
occidentales atlánticos, bienintencionados pero permanentemente adoradores de
su ombligo, tienen que aprender a vivir con ello. Al menos hasta que seamos una capa más
de restos arqueológicos y sedimentos bajo el congelado suelo del planeta.
Deseen nuestra soberbia y nuestro
miedo lo que deseen, somos irrelevantes.
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