lunes, mayo 28, 2012

El Sión de Netanyahu no cree en su propia historia

 
La sordera selectiva es uno de esos vicios clásicos de los que disfrutamos los occidentales atlánticos que nos permite escuchar un suspiro que prometa los gozos y las sombras en el otro extremo del orbe conocido pero nos hace imposible prestar oídos al más estentóreo grito en demanda de ayuda que pueda producirse justo al lado de nuestro pabellón auditivo.
Pues bien, uno de los efectos secundarios de esa incapacidad para escuchar lo que no queremos oír es la memoria selectiva -quizás sea una de sus causas, si lo pensamos mejor-.
Y el último ejemplo de memoria selectiva a gran escala nos lo da de nuevo el gobierno de ese país llamado Israel al que sus gobernantes están empeñados en convertir en el epítome de todas las vergüenzas occidentales por más que muchos de sus habitantes intenten evitarlo.
Netanyahu y los suyos, concretamente su ministro de Interior, Eli Yishai, han sufrido en los últimos meses una inusitada degradación acelerada de los centros límbicos en los que reside la memoria.
Quizás sea porque tienen demasiadas sinapsis conectadas con los pensamientos de ataques preventivos a Irán y ocupadas en encontrar la mejor manera -para ellos, claro está- de poner en peligro al mundo o quizás sea porque aquello que no se utiliza tiende a degradarse. Pero lo cierto es que han olvidado de un plumazo toda la historia de su cultura, su pueblo y su Estado.
Parece que no se han quedado contentos con desconvocar unas elecciones ya convocadas cuando se dieron cuenta de que quizás no iban a ganarlas y sustituirlas por un conchabamiento nocturno en el que se repartieron entre ellos las cotas de poder y de gobierno para mantenerse en el mismo en contra de lo que solicitaba su propia ciudadanía.
Debe ser que no les satisfizo en exceso protagonizar ese bochornoso acto político, comparable solamente en estos tiempos a esos espectáculos circenses en los que el devoto mariano Hugo Chaves convierte las elecciones en su país -y han tenido suerte porque, si no existiera el ínclito militar bolivariano, la comparación nos retrotraería a acciones de dinamitado de una democracia situadas en el corazón europeo en la década de los años treinta del pasado siglo-.
Así que se han esforzado en superarse y han tomado la decisión de limpiar Israel de inmigrantes. De encarcelarlos y deportarlos porque, tal y como están las cosas, no hay sitio para ellos.
Se trata de 60.000 personas que han llegado en los últimos años desde Eritrea y Sudán a las ciudades israelíes y que parece que han traído con ellas una suerte de virus africano que ataca los centros de memoria de los gobernantes del estado hebreo.
Porque el bueno de Eli Yishai –lo del bueno es de coña, claro- se descuelga con frases como que "hay que multar a los ayuntamientos en los que se les contrate porque eso es anti israelí" o con definiciones de ellos como que "son el cáncer que se infiltra en el cuerpo de nuestro país en lugar de permanecer en el sitio en el que tienen que estar que es su país" o, rematando la faena con un clásico en todas las sociedades que están acostumbradas a echarle a otros la culpa de sus males, "si se contratara a israelíes en lugar de a esos infiltrados -el concepto de infiltración es algo que parece que los políticos israelíes no pueden evitar- seríamos un país sin paro".
Y todo esto después de celebrar hace dos días como quien dice la memoria de su genocidio, en la que supongo que tendrían que haber recordado que pasó después del pogromo nazi contra los judíos.
De repente, han olvidado que ellos están en esa tierra y han constituido ese estado porque huyeron.
Porque desde todos los países europeos, desde Estados Unidos, desde Rusia y desde un sinfín de localizaciones geográficas fueron a una tierra que no era la suya porque no la habitaban y se asentaron allí.
De repente olvidan que todos los habitantes de Israel son o descienden de inmigrantes.
Eli Yishai, ha accedido al poder en ese cambalache que se montó Netanyahu para evitar las elecciones como líder de una de las facciones más conservadoras de la derecha israelí, el Partido Ultraortodoxo Sefardí.
¡Vaya, por el dios de la zarza! ¿Pero los sefardíes no eran españoles?, ¿entonces qué hace un sefardí en el gobierno israelí?, ¿no le está quitando el puesto a alguien que haya estado en Galilea desde los albores de la humanidad?
Pero claro él es ultraortodoxo y por tanto judío. Es de suponer que, según su punto de vista, él tiene derecho a ir y asentarse donde le plazca pero los demás no. Es lo que tiene que la divinidad te haya declarado su favorito.
Israel se basa en la inmigración, pero hasta su tradición religiosa más cerril, se asienta sobre el concepto de movimiento de gente por el mapa universal como si se tratara de una riada.
Llegan 60.000 eritreos y sudaneses huyendo de una guerra interminable y de una miseria incontrolable y los halcones del sionismo más brutal afirman que deben volverse por donde han llegado porque "sólo vienen a trabajar".
¡Claro, como la gente solamente trabaja por deporte, para cubrir los tiempos en los que no se dedica a rezar a sus dioses invisibles o a preparar operaciones militares contra poblaciones civiles o estados enemigos!
Los africanos llegan atravesando el desierto del Sinaí y los gobernantes que confunden Israel con Sión tienen la sensación de que eso debería recordarles algo, de que eso les suena. Pero no consiguen acordarse.
La memoria selectiva es lo que tiene. Es un arma definitiva, una vez que se activa no hay vuelta atrás.
Así que no sólo han olvidado los hechos históricos reales de varias décadas de afluencia masiva de inmigrantes a Israel desde Polonia, Rusia, Argentina, Chile, España y Estados Unidos que iban exactamente a lo mismo: "a trabajar" y que eran acogidos con los brazos abiertos, aún a costa de arrinconar y robar tierra a los habitantes originarios de la zona, aún a costa de acrecentar y enquistar un conflicto con los palestinos que tiene como una de las razones principales la necesidad de espacio y recursos para esos aluviones de inmigración.
Tampoco recuerdan toda su mítica tradición de atravesar durante cuatro bíblicas -o talmúdicas, no se me ofendan- décadas el mismo desierto para llegar a la misma tierra -ya poblada por muchos, por cierto- huyendo de las mismas cosas: la miseria, la esclavitud y la guerra.
Han conseguido olvidar también toda su propia dinámica mitológica de continuas diásporas hacia otros países y reinos en diferentes periodos de la historia en los que aún se quejan -y muchos piden reparaciones- por haber sido tratados como ellos tratan ahora a los sudaneses y los eritreos.
Pero claro, ellos eran judíos, eran el pueblo elegido de una zarza ardiente y hacían lo que hacían por orden de su dios. Supongo que eso pesará en los razonamientos de los mandatarios sionistas que ahora quieren empujar a los que llegan al desierto.
Por suerte los hay que aún no han olvidado y se empeñan en recordárselo a gritos y pancartas, como la mujer cuya fotografía ilustra este post.
Ella ha dado en el clavo aunque crea referirse tan sólo a Israel.
Todos somos refugiados. Todos llegamos a la tierra en la que estamos huyendo de otra cosa.
Puede que hace décadas, siglos o incluso milenios. Pero todos los que ahora habitamos en algún sitio no nacimos como pueblos o como troncos genéticos en el lugar en el que ahora estamos.
Con excepción de los nipones -si no contamos como migratorios los movimientos dentro de su archipiélago-, algunas otras islas pacíficas y quizás el tronco étnico de la China de Han, todos venimos de otra parte.
Los indoeuropeos son indoeuropeos porque llegaron desde el Indo, los bárbaros se movieron hacia el sur, al igual que árabes, persas y griegos. Los romanos descendían de griegos desplazados, que a su vez eran el resultado del aluvión de tres migraciones distintas -¿quién no se acuerda de esa cadencia de las lecciones de historia de Aqueos, Jonios y Dorios?-.
Los estadounidenses -al igual que los australianos y neozelandeses- llegaron desde las islas británicas que a su vez fueron pobladas por sajones que se vieron obligados a moverse por la presión de los vikingos. Cierto es que ahí estaban los pictos –o sea los escoceses- pero esos habían llegado siglos antes desde el meollo de la cultura celta situada en Francia –no me pregunten cómo, nadie lo tiene muy claro-
Los vikingos se movieron poco pero aun así lo hicieron presionados por los eslavos, que a su vez ocuparon las llanuras rusas, presionados por los mongoles de la estepa y sus continuas rafias e invasiones.
Incluso sus pobladores originales de los lugares colonizados por los europeos -los indios americanos, los maoríes, las tribus africanas y los aborígenes- se desplazaron a los lugares en los que fueron encontrados por los europeos por la presión de poblaciones más fuertes o por la necesidad de encontrar alimento.
Así que todos somos inmigrantes. Aunque nuestra memoria selectiva nos bloquee ese conocimiento cuando nos viene bien.
Pero si hay un pueblo que debería tener un respeto casi religioso con la inmigración ese es el pueblo hebreo y el Estado de Israel. Su dios les hizo inmigrantes. Lo dicen ellos, sus textos sagrados y su historia, no yo.
Pero quizás eso ya no importe. Quizás Netanyahu, Yishai y todos los que ahora abogan por la expulsión de los inmigrantes en un país en el que toda la población es inmigrante de primera, segunda o como mucho tercera generación, ya hayan aplicado también la sordera selectiva.
Ya no escuchan ni quieren escuchar porque ya han acabado su muro, la última muralla del nuevo estado de Masada en el que quieren convertir Israel. Ya están también aislados de Líbano.
Es posible que lo único que quieran sea poder echar del recinto amurallado que ahora es su país a todos aquellos que no son parte de él para poder cerrar definitivamente las puertas y que nadie de fuera sepa lo que están haciendo dentro y como transforman un país del siglo XXI llamado Israel en una ciudad mitológica e imposible llamada Sión.
Y claro si hay sudaneses y eritreos de por medio habría que dejar alguna puerta abierta en la muralla para ellos y eso es un riesgo inasumible por los halcones sionistas que dirigen los destinos del estado hebreo.
Las puertas abiertas siempre dejan entrar el viento. Y el viento siempre puede traer cualquier cosa. Hasta cambios, hasta sentido común para Israel.

2 comentarios:

bebenidos dijo...

No descubirmos nada si decimos que el hombre es un ser egoista por naturaleza, pero quizás podemos decir a su favor que se debe a su instinto de conservación... supongo. Todos somos ocupas en algún momento de nuestra historia, a nivel particular o como individuos que forman parte de un grupo. Esto no justifica nada, esta claro, pero quizás nos haga entendernos (e intentar mejorarnos... si queremos)

devilwritter dijo...

Es lo que quiero decir. Si recordamos lo que somos, lo que fuimos y de donde venimos, nos daremos cuenta de que muchas de las cosas que achacamos como perjudiciales a otros, las hemos hecho antes nosotros.
Solamente podemos comprendernos si aprendemos que lo que es bueno para nosotros debe serlo para los demas y lo contrario. Tenemos que aprender a pensar en contra nuestra.

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