miércoles, mayo 02, 2012

De puente en las afueras de La Ciudad Muerta


Mientras se producen y reproducen los fastos de la celebración por una revolución que comenzamos contra los franceses pero que fuimos incapaces de concluir contra nosotros mismos, mientras Evo Morales se nos viste de Prada y nacionaliza calcando a Kirchner y se nos acerca el viernes en el que con el fin de semana nos llegará desde Moncloa el fin de la condición pública de Renfe, nosotros estamos de puente.
Pero nuestro puente, más allá de los encuentros, conocimientos y reconocimientos inesperados -bíblicos o no- se antoja diferente, distinto. Nuestro puente, pasado el día del Trabajo, que ya casi es más del sin trabajo, es el lugar desde el que nos asomamos a una realidad que cada día, cada jornada, es menos nuestra.
Estemos donde estemos y hayamos estado donde hayamos estado, hemos pasado o estamos pasado el puente en las afueras de La Ciudad Muerta.
Porque, como en la mítica trilogía novelesca de Delany, somos personajes que deambulan por el interregno de algo que no han querido hundir pero que han contribuido a hacerlo y que ahora no saben muy bien qué camino tomar para poder enderezar la mortalidad que asola la ciudad. Porque seguimos viendo como cada cosa que pasa, cada acaso que ocurre, ahonda más en esa imposibilidad de acción y solamente nos queda refugiarnos en el límite exterior de la ciudad que yace muerta y esperar que los ojos del Señor de Las Llamas no se posen en nosotros la siguiente vez que atisbe la ciudad en nuestra dirección.
Porque, más allá de metáforas de anticipación literaria, estamos viendo como nuestros gobernantes y nuestros gobiernos -que no siempre es lo mismo- se aferran a un impulso suicida contra viento y marea en un intento vacuo de demostrar que puede funcionar algo que ya no ha funcionado. Nos matan la ciudad sólo para intentar demostrar que en otro tiempo podía haber vivido de otra forma.
Desde el puente al que nos han llevado nuestros quehaceres y nuestros placeres contemplamos como nos desmontan, ladrillo por ladrillo, todo lo que estaba construido, todo lo que se levantaba pero no reconstruyen nada, se limitan a guardar las teselas en forma de dinero, reducción del déficit, recortes, ahorro o como quieran llamarlo en estos días, como si solamente con eso pudieran devolver la ciudad que está muerta a sus principios, a sus tiempos de vida, a su comienzo.
La sanidad, los transportes, los servicios de empleo, la educación, todo se nos desarma en un baldío intento que nada reconstruye y que sólo acumula los escombros de aquello que fue un día, de lo que se intentó y de lo que ha fracasado. Y además nuestros nuevos señores de las llamas nos hacen pagar por ello. Nos suben los impuestos, las tasas, las cargas, los tributos. No sólo vemos que no construyen sino que además nos vemos obligados a pagar el precio que nos cuesta esa demolición.
Desde la balaustrada del puente al que nos han llevado estos días de fiesta, vemos La ciudad Muerta. La de Samuel R Delany y la otra, la nuestra, la de la opera olvidada de Korngol, la que es más personal, más íntima; aquella de la que la otra sólo es un inevitable reflejo político y social.
La ciudad muerta en la que no sabemos si avanzar o retroceder y eso nos obliga a seguir quietos, a esperar, a desesperar.
Contemplamos parados el altar de recuerdos que nos unen a ella, los viejos buenos tiempos en los que éramos reyes o eso nos creíamos y giramos la vista y vemos los fantasmas de aquello que se mueve y parece el futuro y parece algo nuevo.
Y moviéndonos de un lado para otro no sabemos si quedarnos entre los restos de aquello que fue y ya no puede ser o arriesgarnos con aquello que nunca ha sido y ya no es tiempo de que pueda ser.
Sabemos que algo hay que hacer, que por algo hay que optar, que hemos de elegir como llevar la vida a la ciudad que ahora yace muerta porque no queremos asumir que murió y por tanto no queremos resucitarla y porque no podemos enfrentarnos al esfuerzo que supone volver a darle vida.
Tenemos que elegir entre volvernos de nuevo a ella y buscar el rescoldo que aún yace escondido que le encienda de nuevo los fuegos de la vida, otros fuegos quizás, para ponerla en marcha o salir corriendo en la esperanza de que en el horizonte se encuentre otra ciudad que esté viva por sí misma sin que nos exija el trabajo de darle una nueva vida sin cometer los errores de antaño, ni las elusiones de ahora.
Y así, desde estos tiempos que no son como otros, igual que no fue como otro ayer el Día del Trabajo y no somos nosotros igual que fuimos antes, contemplamos las dos ciudades muertas, la nuestra y la social, y nos descubrimos empuñando una antorcha encendida en mitad del puente al que nos ha llevado el gobierno de otros y nuestra propia vida.
Y esa antorcha encendida sobre el puente en las afueras de la ciudad muerta nos impele a la elección definitiva que nos planteara el cansado y cansino Clive Owen en esa obra mediocre llamada The Internacional con la que se quitó el lustre de Hijos de Los Hombres.
"Hay puentes que hay que cruzar y hay puentes que hay que quemar".
Y hoy, que estamos justo al final de ese puente, tenemos que elegir si lo cruzamos para abandonar definitivamente nuestras ciudades muertas a su suerte y buscar en el horizonte la utopía baldía de algo que aparezca de la nada y nos las sustituya o si queremos quemar ese pontón y, tras tirar la tea al río, nos volvemos de nuevo hacia ellas e intentamos otra vez levantarlas.
Porque sabemos que, aunque parezcan muertas, aunque se nos agoten de ellas los recuerdos gloriosos y los tiempos de gloria, aunque hayamos fallado antes mil veces en mantenerlas vivas, nuestras ciudades muertas no están muertas del todo.
Porque la razón nos dicta que nuestra ciudad muerta en lo social y lo político no  es la ciudad de Delany venenosa y maldita y nuestro corazón nos grita que nuestra ciudad muerta en lo íntimo y personal, no es la esposa fantasma del hombre de Brujas que vive del recuerdo en la obra de Korngol. Que ambas siguen viviendo si nosotros hacemos porque vivan. Que lo único que necesitamos es crear nuevos recuerdos para no tener que vivir de los de antaño.
El puente nos deja aún la posibilidad de esa elección. ^
Pero sólo si una luz o un rescoldo o cualquier prueba ínfima de que la ciudad sigue viva y nos quiere nos empuja más allá del orgullo, el cansancio y el miedo que ahora nos impiden intentarlo de nuevo.

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