Acuciados como estamos por lo inmediato, por lo que precisan nuestros estómagos y nuestras cuentas corrientes, parece que son esas medidas económicas que nos lo ponen en riesgo lo que está destruyendo nuestras posibilidades de futuro como sociedad y como individuos -a nosotros solamente nos importa la segunda parte, claro está-.
Y no nos falta razón, pero son otras circunstancias que hacen mucho menos ruido y que están pasando inadvertidas para los que estamos o creemos estar con el agua al cuello, las que nos ponen en un serio riesgo.
Los occidentales atlánticos nos hemos colocado ante la realidad después de despertar de un sueño inmerecido y continuado sobre nuestras bondades y maldades y, como un soldado que vuelve de la guerra, como un misionero que presencia una matanza, nos hemos vistos enfrentados a tantos de nuestros terrores favoritos a la vez, que hemos tirado de bloqueo mental para poder sobrevivir a la derrota, al desastre, al miedo.
Y hemos recurrido a nombres genéricos y a expresiones impersonales para poder hacerlo.
La economía va fatal, la política está corrupta, la sociedad se está desmembrando, la gente no reacciona, esto va de mal en peor... y toda suerte de expresiones que nos permiten seguir sentados esperando, que nos posibilitan arrojarnos al determinismo del estrés post traumático, mientras vemos que todo se encoge, que las paredes se estrechan -como diría el poeta urbano de Bermeo-, que los horizontes se apagan y los futuros simplemente desaparecen.
Y el culmen, el resumen perfecto de ello, es la frase rescatada de otros tiempos, de otras eras en las que se imponían los hados y el destino sobre las acciones de la humanidad: "Con la que está cayendo".
Y eso nos convierte en víctimas, nuestro papel favorito.
Nos desarma, nos deja sin posibilidad de reacción. Nos desinfla ante unas circunstancias no controladas por nosotros, que se nos vienen encima de no se sabe dónde, por no se sabe qué motivos y hasta no se sabe cuándo. Nos arroja a nuestra actitud favorita. Al abandono.
Unos rezan, otros se quejan, otros maldicen y otros critican, pero no podemos hacer nada contra los nuevos dioses que hemos generado para justificar nuestro infortunio.
Nos transforma en los míticos Galos de Uderzo intentando esconderse para que el cielo no se desplome sobre sus cabezas.
El cielo puede desplomarse si así lo quieren los dioses o los hados de nuestro nuevo destino determinista. Tan sólo ansiamos conseguir colocar lo suficientemente bien nuestros pírricos escudos personales para que la porción que tendría que hendirnos el cráneo rebote contra ellos.
El cielo puede desplomarse si así lo quieren los dioses o los hados de nuestro nuevo destino determinista. Tan sólo ansiamos conseguir colocar lo suficientemente bien nuestros pírricos escudos personales para que la porción que tendría que hendirnos el cráneo rebote contra ellos.
Porque somos uno, somos una, y no podemos luchar contra los mercados, la política, la economía, la vida o la sociedad. No podemos enfrentarnos en solitario -que es la única manera en la que se nos antoja posible hacer las cosas- a esas nuevas entidades genéricas para combatir el nuevo impersonal abstracto de "la que está cayendo".
Y cuando nuestros intentos de huir hacia adelante en ese Carpe Diem de ignorancia voluntaria y despreocupación buscada ya no nos acallan los miedos y las dudas, cuando la retirada hacia atrás, por más que nos revirtamos a lo que éramos cuando aún no éramos adultos, pretendiendo vivir una eterna adolescencia sin complejos -o con todos los complejos del mundo, pero fingiendo que no lo son- , no nos quita de delante los problemas, nos abocamos a la desesperanza, a la resignación.
A una espera cómoda, tensa y casi trágica, pero cómoda. Aguardando la decisión que esos destinos, hados o lo que sea a los que siempre nos referimos en la forma impersonal de la divinidad decidan nuestra suerte.
Pero nos equivocamos, algunos adrede, pero nos equivocamos.
No son los mercados, son los especuladores; no es la política, son los políticos; no es la economía, son los que la dirigen. No es el destino, son nuestros actos y elusiones. No es la sociedad, somos nosotros.
Todo lo que nos ocurre tiene nombre y apellidos.
Y eso nos impide la resignación, nos hace inoperante la espera y nos vuelve inútil la desesperanza.
Porque, uno a uno -o mejor de forma colectiva- ya no tenemos que enfrentarnos a los mercados, sino a las actitudes que compartimos con ellos; ya no tenemos que plantar cara a la economía, sino a las acciones de nuestros empleadores, nuestros socios, nuestros empleados, nuestros compañeros o incluso nosotros mismos; ya no tenemos que modificar la política sino preocuparnos de controlar al político.
Ya no tenemos que cambiar la sociedad o esperar a que alguien pueda cambiarla. Tenemos que cambiar nosotros, desde nuestras actitudes personales hasta las colectivas, pasando por las laborales, las fiscales, las relacionales y las afectivas.
Ya no tenemos que esperar nuestro destino, tenemos que construirlo.
Y eso a nosotros, occidentales atlánticos de la sociedad estable y la falta de responsabilidad para con los demás y con el futuro, nos duele más que la resignación baldía y la cómoda desesperanza de lo de "Con la que está cayendo"
Se llama acción. Se llama compromiso.
Y hace mucho tiempo que no trabajamos ese género.
Y hace mucho tiempo que no trabajamos ese género.
Incluso los que creen que hacen algo tampoco lo hacen. O les transforma en revolucionarios de tres al cuarto que quieren quitar a los que tienen a golpe de ladrido pulgoso y tonada celta mal interpretada para tenerlo ellos o quieren cambiar las reglas para que ellos pasen a formar parte de esos que provocan la crisis pero que nunca la sufrirán.
Desde un extremo u otro del arco ideológico ya agotado hace un cuarto de siglo por ambas partes, lo único que hacen es lo mismo. Resignarse a que las cosas sean como son pero intentar que a ellos no les toque.
Y eso hace que no sea ni la economía, ni la historia, ni la política, ni la sociedad lo que nos esté matando. Que sea nuestra propia desesperanza autoimpuesta para evitar el riesgo de la acción que siempre supone la esperanza.
El salto de la resignación a la acción pasa por dejar de pensar en "la que está cayendo" y comenzar a reflexionar sobre "lo que nos han tirado, hemos tirado y hemos dejado que nos tiren encima".
Sólo así no tendremos excusa para la apatía egoísta de sentarse entristecidos y quietos a esperar a que escampe y obtendremos impulso para el esfuerzo generoso de implicarnos en el cambio.
O eso, o hacemos las maletas como siempre y volvemos a intentar escaparnos del mundo.
Pero eso ya ha fallado. Por eso, entre otras cosas, estamos como estamos.
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