Ver a un hombre de ochenta y cinco años solo y abatido no es precisamente algo que resulte cómodo de ser observado. Es una de esas escenas que, pese a que la historia nos sea conocida, siempre nos dejan un regusto de que la cosa podría haber sido de otro modo, de que el relato cuyo final se barrunta podría haber tenido otro principio.
Y esa sensación, ese caldo de cultivo para la más lastimera de las misericordias, se acrecienta cuando el anciano en cuestión que se muestra desmesuradamente débil y parcialmente desvalido, luce sotana blanca y se asoma a un balcón de la Plaza de San Pedro en ese reducto estatal del medioevo llamado Vaticano.
Ratzinger se está muriendo o como se diría en la lengua romance del famoso arcipreste "está siendo muerto".
Y parece que como al can adelgazado todo se le vuelven pulgas. Le salen mayordomos lenguaraces y tramitadores de secretos, le descubren bancos -o institutos de obras de religión, llámense como se quiera- que mantienen los capitales tan blancos como su alba vestimenta y que se dedican a eso y no a la caridad que dicen patrocinar.
Y así toda una suerte de, como también diría el título literario, una serie de catastróficas desdichas que recaen sobre los macilentos y casi exánimes hombros de un anciano.
Y eso parece injusto. Y eso debería ser injusto.
Pero no lo es.
Porque el albo prelado austriaco está en uno de los momentos más evangélicos de su pontificado, está en uno de los instantes en los que debería saber desde hace años, incluso antes de acceder al solio romano, que iba a estar.
Porque, como dijera el mercenario Saulo después de que la borrachera y la rabia le tiraran del caballo: "No os engañéis; (...) pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará."
Y para Joseph, el cardenal que quiso restaurar la cruzada en Ratisbona, ha llegado el momento de la siega. Aunque lo que se siegue sea la hierba bajo sus pies.
Porque la jerarquía que está matando a Ratzinger -con conspiraciones pueriles o con quebrantos continuos- es la mies que el inquisidor austriaco lleva años plantando en esa jerarquía que ellos llaman iglesia y que la verdadera iglesia siempre llamará jerarquía.
Toda suerte de conspiraciones de salón, de traiciones de alcoba, de movimientos versallescos de pasillos y cenas vespertinas, más propias de un hipotético episodio vaticano de Assassin´s Creed que de una institución plantada en el siglo XXI, son el resultado de la estrategia que el hombre gris austriaco puso en marcha para él y para su iglesia hace ya muchos años, incluso mucho antes de sentarse donde el miedo de los prelados y los intereses de otros le colocaron.
Roma es lo que Ratzinger siempre quiso que fuera y eso le está matando.
Su obsesión por la pureza en la fe y en el rito, en la estructura y en la jerarquía, le han llevado a donde está, a verse en medio de una danza mortal veneciana -o vaticana, para el caso es lo mismo- y en un remedo absurdo de la muerte medieval de Alejandro Borgia.
El vicario inquisidor paró su iglesia, se esforzó por hacerlo, puso su empeño en conseguirlo y al final lo logró. Por eso muere solo, acosado y desnudo como lo haría cualquier señor feudal del medioevo que hubiera perdido su poder y el vasallaje de aquellos que lo sustentaban.
El octogenario nada voluptuoso que ahora es Ratzinger se empeñó en que su institución estuviera quieta, no se moviera, no evolucionara. Y esa quietud hace que siga comportándose como cuando era otra cosa, como cuando era un estado, como cuando era un reino, como cuando era medieval.
La siega en la participa a regañadientes el cardenal austriaco es producto de sus miles de siembras.
Ha sembrado silencios impuestos entre teólogos y pensadores que querían una evolución del pensamiento que sacara a Roma del medievalismo arcaico de algunos de sus preceptos, ha sembrado castigos entre todos aquellos que querían modernizar, democratizar o simplemente hacer más trasparente un sistema de gobierno jerárquico que no había cambiado en lo esencial desde los albores del Renacimiento.
Ha esparcido semillas en todos los rincones llamando a sus mesnadas de inquisidores -algunos de ellos españoles- a los despachos romanos para que le ayudaran a impedir ese movimiento.
Ha abierto surcos en la tierra desde Ratisbona hasta África alentando enfrentamientos religiosos que son propios de los tiempos de la espada y la cruz en el pecho y no de nuestro siglo.
Ha desalentado a los que se mueven, ha recuperado para su causa y sus filas a los que no lo hacen desde Lefevbre hasta los neocatecumenales; ha desautorizado a los que denuncian y ha ocultado a los que merecen ser denunciados.
Ha promovido el silencio y el secreto como arma de defensa de aquellos que no merecerían ser defendidos por sus delitos, sus faltas o simplemente por sus monstruosidades.
Ha querido que Roma siguiera siendo medieval. Y a fe que lo ha logrado. Por eso Roma ahora le mata al más puro estilo de intriga palaciega medieval.
Ha preferido la imagen a la legalidad y acuciado por su obsesión de volver a hacer grande la Iglesia -o la imagen eclesial de la jerarquía, que no es lo mismo- ha olvidado que cuando lo era, funcionaba así, se movía así, se gobernaba así y mataba así. Como ahora le está matando a él.
Puede que algunos de los que comparten la fe y hasta la jerarquía con Ratzinger y su corte vaticana no estén de acuerdo con esto. Pero un simple vistazo a lo que ha querido el pontífice austriaco que sea la iglesia y a la historia de la jerarquía eclesial y El Vaticano nos demuestra que Roma está haciendo lo que quería Ratzinger que hiciera. Está siendo medieval.
Por eso Ratzinger está muriendo como el papa Alejandro, como Julio II. Y lo que le está matando no mata solo a Ratzinger. Está matando a Roma.
Y hasta es posible que los que miran con tristeza la situación de aquel que aceptan como director de sus almas sin haberle elegido como tal y ahora lloran por Roma y su vicario no debieran hacerlo.
Si Roma muere matando a Ratzinger, aunque sea a la vista del mundo, quizás por fin puedan resucitar lo que dijo y pensó de verdad el loco nazareno que les sirve de guía.
Y los demás, al menos aquellos que supimos tiempo ha en la puerta de un templo que el prelado austriaco jamás la abriría por miedo a que su iglesia se moviera, tan sólo podemos hacer lo que haría el mítico personaje experto en conjuras renacentistas del juego de asesinos al atisbar desde las azoteas el fin de un señor feudal que no quiso dejar de serlo en ningún momento.
Echarnos la capucha sobre el rostro y dar la espalda a la desdicha y muerte del blanco inquisidor, susurrando entre dientes: Cosecha lo que sembraste, cardenal, cosecha lo que sembraste.
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