Mucho se va a leer y escribir sobre la victoria de Hollande en las presidenciales francesas.
El candidato oscuro y algo anodino se ha impuesto por los pelos a el exuberante en sus formas y estentóreo en sus mensajes Sarkozy, que intentó ser lo que no era para seguir siendo lo que ya no podía ser.
Pero más allá de las reflexiones políticas que la victoria de Hollande puede traernos a la mente, las presidenciales francesas nos pueden traer otras conclusiones, otros pensamientos que quizás sean más dignos de figurar en nuestros diarios personales -aquellos o aquellas que aún tiren de ese adolescente recuento de la vida- que en las páginas de política o economía de los diarios.
Hollande ha ganado. Francia le ha dado su confianza para huir del imperio de los mercados o para luchar parcialmente contra ellos. Pero lo ha hecho por la mínima, casi en la prorroga y de penalti -justo, en esta excepcional ocasión, pero de penalti-.
Un pueblo, que vota masivamente en todos y cada uno de los comicios como homenaje al hecho de que ellos fueron los que se sacaron de la manga el sufragio universal, ha concedido el poder y la victoria a Hollande por apenas 3 votos, metafóricamente hablando.
Un 48 por ciento de la población francesa ha querido aún refugiarse en sí misma, en su capacidad de resistencia, en sus fronteras y en su autarquía para pasar el mal trago de la crisis.
Casi la mitad del pueblo que inventó la revolución moderna, la división de poderes y la justicia universal no ha podido, no ha sabido o no ha querido dejar de mirarse el ombligo.
Y eso le da a Hollande muy poco margen de maniobra y a nosotros algo en lo que pensar. Optar por otras soluciones en la economía, optar por mantener los derechos de los demás, de todos, aún a costa de nuestros beneficios, a costa de nuestras situaciones personales, es un esfuerzo que no sabemos hacer, que no queremos hacer. Sabemos que es necesario pero preferimos encerrarnos en nuestros mundos -ya sean sociales o personales- e intentar que lo que ocurra nos beneficie, nos sirva.
El utilitarismo de Sarkozy, que ha usado a inmigrantes, extranjeros, judíos, musulmanes, ricos y pobres para intentar conseguir sus objetivos presidenciales puede parecernos atroz o desleal pero ha sido aceptado como estrategia por 48 de cada 100 votantes franceses.
Porque todavía hay demasiada gente que considera que los demás, los otros, la humanidad en su conjunto y sus entornos en particular, son una colección de vidas que les son útiles para algo y que deben usar en virtud de esa utilidad cuando les viene bien y rechazar -o cuando menos aparcar- cuando sus existencias no sirven al propósito que hemos diseñado para ellos dentro de nuestro esquema vital.
Todavía hay demasiada gente que en este Occidente nuestro considera a todo ser humano que no sea el mismo como un útil, un instrumento, un objeto o un complemento que solamente tiene valor por lo que nos aporta y al que nosotros no tenemos que aportar nada.
Por eso hay que echar a los inmigrantes si ahora no nos sirven, por eso hay que apoyar a los ciudadanos judíos si nos interesa, por eso hay que eliminar la cultura musulmana si nos crea algún contratiempo...
Y por eso hacemos lo que hacemos en nuestras vidas personales.
Pero ahí no queda la cosa. Si miramos las tres elecciones europeas que han convulsionado el panorama en los últimos días podemos apuntar muchas más cosas en nuestro diario personal sobre lo que hacemos y lo que no hacemos y sobre los reflejos de nuestras actitudes personales que son esos resultados.
En Francia ha ascendido a límites impensables el Frente Nacional de Le Penn, en Grecia se ha colocado con 21 neonazis -de los rapados y con cara de eterno cabreo- en el parlamento algo llamado Aurora Dorada (Χρυσή Αυγή) -los griegos y sus nombres sonoros y evocadores- y ha experimento un ascenso fulgurante y furibundo la extrema izquierda.
Políticamente puede interpretarse de muchas formas, pero en lo personal, como reflejo social de lo que somos, el apunte en nuestro diario solamente puede ser uno.
Todavía y cada vez somos menos capaces de escuchar, de transigir, de acordar, de llegar a una entente con las vidas de los otros. De tener en cuenta sus puntos de vista, sus necesidades y sus opiniones para hacer examen de conciencia y remodelar nuestros parámetros de existencia para compaginarlos con los suyos.
Porque eso es el radicalismo político. Cada vez hay más gente que se encierra en su forma de pensar y niega los ojos a la realidad de que esas fórmulas ya han fracasado, ya son inviables incluso para aquellos que las defienden.
Y no es otra cosa que el espejo en el que se refleja nuestra incapacidad personal de diseñar nuestras vidas más allá de nuestros propios pensamientos, de aceptar las críticas y las percepciones de los otros. Nuestra imposibilidad para salir de lo que apriorísticamente hemos decidido que tiene que ser nuestra existencia aunque nos hayamos dado batacazo tras batacazo al ponerlo en marcha o intentar edificar nuestras existencias sobre ello.
Cierto es que la intransigencia de determinados líderes que deberían haber hecho de la capacidad de diálogo y de una cierta flexibilidad como valor principal de su liderazgo puede haber reforzado esa forma de pensar, pero la realidad principal es que este Occidente Atlántico cada vez tira más de sus pensamientos y decisiones individuales como única forma de presentarse ante el mundo. No sabe o no quiere -porque, en este caso, poder siempre se puede- tener en cuenta a los demás en el diseño de sus vidas.
Y para rematar la faena están las elecciones municipales en la Pérfida Albión -siempre me ha encantado ese nombre de Gran Bretaña-. El electorado ha barrido a los tories de muchas ciudades y municipios, les ha golpeado con el sufragio en el rostro y les ha enviado a la reserva activa. Pero Londres resiste.
Cuando la política de especulación financiera está matando y haciendo morir a gran parte de las islas, está destrozando su tejido industrial y empresarial, está haciendo subir el paro y haciendo descender las expectativas vitales de gran parte del país; cuando Sheffield, Liverpool y Manchester ya han ardido o están a punto de hacerlo. Londres resiste con los tories.
Porque Londres vive de La City. Y la City necesita a los tories para seguir ganando dinero aunque el resto de los territorios de Su Graciosa Majestad paguen el precio de esa supervivencia.
Y ese es el último apunte que se nos cuela en el diario íntimo que no compartimos con nada ni con nadie.
No nos importa lo que pase a nuestro alrededor mientras la situación nos beneficie. No nos importa la carga de sufrimiento o de dolor que nuestros actos o nuestras elusiones puedan causar en los demás. Mientras a nosotros no venga bien seguimos apegados a ellas, seguimos reproduciéndolas aunque las sepamos injustas y las intuyamos inconsecuentes. Como Londres a los tories, como cualquier egoísta a sus deseos y necesidades.
Un amigo de antaño, recuperado hace poco por mor de las discusiones virtuales de política -ciertamente enriquecedoras, por cierto-, decía hace unos días que da igual la derecha o la izquierda, que el fallo está en nosotros. Y toda esta cascada de elecciones no hace otra cosa que darle la razón.
Tenemos que cambiar, desde lo más radical de nuestro interior hasta lo más insustancial de nuestro exterior, tenemos que cambiar.
Puede que franceses, británicos y griegos confíen en que Hollande, los laboristas y cualquiera que termine gobernando en Grecia puedan ayudarlos a hacerlo, pero el secreto -que ya lo es a voces- para salir de esta no está en las fórmulas económicas, las legislaciones sociales ni las actuaciones políticas.
El único secreto es que aprendamos a darle una pluma a todos los que están junto a nosotros, abramos nuestros diarios íntimos y empecemos a escribirlos con otra letra, con otra ortografía y de otra manera.
Y que empecemos cada una de las anotaciones con "nosotros".
No hay comentarios:
Publicar un comentario