Abd a-Rahman Burqan es un niño así
que, técnicamente yo no tendría ni siquiera que saber su nombre, no tendría ni
siquiera que hablar de él, no tendría ni siquiera que utilizarle de ejemplo de
nada que no fuera otra cosa que no fuera algo relacionado con cómo se comportan
los niños.
Paro Abd a-Rahman Burqan no tiene la
suerte que tenemos nosotros, con nuestras crisis, con nuestra destrucción
económica, con nuestros cada vez más oscuros futuros, con nuestras lustrosa e
inútil Eurocopa.
Abd a-Rahman Burqan es un niño robado,
uno de los otros, de los que no despiertan nuestra sensibilidad maternal ni
nuestra indignación paternal. Uno de esos niños robados que no nos importan.
Porque una mañana Abd a-Rahman Burqan
caminaba o corría o saltaba por las calles de la vieja Hebrón, casi tan vieja
como el mundo, casi tan vieja como el dios de la zarza y lo hacía con la
indiferencia hacia la política internacional, hacia la política nacional y
hacia la guerra que ha de tener un niño.
Y todo eso le fue robado en un segundo
por un policía -que en realidad es un soldado- armado hasta los dientes de
balas, de miedo y de odio que le interceptó en un callejón en una maniobra
digna de un comando de intervención antiterrorista, la sujetó del brazo y le
arrastró por el suelo.
Puede que Abd a-Rahman Burqan hubiera
perdido ya pese a sus nueve años de edad la inocencia de, como diría la mítica
canción del remedo de la coral donostiarra llamado en su día Mocedades, acudir
muchas veces "al entierro de su compañero", pero la intercepción, la inmovilización
y el arrastre, le robaron la posibilidad de ir tranquilamente por la calle,
sabiendo que en el hogar nada malo suele pasarle a un niño. Le robaron la
conciencia infantil de que el hogar se extiende más allá de las puertas de tu
casa, de que es el sitio en el que todos velarán para que nada malo te pase.
Ahora Abd a-Rahman Burqan sólo podrá interpretar
el hogar como lo hacen los adultos, como lo hacen los que deben defenderse,
como lo hacen los que están en guerra. Ahora sólo podrá pensar que el hogar es
aquel sitio donde sabes quienes son tus amigos y quienes tus enemigos. El lugar
en el que sabes en que bando estás obligado a combatir.
Pero eso no es lo único que le han
robado a un niño palestino dos guardias descerebrados por su propio terror
insuperable.
Los gritos de “la Ahma fahei”
(yo no hecho nada) le han robado su capacidad de comprensión,. Porque es cierto
él no ha hecho que medio millar de colonos radicales israelíes se asienten en
la vieja Hebrón, obligando a los policías fronterizos a estar en constante
alerta en su defensa. Él no ha desparramado el odio que los halcones sionistas
han sembrado y cosechado contra los legítimos habitantes de esas tierras, él no
tiene que ver con el mesianismo fanático que los falsos seguidores del islam
han distribuido en esas tierras y que hace a los policías fronterizos temer
constantemente por sus vidas.
Abd a-Rahman Burqan está recibiendo lo
que recibe, está obligado a gritar, a llorar y a mearse en los pantalones
por haber nacido en donde ha nacido, en el tiempo que ha nacido y de quien
ha nacido. Porque él no ha hecho nada salvo eso.
Pero el robo más flagrante, el
latrocinio más salvaje de los que ha sufrido Abd a-Rahman lo ha protagonizado
el guardia fronterizo que sin saber nada de lo que pasaba, nada de lo que había
ocurrido se acercó a él y le pateo.
Esa patada en sus entrañas le ha
robado a un país un niño, a la paz un defensor y a Abd a-Rahman Burqan la única
posibilidad que le quedaba de no odiarles.
Hasta el más insensible de los
miembros de las unidades antidisturbios de cualquier policía sabe que hay una
línea que no se puede pasar. He visto a guardias civiles vestidos y armados
para la carga charlando con infantes sobre futbol para alejarles de la carga porque saben que no hay nada
que le dé más miedo a un niño que un hombre vestido para el combate. Pero el
hombre que ha dejado que su odio se asiente en forma de patada en el vientre de
un niño no entiende todo eso, no se lo plantea y no le importa.
Y todo mientras suena la llamada del Mullah
de los locos fanáticos de Hamas a la oración que para ellos es sinónimo de
guerra y de sangre. Con su golpe a destiempo, con la bota de su miedo y
de su odio mamado desde niño, el soldado fronterizo le ha robado a Abd a-Rahman
la posibilidad de ignorar esa llamada a la guerra y a la sangre y le ha robado
otro niño a Palestina para dárselo en medio de la noche a la muerte sin razón de
una yihad falsa y furiosa.
Podemos seguir pensando que Israel es
un estado moderno y democrático porque se vota; podemos seguir protestando y
llamando antisemita a aquel que compare las formas de hacer de sus gobiernos y
ejércitos con lo que les hicieron a ellos hace ochenta años.
Pero si nos indigna y nos sensibiliza que se robe a una madre o a una familia su niño negándoles su futuro real para darles otro ficticio, debería desatarnos la más desmedidas de las furias que a un pueblo se les roben sus niños con una simple patada para arrojarlos a una realidad siempre en guerra, a una vida siempre en el miedo y en el odio, a un mundo sin futuro.
Pero si nos indigna y nos sensibiliza que se robe a una madre o a una familia su niño negándoles su futuro real para darles otro ficticio, debería desatarnos la más desmedidas de las furias que a un pueblo se les roben sus niños con una simple patada para arrojarlos a una realidad siempre en guerra, a una vida siempre en el miedo y en el odio, a un mundo sin futuro.
Y así Abd a-Rahman es victima y botín del mismo latrocinio cometido por dos guardias fronterizos isrelíes en la ciudad de Hebrón, que ya era vieja cuando Adonai aún pensaba en como vender al hombre que era una divinidad.
Señoras y señores, con ustedes Abd a-Rahman Burqan, el niño robado a su pueblo y a su vida de una patada en el vientre en Palestina
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