Hoy estoy televisivo ¡que se le va a
hacer!
Ayer, en plena preparación de la
llegada a Madrid de aquellos que por mor de la crisis tienen tiempo suficiente
para llegar andando hasta la capital para pedir que se haga algo por ellos, una
mujer, descorazonada mientras se comía su bocata, soltó un suspiro y dijo "no sé si esto servirá para algo. Ya no
hay finales felices".
Miré a la mujer, curiosamente hermosa
en su desamparo -lo siento, soy un varón heterosexual- y pensé. "No, reina, no es que no haya finales
felices, es que hemos olvidado las subtramas". Lo dicho, estoy
televisivo.
Antes de que se me indignen por lo
superfluo que parece el parangón, diré que la ficción es en muchas ocasiones lo
que nos hace entender claramente la realidad. Es en muchas ocasiones lo único
que refleja lo que el realismo nos impide percibir.
Y en esos espacios donde el mundo se
nos hace ficción en televisión hay dos tipos de series. Aquellas que se llaman
autoconclusivas. Donde el capítulo nace, se desarrolla y se resuelve en sí
mismo y otras que se desarrollan ad
eternum en una sola trama inacabable con nombres compuestos y acento
venezolano: o sea los culebrones.
Y luego están las buenas.
Las que tienen de uno y de lo otro. Las
que tienen subtramas, aquellas que se desarrollan por debajo mientras ocurren
otras cosas que tienen más presencia, más relevancia. Mientras otras historias
o situaciones nos llaman más la atención.
Pues bien nunca llegamos a los finales
-felices o no- porque hemos cambiado el curso de nuestra felicidad. Porque
hemos dejado de pensar que esa felicidad que buscamos es una subtrama.
Y así, en todo, hemos optado por el
capítulo autoconclusivo por no poder lograr el culebrón.
Nuestro egoísmo irrenunciable o nuestra
lógico deseo de lo mejor para nosotros nos ha hecho concebir la felicidad como
una culebrón: Nos dice que esa felicidad debería ser el leitmotiv principal de nuestra existencia, que tendría que ser la
trama principal de nuestra existencia cuando nos contempláramos a nosotros
mismos interpretando nuestra propias vidas en la pantalla de plasma en HD de
nuestra realidad.
Pero como eso no ocurre. Como nuestros
momentos de felicidad no se repiten y se proyectan en el tiempo de forma
continua y continuada, renunciamos a seguir esa trama. Renunciamos seguir
cualquier trama y convertimos nuestra vida en una suma de capítulos
autoconclusivos.
Decidimos intentar vivir en una sitcom. Y lo
hacemos en todo.
Elegimos una vocación -si es que lo
hacemos- y seguimos en ella mientras va bien, mientras nos satisface, mientras
ocupar el centro de nuestras satisfacciones. Pero cuando se transforma en algo
sordo que sigue por debajo, ahogada por el capítulo en el que nuestro jefe nos
putea, ensordecida por el capítulo en el que nuestro trabajo se hace rutinario,
acallada por la parte en la que nuestro sueldo no es todo lo elevado que
soñamos, entonces la abandonamos. Cerramos el capítulo y saltamos a otro
volviendo a buscar un final feliz en un sólo capítulo.
Y lo mismo hacemos con nuestras
luchas. Las abandonamos con la primera derrota, las cerramos con nuestra
segunda decepción, las rendimos al tercer contratiempo y cambiamos de capítulo.
Nos negamos a seguir con la subtrama de nuestras luchas por si acaso, sólo por
si acaso, terminan saliendo bien, terminan con un final feliz.
Por no hablar de nuestros amores y
nuestros afectos. Nuestra incapacidad para vivirlos como una subtrama que
empapa toda la serie de nuestra existencia pero que no es ni va a ser siempre
la trama feliz principal de nuestras existencias nos obliga a convertirlos en capítulos
autoconclusivos de trienios que cerramos como podemos con tal de poder saltar
al siguiente a ver si ese sí sigue siendo siempre feliz, sigue siendo por
siempre un cúmulo de bondades que nos permita vivir el imposible culebrón
eterno de nuestra felicidad como primera trama.
Preferimos ser el Grissom que caza al
malo en un capítulo o que cierra el caso sin encontrarlo que el Horatio Caine
que se pasa la vida buscando al asesino de su hermano hasta que por fin lo
encuentra cuando la serie está a punto de acabar.
Y por eso todos nuestros finales son
tristes.
Porque los aceleramos, los buscamos
antes de que las subtramas que los mantienen evolucionen. Porque nos negamos a
vivir las partes del guión cambiante e improvisado de nuestras vidas en las que
evolucionan, en las que se hacen dolorosas, en las que exigen esfuerzo,
en las que se vuelven incluso incomprensibles. Porque no queremos reconocer que
la felicidad llega como parte de esa subtrama que permanece mucho tiempo
oculta, no de las tramas vistosas y breves que nos la ocultan durante gran
parte del tiempo.
Pero como nuestras vidas son reales,
esa celeridad por cerrar los capítulo, por romper las subtramas nos hace no
vencer al villano, no lograr el amor verdadero y no obtener el éxito en la
mayoría de los capítulos que cerramos a la velocidad que nos impone nuestra
incapacidad de afrontar el sufrimiento, la espera o el compromiso.
Y por ello cada vez existen menos
finales felices en lo social, en lo afectivo y en lo personal. Porque somos
incapaces de aguantar lo suficiente como para lograrlos.
Porque intentamos ignorar que el final
feliz es el final de la serie. No el principio, ni la continuación, ni el spin
off, ni la secuela. Es el final. Por eso se llama final feliz.
No aceptamos que una huelga fracasada
es un capítulo que acaba mal, no una serie que termina; no comprendemos que una
discusión, una depresión de nuestra pareja o un mal momento económico son
capítulos que quedan en alto, no el final frustrado de una serie; no
entendemos que un periodo de baja autoestima, de poca motivación en el
trabajo o de duda vocacional son los momentos tensos de la subtrama, no la
resolución definitiva del guión.
No queremos reconocer que la felicidad final de la
historia está también hecha de la superación de esos momentos. Que nunca conseguiremos una vida feliz si no dejamos que nuestra vida se desarrolle para poder, al final, saber si ha sido feliz o no en términos generales.
Como no podemos hacer que nuestra vida
sea Friends, donde, después de
algunos problemillas, cada capítulo acaba bien y de buen rollo y no podemos
asumir que lo lógico es que sea Juego de
Tronos, en la que hay derrotas y victorias, perdidas y ganancias,
desesperación y esperanza antes de lograr el Trono de Hierro, la transformamos
en Black Mirror, donde cerramos los
capítulos y saltamos a otra historia que no tiene nada que ver con la anterior.
Pero olvidamos que en ese tipo de
series, aunque sean excelsas como Black Mirror, todos los capítulos suelen
acaban mal. Que en ese tipo de vidas, elegidas por mor de nuestra humana
impaciencia y nuestra arrogancia individual occidental atlántica, es cierta la
queja de la hermosa desempleada: no hay finales felices. No puede haberlos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario