domingo, julio 22, 2012

El final del final feliz o la vida dentro de Black Mirror

Hoy estoy televisivo ¡que se le va a hacer!
Ayer, en plena preparación de la llegada a Madrid de aquellos que por mor de la crisis tienen tiempo suficiente para llegar andando hasta la capital para pedir que se haga algo por ellos, una mujer, descorazonada mientras se comía su bocata, soltó un suspiro y dijo "no sé si esto servirá para algo. Ya no hay finales felices".
Miré a la mujer, curiosamente hermosa en su desamparo -lo siento, soy un varón heterosexual- y pensé. "No, reina, no es que no haya finales felices, es que hemos olvidado las subtramas". Lo dicho, estoy televisivo.
Antes de que se me indignen por lo superfluo que parece el parangón, diré que la ficción es en muchas ocasiones lo que nos hace entender claramente la realidad. Es en muchas ocasiones lo único que refleja lo que el realismo nos impide percibir.
Y en esos espacios donde el mundo se nos hace ficción en televisión hay dos tipos de series. Aquellas que se llaman autoconclusivas. Donde el capítulo nace, se desarrolla y se resuelve en sí mismo y otras que se desarrollan ad eternum en una sola trama inacabable con nombres compuestos y acento venezolano: o sea los culebrones.
Y luego están las buenas. 
Las que tienen de uno y de lo otro. Las que tienen subtramas, aquellas que se desarrollan por debajo mientras ocurren otras cosas que tienen más presencia, más relevancia. Mientras otras historias o situaciones nos llaman más la atención.
Pues bien nunca llegamos a los finales -felices o no- porque hemos cambiado el curso de nuestra felicidad. Porque hemos dejado de pensar que esa felicidad que buscamos es una subtrama.
Y así, en todo, hemos optado por el capítulo autoconclusivo por no poder lograr el culebrón.
Nuestro egoísmo irrenunciable o nuestra lógico deseo de lo mejor para nosotros nos ha hecho concebir la felicidad como una culebrón: Nos dice que esa felicidad debería ser el leitmotiv principal de nuestra existencia, que tendría que ser la trama principal de nuestra existencia cuando nos contempláramos a nosotros mismos interpretando nuestra propias vidas en la pantalla de plasma en HD de nuestra realidad.
Pero como eso no ocurre. Como nuestros momentos de felicidad no se repiten y se proyectan en el tiempo de forma continua y continuada, renunciamos a seguir esa trama. Renunciamos seguir cualquier trama y convertimos nuestra vida en una suma de capítulos autoconclusivos.
Decidimos intentar vivir en una sitcom. Y lo hacemos en todo.
Elegimos una vocación -si es que lo hacemos- y seguimos en ella mientras va bien, mientras nos satisface, mientras ocupar el centro de nuestras satisfacciones. Pero cuando se transforma en algo sordo que sigue por debajo, ahogada por el capítulo en el que nuestro jefe nos putea, ensordecida por el capítulo en el que nuestro trabajo se hace rutinario, acallada por la parte en la que nuestro sueldo no es todo lo elevado que soñamos, entonces la abandonamos. Cerramos el capítulo y saltamos a otro volviendo a buscar un final feliz en un sólo capítulo.
Y lo mismo hacemos con nuestras luchas. Las abandonamos con la primera derrota, las cerramos con nuestra segunda decepción, las rendimos al tercer contratiempo y cambiamos de capítulo. Nos negamos a seguir con la subtrama de nuestras luchas por si acaso, sólo por si acaso, terminan saliendo bien, terminan con un final feliz.
Por no hablar de nuestros amores y nuestros afectos. Nuestra incapacidad para vivirlos como una subtrama que empapa toda la serie de nuestra existencia pero que no es ni va a ser siempre la trama feliz principal de nuestras existencias nos obliga a convertirlos en capítulos autoconclusivos de trienios que cerramos como podemos con tal de poder saltar al siguiente a ver si ese sí sigue siendo siempre feliz, sigue siendo por siempre un cúmulo de bondades que nos permita vivir el imposible culebrón eterno de nuestra felicidad como primera trama.
Preferimos ser el Grissom que caza al malo en un capítulo o que cierra el caso sin encontrarlo que el Horatio Caine que se pasa la vida buscando al asesino de su hermano hasta que por fin lo encuentra cuando la serie está a punto de acabar.
Y por eso todos nuestros finales son tristes.
Porque los aceleramos, los buscamos antes de que las subtramas que los mantienen evolucionen. Porque nos negamos a vivir las partes del guión cambiante e improvisado de nuestras vidas en las que evolucionan, en  las que se hacen dolorosas, en las que exigen esfuerzo, en las que se vuelven incluso incomprensibles. Porque no queremos reconocer que la felicidad llega como parte de esa subtrama que permanece mucho tiempo oculta, no de las tramas vistosas y breves que nos la ocultan durante gran parte del tiempo.
Pero como nuestras vidas son reales, esa celeridad por cerrar los capítulo, por romper las subtramas nos hace no vencer al villano, no lograr el amor verdadero y no obtener el éxito en la mayoría de los capítulos que cerramos a la velocidad que nos impone nuestra incapacidad de afrontar el sufrimiento, la espera o el compromiso.
Y por ello cada vez existen menos finales felices en lo social, en lo afectivo y en lo personal. Porque somos incapaces de aguantar lo suficiente como para lograrlos.
Porque intentamos ignorar que el final feliz es el final de la serie. No el principio, ni la continuación, ni el spin off, ni la secuela. Es el final. Por eso se llama final feliz.
No aceptamos que una huelga fracasada es un capítulo que acaba mal, no una serie que termina; no comprendemos que una discusión, una depresión de nuestra pareja o un mal momento económico son capítulos que quedan en alto, no el final frustrado de una serie; no entendemos que un periodo de baja autoestima, de poca motivación en el trabajo o de duda vocacional son los momentos tensos de la subtrama, no la resolución definitiva del guión. 
No queremos reconocer que la felicidad final de la historia está también hecha de la superación de esos momentos. Que nunca conseguiremos una vida feliz si no dejamos que nuestra vida se desarrolle para poder, al final, saber si ha sido feliz o no en términos generales.
Como no podemos hacer que nuestra vida sea Friends, donde, después de algunos problemillas, cada capítulo acaba bien y de buen rollo y no podemos asumir que lo lógico es que sea Juego de Tronos, en la que hay derrotas y victorias, perdidas y ganancias, desesperación y esperanza antes de lograr el Trono de Hierro, la transformamos en Black Mirror, donde cerramos los capítulos y saltamos a otra historia que no tiene nada que ver con la anterior.
Pero olvidamos que en ese tipo de series, aunque sean excelsas como Black Mirror, todos los capítulos suelen acaban mal. Que en ese tipo de vidas, elegidas por mor de nuestra humana impaciencia y nuestra arrogancia individual occidental atlántica, es cierta la queja de la hermosa desempleada: no hay finales felices. No puede haberlos.

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