Últimamente parece que estamos
volviendo a esas raíces nuestras -no únicas, pero si nuestras- de lo judeo
cristiano. Algunos dirán que es que nunca las perdimos y me veré obligados a
darles la razón pese a lo endemoniado de estas líneas. Los occidentales atlánticos
nunca nos deshacemos adrede de aquello que nos viene bien.
Y la más utilizada, la más celebrada
vuelta a esos orígenes apostólicos y evangélicos, es el cada vez más exigido y
celebrado arte de pedir perdón. De decir “lo
siento”.
Pareciera que de repente se ha
convertido ese acto de contrición personal en la summa teológica de toda política, de toda acción pública, de toda
bondad de un acto en nuestras vidas. Pereciera que pedir perdón es la panacea
universal que solventa las cosas, que las vuelve a colocar en su sitio.
Se le exige a los asesinos furiosos
para cumplir con ellos las leyes penitenciarias, se les solicita a las
diputadas que sueltan exabruptos coitales contra el 23 por ciento de la
población española, que además no tiene trabajo. Tan de moda se ha puesto que
hasta lo hacen los banqueros. Algo inusitado, algo incongruente. Los banqueros
piden perdón.
Y debe creerse en algunos círculos
innominados e innombrables que eso les hace buenos, que eso les reconcilia con
la sociedad. Que eso por lo menos es un primer paso.
Pero nos equivocamos, el reclamado
arte de decir “lo siento” no sirve
para nada. Rectifico. Solamente nos sirve a nosotros.
Como hacemos en nuestras vidas, en
nuestros mundos privados, en esa parte de la sociedad que denominamos vida
privada, el arrepentimiento, la solicitud de perdón, es algo que solamente nos
sirve a nosotros. Por eso la usamos. Hace siglos que dejamos de hacer cosas
porque les sirvieran a los demás.
Cualquier cosa que hayamos hecho,
cualquier error que hayamos cometido, incluso cualquier maldad que hayamos
pergeñado a sabiendas de lo que estábamos haciendo queda diluida en nuestro
recuerdo, en nuestra conciencia cuando recurrimos al báculo del
arrepentimiento, cuando recurrimos, cuando ya no hay arreglo al sempiterno "lo siento" que nos protege de
nosotros mismos.
Nos protege del daño que hemos hecho,
nos salva ante nuestra mirada, absolutamente incapaz de ser crítica con
nosotros mismos, de la responsabilidad del daño que hemos causado, del caos que
hemos desencadenado.
Pero a aquel recibe nuestra sentida
petición de disculpas no le sirve de nada. Nos puede perdonar o no, pero que lo
haga o lo deje de hacer en nada cambiará su vida y el oleaje de desajustes que
hemos organizado en ella.
El arrepentimiento no nos exime de
culpa, el perdón no nos aparca la responsabilidad. El decir "lo
siento" no arregla lo que hemos hecho o lo que hemos dejado de hacer, no
altera la realidad, no la retrotrae a su situación original antes de que
nosotros se la desordenáramos, se la corrompiéramos, se la complicáramos o
simplemente se la destrozáramos a aquel a quien le decimos “lo siento”.
Las vidas que los locos furiosos
quitaron no resucitarán porque "lo
sientan", los dineros que estafaron los banqueros no se recuperaran
porque “lo sientan". Por eso
resulta absurdo exigirles el arrepentimiento a los primeros y aceptárselo a los
segundos. Simplemente porque no sirven para nada.
A ellos quizás, a nosotros, a las
víctimas de sus disparos y de sus estafas, no.
El perdón es algo entre los hombres,
sus conciencias, sus divinidades y la nada. No tiene nada que ver con la
sociedad y sus semejantes.
Decir "lo siento" es mentir cada que se abre la boca.
Porque si los directivos de Novagalicia
lo sintieran estarían vendiendo todos sus patrimonios para restituir lo
estafado en lugar de reclamar 6.000 millones de euros a otros para cubrir sus
agujeros, porque si los banqueros lo sintieran estarían repoblando las cuentas
de todos aquellos a los que les vendieron acciones a cambio de su huella digital;
porque si estuvieran arrepentidos estarían buscando formas de enmendar su
error, de corregir su proceder. Si lo sintieran correrían como ala que lleva el
diablo para entregarse a la Unidad de delitos financieros y se declararían
culpables de estafa ante un juez.
Pero ese judeocristianismo nuestro que
nos hace poner por encima la paz de nuestras almas que la justicia de la vida
de los demás nos sigue impeliendo a considerar el arrepentimiento como algo que
lleva a alguna parte, a creer que decir "lo
siento" es la mejor forma de conseguir una redención que precisamos
para sentirnos bien con nosotros mismos, para justificar nuestra inocencia
cuando nuestra culpabilidad está tan clara que ni siquiera nos la podemos
ocultar a nosotros mismos.
Y tenemos razón. No como creemos
tenerla, pero la tenemos. Decir "lo
siento" cuando no se hace nada o ya nada se puede hacer por solucionar
el dolor que se ha causado nos lleva a un sitio, a un solo sitio: a la mentira.
A la mentira de los asesinos
sanguinarios, a la mentira de los banqueros corruptos, a la mentira de los
amigos desleales, de los compañeros desafectos, de las parejas cobardes o
vengativas, de los padres irresponsables o de los hijos egoístas.
Cualquier "lo siento" pronunciado en esas circunstancias nos obliga
a convertirnos en el mítico Iñigo Montoya de la Princesa Prometida, hijo de un
padre asesinado por el mismo que ahora solicita su clemencia. Nos obliga a
repetir su letanía ante aquellos que dicen querer nuestro perdón.
-¡Hola!, mi nombre es Íñigo Montoya. Tú
mataste a mi padre. Prepárate a morir.-
-Perdón, no...
-Perdón, no...
-¡Hola!, mi nombre es Íñigo Montoya. Tú
mataste a mi padre. Prepárate a morir.-
- Lo siento...
-¡Hola!, mi nombre es Íñigo Montoya. Tú
mataste a mi padre. Prepárate a morir.-
- ¡He dicho que lo siento! Deja de repetir
eso ¿Qué más quieres?
-Ofréceme dinero...
-Todo-
-Ofréceme poder.
-Ofréceme poder.
-Todo lo que tengo y más. Por favor, lo siento.
-Ofréceme cualquier cosa que pida.
-Sí. Sí. Habla.
-¡Quiero que me devuelvas a mi padre (o mi
vida),hijo de perra!-.
Porque solamente hay una verdad que no
acepta ambages, que no acepta interpretaciones divinas o humanas. Y pese a ello
incluso se les llega a perdonar. Pero no cambia nada. Sólo hay una verdad que
nos podemos repetir como Iñigo Montoya.
Si lo hubieran sentido en realidad,
simplemente no lo hubieran hecho.
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