Entre tanta crisis, tanta caída sin paracaídas
ni red de contención y tantos golpes con el dorso de la mano que nos da la
economía -propia y colectiva- solamente faltaba que ahora llegara la ciencia y
nos zarandeara con un descubrimiento de esos que nos dejan fríos porque no los
comprendemos pero que nos dan la sensación que nos cambian el mundo.
Parece que no tenemos el cuerpo para
bosones y mucho menos si nos de Higgs, que no nos da fuerza para
descubrimientos de aceleradores de partículas y cargas eléctricas que no sean
las engrandecidas mes a mes de nuestra factura de la luz pero, como casi
siempre, la ciencia tiene un punto de paradoja, de metáfora si se quiere, que
la hace ladina, sarcástica, casi irónica con respecto a lo que somos y a lo que
queremos ser.
Porque ¿qué es el famoso bosón de
Higgs?
Científicamente es muchas cosas, pero metafóricamente
solamente es una: el Bosón de Higgs es lo que nos dota de sustancia -de masa,
en términos físicos- Y resulta que, para desgracia de ese occidente atlántico
que pugna por que la soledad individual sea la medida de todas las cosas
resulta que lo que nos confiera sustancia y entidad, lo que nos permite vivir
no somos nosotros mismos, es el jodio bosón. Son los demás.
Pongamos un ejemplo metafórico cercano
extraído de su propio descubridor pero puesto en nuestros días y nuestra gente.
Supongamos que el bueno de Mariano, el
señor Rajoy se entiende, acude al Congreso -vale hay que echarle imaginación
pero hagámoslo-. Él, cual fotón fugaz y veloz, pretende llegar hasta el atril
soltar su charla y pasar de largo por el trance, pero en el camino, en cuanto
él entra se hacen corrillos que se van agrupando. Se ve obligado a detenerse un
instante para saludar a los miembros de su gobierno, a ralentizar el paso para
saludar de lejos a un grupo de esos de Pro Vida que le recuerda sus deberes
para con la familia tradicional, tiene que trazar una diagonal imposible para
apartarse de una airada Leire Pajín que lidera un grupo de no menos airadas
postfeministas, tiene que trazar una curva más o menos alejada para evitar que
Rato, Matas, Camps y otros tantos le calcinen los oídos con un proverbial "que hay de lo nuestro", se acerca
a Montoro y su equipo económico para que le sople al oído a cuanto está en esos
momentos la prima de riesgo y así con un sinfín de grupos y grupúsculos que le
evitan la celeridad, que le impiden el paso directo y veloz por el hemiciclo y
que al final terminan cargando el discurso que ha de dar de una carga u otra
-que cada uno elija cual es la negativa y cual la positiva, que esto es
ciencia, no política-.
De modo que lo ha dotado de contenido
el discurso y la presencia de Rajoy en el Congreso -si es que algo puede
hacerlo- no ha sido su velocidad de entrada, no ha sido su dirección inicial ni
su luminosa presencia de fotón sin masa, ha sido todo que se ha encontrado
alrededor. Han sido los demás
¡Qué ironía que ahora, justo ahora,
que estamos como estamos por decidir que el orbe es un planeta habitado por
siete mil millones de mundos individuales, llegue un señor casi nonagenario de
Newcastle y nos rehaga el Génesis!
Al principio no fue El Verbo. Al
principio fueron los demás.
Porque son los bosones los que nos
organizan a nivel subatómico, los que nos impiden ir por la vida sin masa y sin
peso, los que nos hacen posible tener sustancia y ralentizar nuestra velocidad
lo suficiente compa poder vivir nuestras vidas en lugar de quemarlas cual
fuegos de artificio en un viaje a plena velocidad hacia la nada.
Claro que nunca hemos hecho mucho caso
de la ciencia cuando no nos da la razón y es muy posible que no extraigamos metáfora
alguna de los ínfimos bosones.
Lo más probable es que sigamos
pretendiendo ser veloces fotones que pasan como rayos sin dejar que los bosones
nos cambien las direcciones, les alteren las cargas, les llenen la existencia
de sustancia. Ignorando todo ello en nuestros ciegos avances lumínicos que solo
nos tienen a nosotros como guías, neutros y vacíos de entidad, hasta que
chocamos con otro de esos fotones y originamos un pequeño cataclismo que
estalla en un polvo fugaz, en una pasión incendiaria, en un enfrentamiento
fulminante que nos estrella contra nosotros
mismos y nos hace salir disparados en otra dirección que tampoco se ha elegido
y tampoco se puede controlar, a la misma velocidad infinita que resulta
imposible de frenar.
No es de suponer que un descubrimiento
científico tan de momento inútil para nuestros bolsillos y nuestros placeres
-que es lo único que tenemos en mente- nos altere ese gusto por ignorar a los
otros en nuestras vidas, por negarles la posibilidades de cargar nuestras
existencias de sustancia, nos desvíe de ese empeño nuestro en construirnos
nosotros solos sin dar pábulo ni presencia a los otros.
Seguiremos ignorando que, por buenos
escultores que seamos, si nos esculpimos a nosotros mismos nunca podremos
llegar a tornear los pies que nos hagan caminar, que por maravillosos
arquitectos vitales que nos creamos nunca podremos, sin los bosones humanos que
son las otras gentes, cimentar la construcción de nuestras vidas.
Fingiendo no saber que sin los demás
somos partículas sin carga, sin masa y sin destino.
Y lo sé, lo sé, amigos de la ciencia.
Quizás ser un demonio y además de letras me hace demasiado metafórico con el
descubrimiento del bosón, pero no deja de hacerme mucha gracia que, tras siglos
de sabias discusiones sobre el origen del mundo, del universo y de la
existencia en sí misma, llegue un viejo maestro del King’s College y nos haga
caer en la cuenta de algo que ni siquiera nos habíamos llegado a plantear.
Que sea crear, estallar, resistir o evolucionar
el verbo que dio origen al mundo ha de conjugarse en plural.
Quizás es que la existencia misma del
universo ya está hasta lo bosones de nosotros.
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