Resulta sorprendente que, entre tanto
control de fronteras, entre tanto extranjero mirado de reojo y con suspicacia
como ladrón de algo que ahora parece valioso pero que antes arrojábamos al cubo
de basura porque nadie lo quería, se nos haya colado alguien que antes no
estaba en nuestras listas, se nos haya sentado a la mesa alguien que antes
nunca compartía nuestra sopa.
Ahora abrimos las puertas, extendemos
la alfombra roja y nos preparamos como el pueblo del mítico Isbert con los
americanos del Plan Marshall para recibir a un extranjero ajeno a nuestra
cultura, más alienígena para nuestras mecánicas vitales que la Reina Colmena de
Ender o el pasajero que compró el octavo billete en la Prometeus.
Llamamos a gritos y damos la
bienvenida con los brazos abiertos al emprendedor.
Con el capitalismo liberal agonizando
en la negativa política a concederle la eutanasia, con el mercantilismo
financiero haciéndonos supurar sangre y sudor sin resultado alguno en nuestras
vidas y con todos los negativos en nuestras haciendas, tocamos la campana del
socorro y llamamos al emprendedor para que nos apague los incendios económicos
que nos asolan.
Parece una buena idea.
Los emprendedores abren empresas y las
empresas dan trabajo. Así que nos hacen falta emprendedores porque nos hacen
falta empresas y sobre todo nos hacen falta puestos de trabajo. El silogismo
parece perfecto, parece sólido, parece que no corre riesgo de transformarse en
sofisma por fallo en las premisas.
Y no es cuestión de decir lo
contrario. Hacen falta puestos de trabajo y hace falta asimilar una cultura del
riesgo personal más acentuado, unas dinámicas personales que acepten un mínimo
de riesgo en nuestras vidas que no busquen siempre y en todo momento la
seguridad del inmovilismo absoluto, la certeza vital incuestionable, la
tranquilidad que precede a la entropía y la muerte.
Pero el error no está en la fórmula.
El error de esa reclamación de emprendedores como apóstoles de la salvación,
como ángeles custodios reparadores de nuestra maltrecha economía está en
recurrir como solución a aquellos que han sido en este país en concreto la raíz
de muchos de los problemas. La equivocación radical es no darse cuenta de cómo
es el emprendedor español.
Han sido los emprendedores y emprendedoras
nacionales los que hicieron crecer y saltar por los aires la burbuja
inmobiliaria que nos aceleró la crisis y el desastre. Repentinos empresarios
del pelotazo que abrieron inmobiliarias a diestro y siniestro y en lugar de
preocuparse por asentarlas y gestionarlas de forma ética y legal solamente se
preocuparon por recoger beneficios y escapar con ellos cuando los malos tiempos
empezaron a dibujarse en lontananza.
Son o fueron los emprendedores
españoles -algunos de ellos- los principales responsables de nuestro agujero
fiscal, los principales defraudadores, los que tienen sus impuestos a cubierto
de la Agencia Tributaria, los que hacen perder millones en falsas
desgravaciones o fraudulentas devoluciones del IVA.
Son los emprendedores españoles los
que se refugiaron el sentimiento trágico de sus negocios y en el victimismo de
su condición de propietarios y justificaron las contrataciones en negro, la
economía sumergida, las cajas B y toda suerte de irregularidades que han
viciado hasta el extremo lo poco salvable que había en nuestra economía.
Fueron aquellos que cosecharon los
premios como emprendedores nacionales los que deslocalizaron sus centros de
producción, los que crearon sociedades financieras en Liechtenstein o
Luxemburgo y dinamitaron nuestras tasas de empleo y nuestras cuentas de
ingresos impositivos.
Porque nuestros emprendedores no baten
sus angélicas alas para cobijar la sociedad y hacerla más fuerte y más estable
económicamente, las cierran sobre sus costados para picar desde las alturas y
clavar sus curvos picos en la carne monetaria del país antes de que esta se
pudra por completo.
Porque en España no se puede ser
emprendedor tal y como lo concibe ese capitalismo liberal puro y duro que
pretende salvarse recurriendo a su más antiguo paladín para que acuda en su
busca.
Abrir un bar, una consultoría, una
guardería, un restaurante, un taller mecánico, una asesoría legal o una
tintorería es un riesgo vital, es crear un negocio, y es algo que ayuda a la
economía en cierta medida.
Pero el emprendedor español -que nunca
sabré porque se les llama emprendedores, ¡como si los demás no emprendieran
cosas y asumieran riesgos solamente por el hecho de trabajar por cuenta ajena!-
no va más allá. No puede ir más allá.
El emprendedor es creador y nuestra
economía no tiene nicho alguno para la creación, para la innovación, para lo
nuevo. Nuestra economía se basa en los servicios. Así que nuestro emprendedor
solamente descubre un nicho nuevo o una forma nueva de dar esos servicios.
Una economía industrial precisa de los
emprendedores no solamente por los puestos de trabajo sino por las ideas que
pone en marcha, por las invenciones que lleva bajo el brazo. El emprendedor que
contribuye a la salvación de las economías es Nikola Tesla no Amancio Ortega.
Lo que permite avanzar y repuntar a
una economía es el fluorescente, no la línea de primavera- verano de
Zara.
Y nosotros no tenemos industria alguna
que pueda asumir el fluorescente, el autogiro o cualquier otro invento,
cualquier otra industria nueva que se le pueda ocurrir a alguien. Los avances
en ingeniería nos los ficha Alemania, los de nuevas tecnologías Estados Unidos,
los de electrónica Japón y no por falta de sentido patrio de aquellos que
tienen las ideas, sino porque no tenemos sector industrial alguno que pueda
asumirlos, que pueda permitirles arriesgarse a seguir por su cuenta.
Lo que emprende Ortega tiene su mérito
pero solamente reporta beneficios para él, no tiene reflejo alguno en la
sociedad, más allá de los puestos de trabajo que reporta. Cuando en virtud de
ese propio beneficio propio resulta más barato trasladar ese empleo a
otro sitio, el emprendedor no supone cambio alguno en nuestra economía. No
aporta nada.
Así que por nuestros propios vicios y
por los de nuestro sistema productivo e industrial nuestros emprendedores nunca
serán la salvación. Tampoco hay que alarmarse por ello. Pocas cosas -ninguna,
diría yo- puede ahora salvar este sistema.
Podemos llamar a gritos a todos los
emprendedores que queramos, podemos inventar todos los incentivos que se nos
antojen a la creación de empresas pero mientras no cambiemos radicalmente el
mapa productivo español, mientras no encontremos sectores tecnológicos,
industriales y primarios nuevos que nos permitan potenciar a los auténticos
innovadores que puedan abrir caminos en esos sectores no tendremos de verdad
emprendedores y los que tengamos serán como Mr. Marshall. Pasarán a toda prisa
por nuestras vidas, recolectarán sus beneficios y no nos dejarán nada.
En el sector servicios la innovación
que se supone a todo emprendedor no es algo relevante.
La Coca Cola ya está inventada y el
mundo puede pasar perfectamente sin una nueva manera de tirar una caña y sin
una mejor disposición de la ropa en las tiendas de moda.
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